Florencio sintió que el corazón se le salía del pecho.
– Cachita y yo… -calló al darse cuenta de que nunca antes había usado aquel apodo frente a otros-. Caridad y yo queremos casarnos. Tenemos dinero para comprar nuestra libertad.
Don Carlos alzó la vista del periódico.
– Ya es tarde, hijo.
– ¿Tarde? -Florencio sintió que las rodillas le temblaban-. ¿Qué quiere decir su mercé? ¿Tarde para qué?
Don Carlos blandió el periódico bajo las narices del esclavo.
– Para comprar la libertad de nadie.
A sus espaldas, Florencio escuchó un roce de sayas almidonadas. Caridad se recostaba a la pared, más pálida aún que su ama. Él fue a socorrerla, mientras doña Marité daba gritos a otra esclava para que acudiera con las sales.
– ¿Por qué es tarde, su mercé? -preguntó Florencio con la vista empañada por las lágrimas-. ¿Por qué no podemos comprar nuestra libertad?
– Porque desde hoy sois libres -respondió el hombre, arrojando el periódico a un rincón-. Acaban de abolir la esclavitud.
Caridad y Florencio se mudaron a esa zona de la capital que veinte años atrás fuera de intramuros. Todavía la nobleza criolla ocupaba los grandes palacetes cercanos a la catedral y a sus plazas aledañas, pero ya se iban abriendo paso todo tipo de negocios, pertenecientes a plebeyos emprendedores y sin grandes capitales… muchos de ellos, antiguos esclavos que, como la joven pareja, contaban con algún dinero.
Florencio había buscado mucho por la zona de Monserrat, previendo el paso creciente de transeúntes hacia las nuevas barriadas de extramuros. Cerca de la plazuela, compró un local de dos pisos. La pareja se fue a vivir en la planta alta y convirtió la planta baja en una taberna, que también vendería productos de ultramar.
Nada parecía empañar la tranquilidad, excepto que el tiempo pasaba y Caridad se sentía cada vez más inquieta por la ausencia de un hijo. Año tras año ensayaba cuanto método de preñez le recomendaban, sin resultado alguno. Pero ella no desistía. De cualquier manera fueron años buenos, aunque difíciles; prósperos, pero angustiosos. Nada parecía seguro. Caridad prodigaba paciencia, en espera de su ansiada maternidad, y Florencio tuvo que derrochar encanto y habilidad en su negocio. Muchas veces se sentaba a tomar algún trago con los paisanos.
– Flor, ¿puedes venir un momento? -le llamaba Caridad, mientras fingía buscar algo detrás del mostrador; y cuando él se acercaba, lo alertaba-: Ya vas por el tercer trago.
Algunas veces Florencio atendía a su llamado, pero en otras ocasiones se justificaba.
– Don Herminio es un cliente importante -le decía-. Déjame terminar esta copa y ya vuelvo.
Pero los clientes importantes iban en aumento, y también la cantidad de copas que Florencio consumía a diario. Caridad lo veía, y a veces lo dejaba… hasta un día en que su vientre por fin comenzó a crecer. Ya no podía estar tan pendiente de su marido, absorta en bordar pañales y mantillas para el futuro bebé; y cuando bajaba al salón, nunca podía decir cuántos tragos se había bebido el hombre.
– Flor -lo llamaba ella, acariciándose el vientre.
Él se levantaba de la mesa malhumorado.
– ¿No puedes quedarte tranquila? -le chillaba tras la cortina que separaba el almacén del local lleno de clientes.
– Sólo quería decirte que ya has bebido…
– ¡Ya lo sé! -gritaba él-. Déjame atender a la gente como es debido.
Y salía con una gran sonrisa a servirse el siguiente trago. Caridad regresaba a su cuarto con aire de pesar, incapaz de entender por qué el buen carácter de su esposo se había agriado si el negocio parecía ir tan bien. La clientela se volvía cada vez más distinguida porque Florencio había sabido atender los reclamos de sus paisanos que muchas veces llegaban preguntando por cosas que él no tenía: medias negras berlinesas, jabones de Helmerich contra la sarna y la tina, piqué crudo de Viena, jarabe de Tolú, arreos para quitrín, elixires dentífricos, agua de Vichy… El nerviosismo que le provocaban sus deberes estaba más allá del entendimiento de su mujer.
– Precisamente está a punto de llegarme un cargamento -mentía con su mejor sonrisa-. ¿Adónde quiere vuestra señoría que le avise?
Anotaba la dirección y dejaba el negocio al cuidado de su mujer para recorrer los comercios de la ciudad en busca de algo semejante. Una vez que hallaba la mercancía, compraba varias muestras para regatear un descuento y, al día siguiente, le avisaba al cliente. A partir de ese día, exhibía el nuevo producto y, si se vendía bien, mandaba a buscar más.
La fama de su establecimiento traspasó los límites del vecindario y se expandió en ambas direcciones, llegando hasta la plazuela de la Catedral -el corazón oriental de intramuros- y más allá de las semiderruidas murallas, en pos de las estancias occidentales. De vez en cuando aparecía por allí alguno que otro conde o marqués, deseoso de obsequiar a su novia unas cuantas varas de telas orientales o algún chal de Manila.
El mal carácter de Florencio aumentaba en proporción al crecimiento de su negocio. Caridad pensaba que quizás el espíritu de su hombre no había estado preparado para tanto trasiego y recordaba con añoranza su vida en la quinta, cuando ella era lo único que le importaba. Ahora apenas la miraba. Todas las noches subía las escaleras arrastrando pesadamente los pies y se dejaba caer sobre la cama, casi siempre borracho. Ella se acariciaba el vientre y sus lágrimas fluían en silencio.
Cierta mañana en que ella regresaba del mercado, decidió entrar a su casa atravesando la taberna, en vez de usar la escalera lateral. Florencio estaba sentado ante una mesa, secundado por la algarabía de varios hombres que le animaban en su empeño por beber vaso tras vaso de aguardiente. A cada nuevo vaso, más monedas se agrupaban frente a él.
– ¡Vaya! Se ve que aquí saben divertirse de verdad -comentó una voz agradable a sus espaldas-. Y esto sí que no me lo habían contado.
Caridad se volvió. Una mulata tan clara que hubiera podido pasar por blanca contemplaba el jolgorio desde la calle. Al parecer acababa de bajarse de una volanta, cuyo conductor aguardaba por ella. Caridad sólo tuvo tiempo para echar una breve ojeada a la desconocida. Aunque la madurez había dejado huellas en su rostro, las curvas de su vestido escarlata delataban un cuerpo sorprendentemente joven.
– ¿También vienes a divertirte? -preguntó la desconocida.
– Es mi marido -respondió Caridad con un nudo en la garganta, señalando a Florencio.
– ¡Ah! Vienes a buscar al palomo que se fue de casa…
– No. Ésta es mi casa. Ésta es nuestra taberna.
La mulata contempló a Caridad y, por primera vez, pareció reparar en su estado.
– ¿Te falta mucho? -preguntó haciendo un leve gesto hacia el vientre.
– No creo.
– Bueno, ya que eres la dueña y que tu marido anda tan ocupado, me imagino que puedes atenderme… Necesito jabón de ácido fénico. Me dijeron que aquí tenían.
– No sé. Mi marido es quien se ocupa de la mercancía, pero puedo mirar.
Caridad atravesó el salón y se metió en el almacén posterior. Al cabo de unos instantes, asomó la cabeza tras la cortina de saco y preguntó a la desconocida:
– ¿Cuántos necesitas?
– Cinco docenas.
– ¿Tantos? -replicó ingenuamente-. Éstos no son para uso diario, sino contra las epidemias.
– Ya lo sé.
Caridad la miró fijamente como si quisiera recordar algo, pero al final volvió a esconderse tras la cortina. Desde la acera, la mujer le hizo señas al conductor para que acercara más el carruaje mientras ella se abanicaba con violencia. Un momento después, Caridad salió del interior arrastrando trabajosamente una caja, pero no pudo avanzar mucho. Sintió una punzada en el bajo vientre que la hizo saltar como si le hubieran dado un latigazo. Miró hacia la calle, pero la mujer parecía ensimismada en la contemplación de algo que ocurría en la esquina. Se volvió a su marido, que seguía ajeno a su presencia. Con dificultad, se abrió paso en medio del grupo.