Cerca de la caja y con el corazón latiendo desbocado, vio una fotografía suya en la primera página del Daily Telegraph. Era una foto especialmente antipática que su madre le había hecho junto al árbol de Navidad cuatro años atrás. «Mujer de 23 años buscada por…» Cogió un ejemplar, obligándose a no seguir leyendo y lo plegó de forma que la foto quedase oculta.
– ¡Ha dejado de llover!
Era el joven -no podía tener más de dieciocho años-, que ahora se encontraba a su lado en la cola.
– Es verdad -respondió ella-. Pero quién sabe por cuánto tiempo.
La frase no tenía respuesta, que es lo que ella pretendía, y el pobre chico se apoyó nerviosamente primero en una pierna y luego en la otra. Cuando la chica de la tienda pasó sus Cheerios y su paquete de seis Newcastle Brown Ale por el escáner, él pidió que lo cargaran en cuenta.
– ¿A qué cuenta? -preguntó la chica.
– A la de la señora Delves. Soy su hijo.
La chica se echó atrás en su asiento.
– Entonces, Jessica debe ser tu hermana pequeña. Ayer me dedicó una sonrisa de oreja a oreja… ¡es encantadora!
– Bueno, tiene un par de buenos pulmones.
– Dale un beso de mi parte, ¿quieres?
– Vale. ¿De parte de quién le digo?
La chica extendió los dedos y miró hacia atrás. Llevaba un anillo de compromiso con una piedra azul pálido.
– Beverly -dijo.
– Vale, lo haré. Ya nos veremos.
El había visto el anillo y tomado nota. No obstante, el leve pero inequívoco tono de decepción en su voz, le dio a Jean una idea. No iba a ser fácil, pero sabía lo que debía hacer. Dejando la cesta en la rampa de la caja para que la cajera extrajera los artículos, los pasara por el escáner y los metiera en bolsas, tocó al chico en el brazo antes de que se alejara. El la miró sorprendido.
– ¿Puedo preguntarte algo? -le susurró ella.
– Pues… claro.
– Bien. Espérame fuera.
Dando media vuelta, Jean sacó dos billetes de diez libras del monedero y se los dio a la cajera. Recogió las bolsas y se marchó. Beverly no registró el cambio en la caja.
Ya fuera, Jean asumió su expresión más amistosa. No le fue fácil. Sonreír le resultó casi doloroso.
– Perdona por… bueno, por abordarte así -le dijo al chico-, pero me estaba preguntando si conoces algún pub que valga la pena. Me alojo aquí cerca… -señaló vagamente hacia el oeste- y no conozco la zona, así que…
El se rascó la cabeza, desordenando su ya revuelto pelo.
– Bueno, veamos… Está el San Jorge, pero es un poco para carrozas, ya me entiendes. Para papás y mamás. Yo normalmente voy al Hombre Verde, que está a un par de kilómetros por la carretera de Downham Road.
– ¿Y está bien?
– Para mí es el mejor de los alrededores.
– Muy bien -asintió Jean, añadiendo una cálida sonrisa a su expectante mirada-. ¿Puedes indicarme cómo llegar a pie? Es que no estoy segura de que mis padres me presten el coche.
Estaba sorprendida de sí misma. Pensaba que le resultaría imposible, pero era tan fácil… como matar. Cuando tuvo que hacerlo, le resultó tan fácil que…
– Bueno, tienes que cruzar el campo de criquet y… -Se miró nerviosamente los pies y aspiró hondo antes de volver a encontrarse con la mirada interrogante de Jean-. Oye, mira, si quieres… Bueno, si quieres puedo llevarte. Pensaba ir esta noche, así que si tú… me refiero…
Ella le tocó suavemente el brazo.
– Me parece genial. ¿A qué hora?
– Oh, humm… ¿va bien a las ocho? -La miró con deslumbrada incredulidad-. O a las ocho y media. ¿Quedamos aquí mismo? ¿Sí?
– Estupendo. -Le dio un suave apretón en el brazo-. Es una cita. No te olvides, aquí a las ocho y media.
– Eh… sí, vale. ¿Dónde has dicho que te alojabas?
Pero ella ya se estaba alejando.
59
Los SAS estaban jugando -y perdiendo- un partido de fútbol contra la Unidad de Operaciones Especiales P019 sobre el cemento de las pistas que rodeaban el hangar. No cabía duda de que estaban disfrutando mucho más que sus inmediatos superiores, esperando noticias dentro del enorme recinto. Los teléfonos sonaban a intervalos irregulares, pero no aportaban ninguna novedad de importancia. Los helicópteros y los equipos del ejército seguían manteniendo sus patrullas.
La zona no estaba muy densamente poblada, y la policía local se divertía con tanta actividad y tantos recursos movilizados. Aquella mañana la región había amanecido empapelada de anuncios de la policía, y todo el mundo sabía que los sospechosos de los asesinatos de Ray Gunter y Elsie Hogan eran un asiático y una inglesa.
Cuando el teléfono volvió a sonar, Liz ya no se abalanzó impaciente sobre él. A medida que fueron llegando resultados negativos de los distintos sectores durante el transcurso de la mañana, se fue apoderando de ella una sensación de inutilidad, y sólo una terrible fascinación por saber cómo terminaría todo aquello le impidió regresar a Londres. Dadas las circunstancias, era lo que probablemente le habría aconsejado Wetherby. El servicio ya no tenía nada que ganar con que ella siguiera allí.
Pero no había pedido consejo a Wetherby, y hasta que los de inteligencia exprimieran al máximo lo que podía ofrecer Garth House, Liz no pensaba abandonar.
A las 15.30, un oficial militar expresó en palabras lo que todos estaban pensando pero no se atrevían a decir: que quizás estaban buscando en la zona equivocada. ¿Era posible que les hubieran colado un gol? ¿Que alguna equivocación en el proceso deductivo los hubiese conducido a un callejón sin salida? ¿Serían Lakenheath o Mildenhall el verdadero objetivo?
La pregunta fue acogida con silencio, y todos los reunidos se giraron hacia Jim Dunstan, que permaneció casi un cuarto de minuto mirando impertérrito al frente.
– Continuaremos con lo que estamos haciendo -dijo por fin-. El señor Mackay me asegura que la obsesión islamista por los aniversarios es absoluta, y todavía faltan varias horas para la medianoche. Mi sospecha es que Mansoor y D'Aubigny esperan a que oscurezca para intentar superar el cordón de seguridad establecido en torno a Marwell, así que seguiremos alerta.
Poco después de las cuatro volvió a llover. El cielo descargó grises cortinas de agua que azotaron el techo del hangar y difuminaron la visión de los helicópteros que aguardaban en el exterior. El aire olía peligrosamente a electricidad estática y los pilotos se miraban nerviosos, preocupados por los colegas que todavía permanecían en el aire.
– ¡Lo que nos faltaba! -maldijo un frustrado Don Whitten, hundiendo las manos en los bolsillos de su chaqueta-. Dicen que la lluvia es una buena aliada de la policía, pero en este caso lo es de los terroristas.
Liz abrió la boca para responder, pero el blip de su teléfono lo impidió. El mensaje de texto le advertía que Investigación le enviaba un correo electrónico.
Price-Lascelles sigue en paradero desconocido, pero hemos identificado y contactado con Maureen Cahill, una antigua enfermera de Garth House. MC dice que la mejor amiga de D'Aubigny era Megan Davies, expulsada de GH a los 16 años tras varios incidentes relacionados con drogas. MC dice que atendió a D'Aubigny y a MD en la enfermería de la escuela por una sobredosis de psilocibina (hongos alucinógenos). Según la ficha, la familia de Davies (nombre de los padres: John y Dawn) vivían cerca de Gedney Hill, Lines, pero la casa ha cambiado de propietarios varias veces desde entonces, y no se conoce el actual paradero de la familia Davies. ¿Seguimos investigando?