– Denzil, cariño, el sargento Hobhouse ha venido para advertirnos que hay un par de terroristas sueltos por los alrededores. No exactamente por aquí cerca, pero están armados y al parecer…
Se agachó en respuesta a un repentino grito de Jessica, la cogió en brazos y la apoyó en su hombro para darle suaves golpecitos en la espalda.
– ¿Al parecer? -le recordó Denzil.
– Al parecer ya han matado a dos personas en la costa norte -terminó, mientras Jessica derramaba un vómito lechoso sobre el hombro y la espalda del caro cárdigan negro de su madre-. ¿Has oído hablar de ese hombre que encontraron muerto de un tiro en un área de servicio?
– En Fakenham -precisó Denzil, contemplando el jersey de su madre con fastidioso horror-. Publicaron algo en el periódico local. Creen que fueron una británica y un paquistaní, ¿verdad?
– Creen que fueron ellos -explicó Hobhouse-. Como ha dicho tu madre, no hay razón para suponer que anden por aquí cerca, pero…
Fue interrumpido por el timbre del teléfono de pared. Denzil hizo ademán de ir a responder, pero su madre se adelantó, escuchó un momento y volvió a colgar. En ese momento, el bebé empezó a llorar…
– Hay retenciones de varios kilómetros por culpa de los bloqueos de carreteras -anunció desolada, intentando hacerse oír por encima de los berridos de Jessica-. Tardará una hora más por lo menos, y sus benditos parientes llegarán de un momento a otro. Eso me recuerda que necesitaremos algo de vino y más tónica… ¡Dios mío, Denzil! ¿Son ellos?
– Yo… hum, les dejo esto -susurró Hobhouse alargando a Denzil dos fotocopias ampliadas y colocándose su gorra-. Ante cualquier duda, llámenos. Y por supuesto, si ven a alguna de estas personas…
Denzil cogió las fotocopias, le dio las gracias distraídamente y echó un vistazo por la ventana. A juzgar por el Jaguar de cinco años y el tono irascible de la pareja, sí, eran ellos.
– Mamá, tienes una vomitona en la espalda. -Inspiró hondo, hizo acopio de toda la serenidad que había conseguido durante su paseo y aceptó el sacrificio supremo-: Pásame a Jessica y vete arriba a cambiarte. Yo defenderé el fuerte.
55
Faraj contempló imperturbablemente cómo Jean, desnuda hasta la cintura, se arrodillaba en el sendero que corría bajo el puente y se inclinaba para lavarse el pelo en el río. Más allá de los arcos del puente se vislumbraba un amanecer gris. Eran las nueve de la mañana y hacía bastante frío. Los dedos de Jean frotaban metódicamente su cabellera, y una pequeña mancha de burbujas jabonosas derivó corriente abajo. Alzó la cabeza y retorció su oscura mata de pelo para escurrirla. Cogió un peine del neceser, todavía agachada sobre el agua, y lo pasó repetidamente por su cabello, de la nuca a la frente, hasta que dejó de salpicar agua. Agitó un poco la cabeza y volvió a ponerse su camiseta sucia. Las manos le temblaban a causa del agua helada y el hambre le roía las entrañas. No obstante, era imprescindible que su aspecto fuera lo más presentable posible.
El día había llegado.
Frotándose los antebrazos para entrar en calor, rebuscó en su neceser hasta encontrar un par de tijeras de peluquero y se las ofreció a Faraj junto con el peine.
– Te toca cortarme el pelo -le dijo. El asintió. Frunció el entrecejo y sopesó las tijeras.
– Es muy fácil -lo tranquilizó Jean-. Ve de atrás hacia delante, cortando cada mechón… -Le mostró su dedo índice-. Un trozo así.
Faraj se sentó tras ella y empezó a cortar, desmenuzando los mechones en el río a medida que los iba cortando. Quince minutos después, le devolvió tijeras y peine a la chica.
– Ya está.
– ¿Qué tal ha quedado? -preguntó curiosa-. ¿Parezco distinta? -«Una palabra de ternura. Sólo una…»
– Sí, pareces distinta -dijo bruscamente-. ¿Estás preparada?
– Quiero echarle un último vistazo al mapa -pidió ella, mirándolo de reojo.
Faraj no había cumplido ni treinta años, pero la incipiente barba de su mentón tenía un color plateado. Buscó la guía con los mapas y volvió a examinar la topografía de la zona. Según la escala, se encontraban a sólo cinco kilómetros de su objetivo.
– Sigo preocupada por los helicópteros. Si vamos a campo traviesa y nos ven, estamos acabados.
– Es menos arriesgado que robar otro coche -repuso él-. Y si son tan listos como dices, no nos buscarán por aquí, se concentrarán en los alrededores de las bases norteamericanas.
– Debemos estar a unos veinticinco kilómetros de Marwell, quizá más.
Pero ni siquiera veinticinco kilómetros parecían suficientes. Lo que realmente les preocupaban eran las cámaras infrarrojas. Sus siluetas en una pantalla, dos puntos luminosos que se agrandaban más, y más, y más, mientras el rugido de los rotores crecía, y crecía, y crecía, ahogando cualquier otro sonido y…
– Creo que deberíamos ir hacia West Ford siguiendo este sendero -sugirió la chica, haciendo un esfuerzo por atemperar su voz-. Así, si escuchamos los helicópteros, siempre… siempre podremos ocultarnos bajo el siguiente puente.
Faraj miró sin expresión las manos de Jean, que volvían a temblar.
– Está bien, seguiremos el sendero -aceptó-. Empaquétalo todo y en marcha.
56
En el hangar de Swanley Heah, Liz se sentó frente a una tostada con mantequilla y una taza de café. De momento, Investigación no había aportado nada más de interés respecto a los nombres de la lista de alumnos de Garth House. Varios de ellos vivían en Norfolk o Suffolk, o vivieron allí en el pasado, y aunque se acordaban de Jean D'Aubigny, ninguno mantuvo contacto con ella tras abandonar las aulas. La opinión generalizada es que se trataba de una solitaria, alguien que no necesitaba compañía.
Y en una escuela como Garth House, donde la mayoría de los alumnos tenían problemas de uno u otro tipo, el deseo de estar solo era algo que se respetaba, pensó Liz. Los chicos sabían cuándo no tenían que molestar a un compañero. Mark telefoneó la noche anterior, pero como dejó conectado su buzón de voz, no se tomó la molestia de responder a la llamada. Y tampoco la devolvió.
Investigación había informado que los padres de D'Aubigny seguían negándose a hablar o a ayudar a la policía en cualquier forma. Leyendo entre líneas, Liz sospechó que eso era cosa de su abogado y que si intentaban presionar a los padres -acusándolos de obstrucción a la justicia, por ejemplo-, Julián Ledward aprovecharía la oportunidad para montar una campaña en favor de los derechos humanos.
Y a pesar del enorme operativo de búsqueda, que involucraba a varias unidades de la policía marroquí, el MI6 no conseguía localizar a Price-Lascelles. La última teoría, basada en el hecho de que el director de la escuela Garth House cargase varios bidones de gasolina en su jeep antes de abandonar Azemmour, era que no se había dirigido hacia Casablanca, como les había dicho el criado, sino hacia las montañas del Atlas. El área de búsqueda, le informó una desanimada Judith Spratt, se había ampliado unos dos mil kilómetros cuadrados.
Liz echó un vistazo a la sala. La policía y los hombres de Operaciones Especiales formaban un grupo; los oficiales del ejército, otro; y los equipos del SAS, un tercero. Bruno Mackay permanecía junto a los SAS y, en ese momento, reían de algo que había dicho Jamie Kersley.
Liz estaba sentada junto a Wendy Clissold, que se había pasado casi toda la comida hablando por su teléfono. En un extremo de la mesa, a una respetuosa distancia de ellas, se reunía media docena de terriblemente amables pilotos de las fuerzas aéreas.
– Creen que hoy es el día -comentó Clissold-, que van a tener movida en esa base yanqui.