– Sólo quería saber en qué acaba su relato -dijo Cecilia, pasando por alto el incidente-, pero sigo sin ver qué relación hay entre una familia cantonesa y una española que ve duendes.
– Porque falta la tercera parte de la historia -afirmó la mujer.
Lágrimas negras
El camino que conducía a la quinta estaba custodiado por todo tipo de árboles. Naranjales y limoneros perfumaban la brisa. Las guayabas maduras estallaban al caer, hartas de esperar por alguien que las recogiera en su rama. En ciertos tramos, los sembrados de maíz arañaban la tarde con sus afiladas hojas.
Aunque no había cesado de llorar, Caridad contemplaba el paisaje con una mezcla de curiosidad y admiración. Ella y varios esclavos más habían recorrido la distancia que separaba Jagüey Grande de esos parajes. Pero la niña no lloraba porque hubiera dejado atrás a su antiguo amo, sino porque en el ingenio habían quedado los restos de su madre.
Dayo -como fuera conocida entre los suyos- había sido secuestrada por unos hombres blancos cuando aún vivía en su lejana costa selvática de Ifé, a la que los blancos llamaban África. Por esa razón Caridad nunca supo quién fue su padre; la propia Dayo no lo sabía. Sirvió como mujer a tres de ellos durante la travesía hacia Cuba. Después fue vendida al dueño de un ingenio en la isla, donde dio a luz a una extraña criatura con piel de tonalidades lácteas.
Poco antes del parto, Dayo fue bautizada como Damiana. Años más tarde le explicó a su hija que su verdadero nombre significaba «la felicidad llega», porque eso había sido ella para sus padres: una gran dicha tras muchas peticiones a Oshún Fumiké, que concede hijos a las mujeres estériles. A Damiana también le hubiera gustado ponerle a su bebé un nombre africano que le recordara su tribu, pero sus amos no se lo permitieron. Sin embargo, la belleza de la niña era tan grande que decidió llamarla en secreto Kamaria, que significa «como la luna», porque así era su bebé de radiante. Pero ese nombre sólo lo usó en la intimidad. Para sus amos, la niña siguió siendo Caridad.
Madre e hija tuvieron suerte: nunca fueron enviadas a la plantación. Como Damiana tenía abundante leche, fue destinada a amamantar a la hija del amo, que acababa de nacer. Y cuando Caridad creció un poco, pasó a servir en las habitaciones de la señora, una mujer sonriente que le daba monedas por cualquier motivo, de manera que madre e hija empezaron a hacer planes para comprar su libertad. Por desgracia, el destino alteró sus planes.
Una epidemia que asoló la zona, durante el verano de 1876, mató a decenas de habitantes de la región, negros y blancos por igual. De nada valieron los cocimientos de hierbas, ni los sahumerios medicinales, ni las ceremonias que los negros hacían a escondidas: amos y esclavos sucumbieron a la fiebre. Caridad perdió a su madre, y el amo a su mujer. Sin ánimo para soportar la visión de la esclavita que le recordaba a su difunta esposa, el hombre decidió regalarla a un primo que vivía en una finca del naciente barrio habanero de El Cerro.
La muchachita se preparó para lo peor. Nunca antes había servido fuera de la casa y no estaba segura de que ahora tuviera iguales privilegios. Se imaginó trabajando de sol a sol, toda mugrienta y quemada, sin más ánimos en la noche que para emborracharse o cantar.
Caridad no sabía que iba a una quinta de recreo, un sitio destinado al reposo y a la contemplación. Observaba con recelo las haciendas junto a las cuales pasaba su carromato: palacetes de ensueño, rodeados de jardines y protegidos por árboles frutales. Por un instante olvidó sus miedos y prestó oídos a la conversación de dos capataces que guiaban el carromato.
– Ahí vivió doña Luisa Herrera antes de casarse con el conde de Jibacoa -decía uno-. Y aquélla es la casa del conde de Fernandina -indicó hacia otra mansión, adornada por un jardín lateral y un poderoso frontón al frente-, famosa por las estatuas de sus dos leones en la entrada.
– ¿Qué pasó con ellas?
– El marqués de Pinar del Río las copió para ponerlas a un costado de su casa, así es que el conde se cabreó y mandó a retirar las originales. Mira, ahí están los leones del marqués…
Aunque su vida hubiera dependido de ello, Caridad nunca habría podido describir la majestuosidad de la verja custodiada por aquellos dos animales -uno dormido, con su cabeza descansando entre las patas, y el otro aún soñoliento-; tampoco habría sabido dar una descripción exacta de los vitrales elaborados con rojos sangrientos, azules profundos y verdes míticos, ni de las rejas bordadas que protegían los ventanales, ni de las columnas de esplendor romano que resguardaban el portal. Carecía de vocabulario para eso, pero su aliento se detuvo ante tanta belleza.
– Esa es la finca del conde de Santovenia -dijo el hombre, desviándose un poco para que su acompañante pudiera ver mejor.
Caridad estuvo a punto de lanzar un grito. La mansión era un sueño esculpido en mármol y cristal donde se multiplicaban la luz y los colores del trópico, una maravilla de jardines que se perdían en el horizonte, con sus juegos de agua que murmuraban en las fuentes y sus estatuas blanquísimas que refulgían como perlas bajo el sol. Nunca había visto algo tan hermoso, ni siquiera en esos sueños donde paseaba junto a las murallas de piedra y los laberintos misteriosos, perdidos en la selva donde viviera su madre, quien le contara cómo había vagado entre esas ruinas cuando era niña.
Pronto perdieron de vista la mansión y se dirigieron a otra de fachada más austera. Al igual que muchas familias adineradas, los Melgares-Herrera se habían hecho construir un palacete con la esperanza de escapar a la vida citadina, cada vez más agitada y promiscua, repleta de comercios y vendedores que pregonaban a toda hora sus mercancías, con sus casas de huéspedes que albergaban a viajeros o negociantes provenientes de provincia, y sazonada de delitos y crímenes pasionales que enlutaban la prensa.
La quinta de José Melgares era famosa por sus fiestas, como la celebrada años atrás en honor a la boda de la niña Teresa, fruto de su unión con María Teresa Herrera, hija del segundo marqués de Almendares. El mismísimo gran duque Alejo de Rusia había estado entre los asistentes.
Ahora el carromato entraba a la hacienda con su carga de esclavos. Asustados los unos, resignados los otros, el grupo fue conducido de inmediato ante doña Marité, como llamaban a la señora sus allegados. La mujer salió al umbral mientras los esclavos permanecían a cierta distancia. Después de observarlos unos segundos, avanzó hacia ellos. A cada paso, su vestido crujía con un frufrú inquietante que no apaciguó el nerviosismo de los cautivos.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó a la única adolescente del grupo.
– Kamaria.
– ¿Eso es un nombre?
– Fue el que me dio mi madre.
Doña Marité estudió a la muchacha, intuyendo algún dolor tras aquella desafiante respuesta.
– ¿Dónde está?
– Muerta.
El temblor de su voz no pasó inadvertido para la mujer.
– ¿Cómo te llamaban los señores de la otra hacienda?
– Caridad.
– Bueno, Caridad, creo que voy a quedarme contigo. -Y agitando su abanico de encajes, apuntó con él a dos niños que no habían dejado de agarrarse las manos en todo el viaje-. Tomás -se dirigió a uno de los hombres que los había conducido hasta allí-, ¿no hacían falta jardineros y alguien más en la cocina?
– Creo que sí, ama.
– Pues ocúpate de eso. Ustedes -dijo a la jovencita y a los niños-, vengan.
Dio media vuelta y echó a andar. La muchacha tomó de la mano a los pequeños y los condujo tras la señora.
La casa había sido construida en torno a un patio central rodeado de galerías. Pero a diferencia de otros palacetes similares, estas galerías eran corredores cerrados y no pasillos abiertos al patio. Sin embargo, las amplias persianas francesas y los ventanales de diseños geométricos permitían el paso de la luz y la brisa, que iluminaban y refrescaban las habitaciones.