Liz contempló fascinada a Faraj Mansoor y vio cómo la lluvia oscurecía el color de su jersey. Mackay, en cambio, apenas lo miró, y en un repentino y terrible torrente de comprensión, supo exactamente lo que iba a pasar y por qué.
En ese instante, uno de los SAS gritó:
– ¡Granada!
Los cuatro hombres dispararon una serie de ráfagas al pecho de Mansoor, a no más de media docena de metros. Sin habla, Liz contempló cómo el hombre era impulsado violentamente hacia atrás y caía al suelo pataleando, retorciéndose.
Se produjo un breve silencio, hasta que un SAS dio un paso adelante y con aire de pura formalidad disparó de nuevo, dos veces, a la nuca del hombre caído.
La lluvia corría por la cara de una Liz anonadada e inmóvil, hasta que Mackay la sujetó por los brazos y la hizo volver para que no viese la escena. Luchó por liberarse, sintiendo que la sangre de su rostro se coagulaba y que la lluvia que empapaba su melena se colaba por el cuello deslizándose por su espalda. Casi lloraba de rabia.
– ¿Te das cuenta… te das maldita cuenta de lo que habéis hecho?
Mackay respondió con infinita paciencia:
– Liz, sé realista.
64
Pisadas. No le importaban, no eran su problema. Empezó a dormirse otra vez, pero oyó una voz lejana mencionar su nombre. Después, más pisadas.
Liz abrió los ojos a regañadientes. No podía recordar dónde se encontraba, pero, por la luz que se filtraba a través de las delgadas cortinas, dedujo que era casi mediodía. Parpadeó intentando aclararse la visión. El cuarto era espacioso, con paredes pintadas de azul celeste. Entre su cama y la ventana había varios aparatos de acero inoxidable y una bombona de oxígeno sobre un carrito. Tenía un tubo de plástico metido en la nariz, varias almohadas junto a ella, y la mitad superior de su colchón estaba elevado unos cómodos treinta grados sobre la horizontal. En el exterior podía oír -¡sí, podía oír!- el distante zumbido de unos motores de avión.
La niebla de los sedantes se iba desvaneciendo poco a poco. Todo había terminado, Faraj Mansoor y Jean d'Aubigny estaban muertos. Y seguro que ella había perdido para siempre parte de los acontecimientos del día anterior. El estallido de la bomba y la consiguiente onda expansiva se aseguraron de ello. Pero algo sí recordaba con toda claridad, y eso le producía una oscura gratificación: tras presenciar la muerte de Mansoor, se negó a que Bruno Mackay la ayudara a llegar hasta los servicios de urgencias. Logró recorrer por sí sola la mitad de la distancia hasta que cayó de rodillas, y fue un médico de las fuerzas aéreas quien acudió hasta ella con una camilla. Recordó el pinchazo de la aguja en su brazo, las sirenas y las luces azules. Después, el despegue del helicóptero, el hipnótico tamborileo de su rotor y el débil crepitar de la radio del aparato. Después, nada.
Se extrajo el tubo de la nariz. Le dolía la cabeza y en la boca conservaba un espeso regusto a rancio. La temperatura era ambiente y, a pesar de llevar una bata blanca de hospital, de esas que se anudan por detrás, no sentía frío ni calor.
La puerta se abrió y entró una joven rubia con pantalones militares y una camiseta de las fuerzas aéreas norteamericanas.
– ¡Hola! ¿Cómo se encuentra esta mañana?
– … Bien, supongo. -Liz volvió a parpadear, intentando erguirse-. ¿Dónde estoy?
– En Marwell, en el hospital de la base. Soy la doctora Beth Wildor. -Parecía enérgica y tenía unos dientes deslumbrantes.
– Oh… De acuerdo, ¿puedo levantarme?
– ¿Me permite que le haga un reconocimiento rápido?
– Claro.
Durante los siguientes diez minutos, la doctora Wildor le repasó ojos y oídos, comprobó su audición, le tomó la presión y realizó una batería de pruebas, anotando los resultados en una tablilla.
– Tiene un singular poder de recuperación, señorita Carlyle. Anoche, cuando la trajeron, no tenía muy buen aspecto.
– Me temo que no recuerdo mucho de lo que pasó anoche.
– Es por el trauma de la explosión. Probablemente nunca recuperará algunos recuerdos, pero en este caso quizá no sea algo negativo.
– ¿Murió alguien?
– ¿Aparte de los terroristas, quiere decir? No. Tenemos heridos, pero ninguna baja definitiva.
– Gracias a Dios.
– Exactamente. Usted es policía, ¿verdad?
– Ministerio del Interior. ¿Puedo levantarme ya?
– Creo que debería tomárselo con calma. ¿Por qué no recibe a su visita? Ya hablaremos cuando acabe mi ronda.
– ¿Tengo una visita?
– Sí, por supuesto -dijo con una sonrisa de complicidad que dejó al descubierto todos sus dientes-. Y parece muy preocupado por usted.
– Si se llama Mackay, no tengo ganas de hablar con él.
– Creo que no es ése el nombre que me dio. Era… -echó un vistazo a la tablilla- un tal Wetherby.
– ¿Wetherby? -Sintió una inexplicable sensación de sorpresa-. ¿Está aquí?
– Está esperando en la puerta. -Dirigió a Liz una mirada de complicidad-. ¿Le digo que es bienvenido?
– Muy bienvenido -respondió Liz, intentando sin éxito borrar la sonrisa de su rostro.
– Está bien. ¿Quiere que le dé un par de minutos para refrescarse un poco?
– Quizá debería.
– Le daré cinco.
Cuando la doctora Wildor salió del cuarto, Liz bajó los pies al suelo y caminó lentamente hasta el cuarto de baño. Se sentía algo mareada y quedó sorprendida ante el rostro que la miró desde el espejo. Parecía cansado y llevaba una máscara oscura alrededor de los ojos como consecuencia de la explosión. Hizo lo que pudo con el contenido envasado al vacío de un pequeño neceser que encontró junto a la cama, y sintiéndose ligeramente absurda y tramposa, adoptó en la cama una postura lo más decorosa posible.
Wetherby traía un ramo de flores. Ella nunca se habría imaginado algo así, pero allí estaba, con un ramillete de flores semitropicales.
– ¿Puedo… hum, puedo dejar esto en algún lado? -preguntó, mientras miraba ceñudo alrededor.
– En el lavabo, quizá. Son preciosas, gracias.
– ¿Cómo se siente? -se interesó, dándole la espalda desde el cuarto de baño.
– Mejor de lo que parezco.
Él regresó y se sentó, algo tenso, en una esquina de la cama.
– Pues parece… En fin, me alegro de que no fuera peor.
De repente, Liz se dio cuenta que ir de visita a un hospital era algo habitual en la vida de Wetherby, y se sintió un poco incómoda por parecer una heroína trágica cuando en realidad no parecía tener nada grave.
– Me han dicho que no hemos sufrido ninguna baja…
– El comisario Whitten está en la habitación de al lado. Fue alcanzado por metralla (creen que procedente de la caja metálica donde transportaban la bomba) y ha perdido un poco de sangre. Un par de soldados tienen cortes diversos, algunos graves, y por último tenemos media docena de afectados por la onda expansiva de la explosión, como usted. Pero afortunadamente no ha habido muertes. Algo que, en gran parte, se lo debemos a usted.
– Bueno, no nos hemos quedado cortos de cadáveres en este asunto. Usted sabía lo de Mansoor, ¿verdad? Usted sabía quién era realmente…
Él la miró y enarcó una ceja.
– ¿Le apetece desayunar mientras hablamos?
– Mucho.
– Pediré que traigan algo. ¿Qué prefiere?
– Prefiero vestirme e ir al comedor, la cantina o como lo llamen. Odio comer en la cama.
– ¿Puede levantarse? No me gustaría hacer enfadar a esa doctora de la dentadura de anuncio.
– Nos arriesgaremos.
Liz sonrió, consciente de lo extraño del protocolo que impedía que utilizasen los nombres propios de cada uno. Impulsada por una repentina efervescencia, bajó de la cama y giró sobre sí misma buscando su ropa.
Wetherby miró al suelo con irónica caballerosidad, y se encaminó hacia la puerta.
Ella lo miró extrañada, hasta que recordó que su bata estaba prácticamente abierta por la espalda y entonces soltó una risita maliciosa. Quizá no estaba recuperada del todo.