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– Flor, necesito que me ayudes.

El hombre la miró apenas y tomó otro vaso de la mesa.

– Flor…

Había seis vasos vacíos ante él. Uno más ahora. Siete.

– Flor. -Detuvo su brazo en el instante en que se llevaba el octavo a los labios.

De un formidable empujón, la derribó al suelo. Ella gritó de dolor mientras la algarabía de los hombres disminuía al darse cuenta de lo ocurrido. La desconocida fue a socorrerla.

– ¿Estás bien?

Caridad sacudió la cabeza. Gruesas lágrimas resbalaban por su rostro. Se levantó, ayudada por la mujer y uno de los hombres.

– Deja -la atajó la desconocida, cuando vio que pretendía volver a arrastrar la caja-. Llamaré al conductor para que lo haga. ¿Cuánto es todo?

La mujer pagó lo que le dijeron y salió, no sin antes echarle una mirada que a Caridad se le antojó de lástima. Los gritos habían disminuido después del altercado y muchos parroquianos se marcharon, pero Caridad no prestó atención a nada más. Se dirigió al piso alto, apoyándose en la baranda.

Esa noche, Florencio subió tambaleándose y penetró en el dormitorio. Un vaho denso y desagradable golpeó su olfato.

– Coño, mujer, ¿no puedes abrir las ventanas?

Un vagido extraño llenó la habitación. Florencio fue hasta el rincón donde apenas alumbraba una vela. Su mujer estaba echada sobre la cama, con un bulto que apretaba contra su pecho. Sólo entonces Florencio supo que el olor que flotaba en la habitación era sangre.

– ¿Cachita? -la llamó por primera vez en mucho tiempo.

– Es una niña -murmuró ella con un hilo de voz.

Florencio se acercó a la cama. La vela le temblaba tanto que Caridad se la quitó de las manos y la colocó sobre la mesa de noche. Despacio, el hombre se inclinó sobre la cama y contempló a la criatura dormida, sujeta aún al pecho de su madre. La niebla que anegaba su cerebro se esfumó. Vagamente recordó los términos de una apuesta, los vasos que alguien le llenaba, las bromas, el gemido de una mujer…

– No llamaste. No… -se echó a llorar. Caridad le acarició la cabeza. Y no dejó de hacerlo durante las dos horas que estuvo arrodillado, pidiéndole perdón.

Al día siguiente no quiso probar la bebida, ni al otro, ni siquiera al tercero, aunque varios habituales trajeron a un contrincante dispuesto a derrotar al mascavidrios más famoso de la zona. Pese a su súbita abstención, el apodo que ya le gritaban los muchachos del barrio no decayó. Ninguno quiso aceptar sus propósitos de redención, pero Florencio decidió no hacer caso. Otras ideas ocupaban su mente.

Con la llegada de María de las Mercedes, ahora tendría más bocas que alimentar. Supo que la reputación del negocio había mermado debido a sus continuas borracheras, y decidió recuperarla. Durante los meses siguientes, trabajó más que nunca. Si desde el inicio se había empeñado en que su establecimiento tuviera un buen surtido de mercancías, ahora decidió que sería el mejor. Contrató a un empleado para que atendiera el negocio cuando él iba al puerto en busca de artículos raros o curiosos. La Flor de Monserrat volvió a convertirse en un punto de referencia para viajeros y caminantes que buscaban direcciones. El lugar se hizo tan conocido que pronto se usó como guía.

Pero la ciudad crecía y el número de comercios también. Nuevas familias y nuevos barrios se establecieron en los suburbios de extramuros. Florencio sospechó que no podría competir con los negocios que prosperaban al otro lado de las antiguas murallas. Tras mucho pensar en la forma de llegar a los clientes más alejados, se le ocurrió que su peón llevara mercancías de puerta en puerta, con un gran letrero que indicara el nombre y la dirección de su establecimiento. La idea no era suya, por cierto. Semanas atrás había visto el carromato de Torcuato, un antiguo calesero que tenía fama de pendenciero y al que apodaban Botija Verde, con un letrero que decía:

SIÑÓ TOCUATO,

VINOS FINO, SIDRA I VELMU

Insistió en que su empleado tomara la Calzada del Monte y llegara hasta las alejadas quintas de El Cerro, con muestras de telas y otros artículos semejantes. Pronto comenzó a recibir encargos que a veces él mismo se ocupaba de llevar. Durante los cuatro años siguientes, todo fue un ir y venir por aquellas barriadas que iban creciendo a ojos vistas. La ciudad perdía los restos de sus murallas y se expandía como un monstruo maravilloso y múltiple. Florencio hubiera podido recorrerla con los ojos cerrados y, de paso, recitar a algún viajante los pormenores de su vida social.

– ¿A que no sabes quiénes se han mudado a la plaza de la Catedral? -preguntó un día a su mujer.

– ¿Quiénes?

– Don José y doña Marité.

– ¿Estás seguro?

Su marido asintió sin dejar de comer.

– ¿En cuál palacio? -insistió ella, recordando sus días al servicio de los Melgares-Herrera.

– Donde antes vivía el marqués de Aguas Claras -le aclaró después de tragar.

– ¿Y la quinta?

– Está en venta.

– ¿Por qué habrán hecho eso? Falta de dinero no será, si se han mudado a ese sitio…

– Dicen que el conde de Fernandina quiere comprarles la hacienda.

– ¿Y la suya?

– Yo creo que no quiere verle más la jeta a don Leopoldo. Desde que el marqués le copió los leones, lo tiene atravesado en el gaznate como un hueso de gallina.

– Eso fue hace años.

– Hay cosas que los ricos no perdonan.

– Bueno, ahora doña Marité estará más cerca. ¿Crees que nos comprará algo?

– Voy a llevarle una muestra de los piqués franceses.

Fue entonces cuando su único empleado decidió marcharse. En lugar de contratar a otro, Caridad le dijo a su marido que ella se encargaría del local y, pese a la resistencia de Florencio, terminó por convencerlo. La pequeña Meche ya tenía edad suficiente para acompañarla.

– Este sitio siempre me sorprende -dijo una voz desde la puerta, a la semana siguiente de comenzar a trabajar-. Ya veo que ña Caridad decidió ocuparse.

Alzó la vista y vio una figura que le pareció conocida.

– ¿Hay jabones de ácido fénico? -preguntó la mujer, avanzando desde la calle.

Pese a que había transcurrido bastante tiempo desde su único encuentro, Caridad recordó a la desconocida que había llegado a la tienda con tan raro encargo, la tarde en que naciera su hija.

– Necesito cinco docenas -dijo la mujer, sin esperar respuesta-. Pero no voy a llevarlos conmigo ahora. Dile a don Floro que los envíe a ña Cecilia, a la dirección de siempre… Le pago cuando despache.

La mujer dio media vuelta para salir, pero tropezó con un negro malencarado que entraba.

– ¿Tá Florencio? -preguntó él con voz tan estentórea que la niña lo miró asustada.

– No, tuvo que ir a…

– Pue dale mi recao. Dile que Tocuato ástao aquí, y que no se meta conmigo poqque no será mi primé muettecito.

– ¿Qué le ha hecho mi marido? -atinó a musitar Caridad.

– Me tá quitando clientela. Y eso no pué pemmitilo…

– Mi marido no le quita clientes a nadie. Él sólo trabaja…

– Me tá quitando clientela -repitió el negro-. Y a Botija Verde naiden le pone pie alante.

Y salió como mismo había entrado, dejando a Caridad con el corazón en la boca.

– Ándese con cuidado -escuchó-. Ese negro es peligroso.

No había notado que doña Cecilia permanecía junto a la puerta.

– Mi marido no le ha hecho nada a ese hombre.

– Eso no le importa a Botija Verde. Basta que él crea lo contrario.

Le volvió la espalda y sólo se detuvo un momento ante la criatura que la miraba con ojos desmesuradamente abiertos.

– Es muy chula -comentó antes de salir.

Esa noche, cuando Florencio regresó de su recorrido, Caridad ya había dado de comer a la niña y lo aguardaba ansiosa.