– Estoy segura de que la fuente es fiable -insistió Liz, consciente de que Don Whitten estaba disfrutando de lo lindo con la incomodidad de Mackay.
– Y mañana es el aniversario de las Torres Gemelas -recordó Jim Dunstan-. ¿Creéis que intentarán algo?
– El simbolismo y los aniversarios son muy importantes para el SIT -explicó Mackay, intentando recuperar su autoridad-. El once de septiembre era el aniversario del Mandato británico en Palestina y la proclamación por parte de George Bush padre del «nuevo Orden Mundial». El doce de octubre, cuando volaron el club nocturno en Bali y atacaron el USS Cole, era el aniversario de la apertura de las conversaciones de paz de Camp David entre Egipto e Israel. Esto es más local y sin duda personal, pero podemos contar con que removerán cielo y tierra para realizar el atentado.
– ¿Descartamos la posibilidad de una bomba sucia? -preguntó el teniente coronel calvo-. Si pensaran detonar una de ésas, ni siquiera tendrían que acercarse a la base. Bastaría con hacerlo a unos kilómetros con viento a favor.
– No encontramos ni rastro de material radioactivo en el bungalow ni en el Vauxhall Astra -repitió Whitten-. Hemos vuelto a revisarlo.
– Apuesto a que utilizarán C-4 -aseguró Mackay-. Es la firma del SIT como todos los aquí presentes sabemos, y también sabemos que sus ingredientes se pueden comprar fácilmente en cualquier comercio. La pregunta es: ¿cómo planean detonarlo? Ni siquiera un ratón de campo podría atravesar los cordones de seguridad que rodean esa base.
– Jean d'Aubigny -dijo Liz-. Ella es la clave.
– Siga -invitó Jim Dunstan.
– No me creo que los controladores de Mansoor malgastaran una baza como ella en un asalto insensato a una instalación de alta seguridad. Me reafirmo en lo que ya dije: ella ha de tener algún tipo de información privilegiada.
Pero, como también había dicho, no estaba completamente segura de que ése fuera el caso. Malgastar agentes en misiones suicidas era una especialidad del SIT.
– ¿Tu gente sigue sin poder entrar en esa escuela de Welsh a la que asistió D'Aubigny? -preguntó Mackay.
– Ya lo ha hecho. Me enviarán una lista de sus compañeros en cuanto puedan.
– Pues se lo están tomando con calma, ¿no?
– Todo lleva su tiempo -replicó Liz. «Como bien sabrías si tuvieras un mínimo de experiencia en ese tipo de asuntos», podría haber añadido. Sus colegas habían tenido que conseguir una orden de allanamiento firmada, informar a la policía local, enviar un equipo de investigación a Gales, desconectar el sistema de alarma de la escuela, forzar las cerraduras de la puerta delantera y los archivos… y todo eso antes de enfrentarse con el caótico sistema de archivo de Price-Lascelles.
– Francamente -aseguró Jim Dunstan-, no veo en qué diablos puede ayudarnos el expediente escolar de esa jovencita. Yo creo que ya tenemos toda la información que necesitamos. Sabemos quiénes son los terroristas y qué aspecto tienen. Sabemos el objetivo, el motivo y la fecha. Tenemos una contraestrategia y personal suficiente para llevarla a cabo. Lo único que nos queda es esperar, así que ¿por qué no duerme un poco, señorita?
«No creo que sea de su estilo», había dicho Whitten acerca de Jim Dunstan. Llegó a pensar que se equivocaba, pero resultaba que el veterano comisario tenía razón. El viejo resentimiento persistía, y los policías veteranos, acostumbrados a tener que dar la cara y asumir su responsabilidad públicamente, desconfiaban de los servidores secretos del estado. Y el hecho de que ella fuera una mujer probablemente añadía más prejuicios en su contra por parte del subjefe de la policía. Tampoco ayudaba que la única mujer -aparte de ella- que se encontraba en la sala fuera Wendy Clissold, que en ese momento le traía obedientemente una taza de té a Don Whitten. Sin leche, con una cucharada de azúcar.
Liz miró alrededor. Los rostros eran bastante amistosos, pero el mensaje que transmitían era siempre el mismo. El juego estaba llegando al final, al punto en que la teoría tenía que dejar paso a la acción. El trabajo intelectual -reunir información y analizarla- había terminado. Ella ya no tenía nada más que aportar.
Y captaba algo más, un mudo pero definido sentido de anticipación. Los militares en particular parecían tiburones. Se movían a causa de la adrenalina. Olían la sangre. Se dio cuenta de que querían que Mansoor y D'Aubigny intentaran atentar contra Marwell. Querían que se estrellaran contra su muro impenetrable y armado hasta los dientes. Los querían muertos.
Un mensaje de texto le anunció la inminente recepción de un envío de Judith Spraat.
«Tenemos la lista de alumnos del último curso de D'Aubigny. Revísala.»
54
Denzil Parrish volvió a West Ford sabiendo que le esperaba una tarde poco prometedora. Su madre le advirtió que sus nuevos parientes políticos no eran lo que se dice fáciles de tratar -«locos suburbanos partidarios del control», fue su descripción-, pero también le advirtió que debía dedicarles especialmente cierto tiempo y que no se marchara al pub todas las noches.
Así que Denzil aceptó poner buena cara y esforzarse por complacerla. El que los padres de su padrastro estuvieran invitados toda una semana, sólo se lo dijo cuando accedió a ir al finalizar el trimestre y la mentira por omisión todavía le dolía. Su ausencia hasta el anochecer era parte de la venganza que había decidido infligirles. No obstante, en el fondo comprendía el problema de su madre y se veía obligado a admitir que desde que se volviera a casar era más feliz de lo que él recordaba, y desde que Jessica naciera estaba casi… bueno, «aniñada» era la palabra que se le ocurría, aunque opinaba que no era un atributo precisamente deseable para una madre de cuarenta años. De todas maneras volvía a sonreír, y Denzil daba gracias por eso.
Detuvo el Accord en cuanto pasó la verja de entrada, y maniobró para quedar de cara a la carretera. Salió del coche para abrir el garaje y bajar el kayak del techo. Había pasado un día fantástico. Nunca pensaba en sí mismo como en un navegante solitario, pero Norfolk en invierno tenía algo -la soledad absoluta, los vastos cielos cargados de lluvia…- que concordaba con su humor. En el canal de desagüe de Methwold había visto un aguilucho de las marismas, un ave muy rara hoy día. Primero oyó su llamada, un agudo kui kui amortiguado por el viento húmedo. Un instante después vio al aguilucho entre los juncos y no tardó ni un segundo en elevarse con una gallineta entre sus garras. Naturaleza al rojo vivo. Picos y garras. El momento que recuerdas toda tu vida.
Y un momento nada habitual, sobre todo a causa de los helicópteros que aparecían a intervalos, revoloteando o manteniéndose suspendidos hasta que se alejaron repentinamente hacia el norte. ¿Qué hacían allí? ¿Un ejercicio militar? Uno de los aparatos se le acercó lo suficiente como para distinguir sus distintivos militares en el fuselaje.
Abrió la puerta del garaje, metió el kayak dentro y lo sujetó a las vigas del techo; después aparcó el coche, cerró la puerta del garaje y volvió por la rampa de entrada hasta los escalones de piedra que llevaban a la puerta principal de la casa. Al menos, el nuevo matrimonio de su madre había hecho que la familia aumentara su patrimonio y su estatus social. Se quitó su húmedo impermeable verde oliva y lo colgó en el recibidor para que se secase. Encontró a su madre en la cocina, entre la preparación de una pierna de cordero y la vigilancia de un cazo con agua, intentando abrir un tarro de un mejunje de ciruela para el postre del bebé. Entretanto, Jessica, temporalmente en paz con el mundo, yacía de espaldas en el suelo sobre una alfombra chupándose el dedo gordo del pie. Con su madre y su hermanastra se encontraba un policía.
El agente sonreía y Denzil lo reconoció. Era Jack Hobhouse, y sostenía una gorra con la insignia de la comisaría de Norfolk. No era la primera vez que estaba en la casa al mismo tiempo que Denzil; la más reciente, revisando un nuevo sistema de alarma.