– Tengo un recado… -comenzó a decir ella, pero se interrumpió al notar la expresión de su rostro-. ¿Qué pasa?
– El conde de Fernán dina va a dar una fiesta. ¿Sabes dónde?
Su mujer se encogió de hombros.
– En la quinta de los Melgares.
– ¿Por fin compró la hacienda?
– ¡Aja! Ahora quiere homenajear a esos príncipes de los que tanto se habla.
– ¿Eulalia de Borbón? -preguntó Caridad, que estaba al tanto de los últimos acontecimientos sociales.
– Y su marido, Antonio de Orleáns… El conde quiere hacer un sarao a todo trapo. ¿Y quién crees que le venderá el cargamento de velas y de bebidas que necesita? -Hizo una reverencia-. Servidor.
– No tenemos velas para tanto caserón. Y no creo que los toneles sean…
– Ya lo sé. Mañana me voy al puerto de madrugada.
Caridad empezó a servirle la cena.
– Torcuato vino a buscarte.
– ¿Aquí?
– Está furioso.
– ¡Ese negro!… Ya me ha mandado varios recaditos. No pensé que se atreviera a venir aquí.
– Debes tener cuidado.
– Es un bocón. No hará nada.
– A mí me da miedo.
– No pienses en eso -dijo él, atragantándose con un pedazo de pan-. ¿Pasó alguien más?
– Sí, una señora que encargó cinco docenas de jabones…
– Ña Ceci. Siempre compra lo mismo.
– ¿Para qué quiere tantos jabones? ¿Tendrá una lavandería?
– ¿Y Mechita? -la interrumpió Florencio.
Caridad olvidó su pesquisa para concentrarse en los progresos de su hija que ya comenzaba a conocer las letras. No era mucho lo que Caridad podía enseñarle, pero sí lo suficiente para que la niña comenzara a deletrear sus primeras palabras.
La fiesta en casa del conde fue uno de los grandes sucesos de la ciudad. La fastuosidad de la vajilla y de los adornos, el ajuar de los asistentes, la magnificencia de los manjares -todos los elementos que contribuyen a dar realce a un evento semejante- habían sido cuidados hasta el último detalle. Y no era para menos. Dos representantes de la corte española serían los homenajeados. La propia princesa de Borbón escribiría más tarde en su diario secreto: «La fiesta que en mi honor dieron los condes de Fernandina me impresionó vivamente por su elegancia, su distinción y su señorío, todo bastante más refinado que en la sociedad madrileña». Y después recordaba cómo los había conocido cuando era niña, en casa de su madre, pues eran frecuentes invitados al palacio de Castilla, impresión especial dejó en la princesa ¡a hermosura de las criollas. «Había oído ponderar la belleza de las cubanas, su señorío, su elegancia y, sobre todo, su dulzura; pero la realidad superó en mucho a lo que había imaginado.»
En medio de tanto lujo, quizás la infanta pasara por alto el brillo de los centenares de velas que iluminaban los salones y los corredores más apartados de la mansión. Pero Florencio observó su efecto antes de partir. Desde la calzada era posible percibir la vaharada multicolor de los vitrales. El portal custodiado por ciclópeas columnas se incendiaba de resplandores, como si la piedra hubiera adquirido una cualidad traslúcida… Y acaso la princesa tampoco reparara en las sidras y los tintos que habían contribuido a encender aún más las sonrosadas mejillas de las habaneras, que los consumían a granel.
Florencio había pasado dos días transportando toneles y cajas de velas. Ahora que en el cielo apenas quedaban algunas franjas violetas de luz solar, emprendió el regreso a su casa. Varios carruajes se cruzaron con el suyo mientras se alejaba, y transcurrió bastante rato antes que dejara de escuchar el sonido de la música. Las monedas le pesaban en el saquito que llevaba dentro de la camisa. Acarició el mango de su machete y azuzó al caballo.
Mientras memorizaba los accidentes del camino, iba pensando en lo que haría con aquel dinero. Hacía tiempo acariciaba una idea y creyó que, por fin, había llegado el momento; vendería su local y compraría otro en un sitio mejor de la ciudad.
Las luces de los faroles callejeros le guiaron en el trayecto final hacia intramuros. Rodeado de un ambiente conocido, tras recorrer aquella calzada inhóspita, comenzó a canturrear mientras se bajaba del carretón y forcejeaba con el caballo para hacerlo entrar al improvisado zaguán lateral de su tienda. Un chirrido inusual captó su atención. Reparó entonces en que la puerta del almacén estaba abierta.
– ¿Cacha? -llamó, pero no recibió respuesta.
Dejó el caballo con los arreos puestos y se acercó con sigilo, alzando el farol de su carromato.
Caridad sintió el tropelaje del forcejeo y el ruido de un estante que se desplomaba. Bajó corriendo, vela en mano, sin acordarse de agarrar el machete que Florencio siempre dejaba bajo la cama. Cuando llegó, apenas se dio cuenta del desorden que reinaba en la tienda porque casi enseguida tropezó con un obstáculo que le cerraba el paso. Levantó la vela y se inclinó. El suelo estaba cubierto de cristales rotos, pero sus ojos sólo pudieron ver el charco oscuro que crecía bajo el agonizante cuerpo de Florencio.
SEGUNDA PARTE. Dioses que hablan el lenguaje de la miel
TENGO UN CHINO ATRÁS:
Expresión común en Cuba para indicar que a alguien lo persigue la mala suerte. Su origen pudiera ser la creencia de que la brujería china es tan fuerte que nadie puede anular o destruir sus «trabajos», como puede hacerse con la africana.
En la isla también se dice que alguien «tiene un muerto atrás» para indicar que la desgracia persigue a una persona, pero «tener un chino atrás» significa una fatalidad aún peor.
Por qué me siento sola
Cecilia se adentró por el antiguo camino, ahora pavimentado, que conducía a la playita de Hammock Park. A su izquierda, una pareja de cisnes flotaba ingrávidamente sobre las aguas verdes de una laguna, pero ella no se detuvo a contemplarlos. Siguió hasta la caseta de peaje, pagó la entrada y condujo hacia la playa. Cuando vio el letrero del restaurante, buscó dónde aparcar y después se dirigió a la puerta.
Su excursión había sido una corazonada. En lugar de ir a la librería, como le recomendara Gaia, había decidido indagar en el sitio de la segunda visión. No tuvo dificultad en encontrar lo que buscaba; Bob, el trabajador más viejo del lugar, tenía casi sesenta años y ahora era el administrador allí, aunque había comenzado siendo camarero.
El hombre no sólo conocía la leyenda de la casa fantasma, sino que había escuchado los testimonios de varios empleados que tropezaron con ella. Lo curioso era que los vecinos más antiguos de la zona no recordaban haber oído hablar de las apariciones hasta fecha relativamente reciente.
– Algo debe de haber disparado ese fenómeno -aseguró el viejo-. Cuando surgen esas cosas es porque reclaman o buscan algo.
Aunque nunca pudo ver la casa ni sus ocupantes, estaba convencido de su existencia. Era imposible que tantas personas coincidieran en los mismos detalles. Todos describían la aparición como un chalet playero de dos pisos, coronado por un techo de dos aguas, semejante a las primeras construcciones que se hicieran en Miami un siglo atrás. Sin embargo, sus misteriosos inquilinos llevaban ropas de épocas más recientes. Y era sólo aquí donde diferían las historias. Algunos daban razón de dos ancianos: ella, con un traje de flores, y él, con una jaula vacía en las manos. Otros añadían una segunda mujer. Quienes las habían visto juntas, aseguraban que eran madre e hija, o quizás hermanas. La aparición masculina, sin embargo, no parecía tener ningún vínculo con ellas. Ni siquiera reparaba en su presencia. Lo mismo ocurría por parte de ellas. Intrigado, Bob había pasado más de una noche en vela con la esperanza de ver algo, pero nunca tuvo suerte.