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Una fría mañana de otoño, llegó una carta donde Síu Mend anunciaba su regreso. Kui-fa pareció abrirse como la flor de su nombre. No en vano el altar de los Tres Orígenes era el más cuidado de todos. Ella misma se encargaba de atenderlo, pues conservar la buena fortuna no era algo que podía dejarse al azar, y Mey Ley estaba demasiado vieja y olvidaba con facilidad las cosas.

Por primera vez en cinco años, Kui-fa desplegó una actividad febril. Acompañada por una sirvienta fue al pueblo y compró varios paquetes de incienso, un pote de la mejor miel y centenares de velas. También encargó ropa nueva para ella, para Pag Li, para su marido y para Mey Ley.

Mucho antes de que comenzaran los preparativos para el Festival de Invierno, los altares de la familia Wong ya resplandecieron con el brillo de los cirios y las flores. Los rezos de las mujeres se esparcieron en el aire invernal, rogando por otro año de salud y prosperidad. Kui-fa se acercó al altar del Dios del Hogar y untó sus labios con néctar de las colmenas del norte. Ese era el lenguaje que hablaban y entendían los dioses; la miel dulce y las flores olorosas, el humo del incienso y las ropas de colores alegres que los humanos les ofrecían cada año. Mucha miel le regaló al dios que subiría a las regiones celestes llevando sus chismes y peticiones. Con tantos agasajos, estaba segura de que Síu Mend regresaría sano y salvo.

Todo este ajetreo le proporcionó a Pag Li un respiro. Las clases se suspendieron y, por si fuera poco, ningún adulto tenía tiempo para ocuparse de él. Junto con otros amigos, recorría los campos y se dedicaba a lanzar cohetes y admirar los fuegos artificiales que estallaban en las tardes. Para colmo de regocijos, era la época en que Mey Ley preparaba unas galletas azucaradas que los niños robaban al menor descuido, aun cuando sabían que después la anciana se las regalaría; pero la mitad del placer estaba en hurtar las golosinas y comerlas a escondidas.

Cada noche, Kui-fa se acercaba al altar del dios y le untaba más miel en los labios.

– Cuéntale al soberano del Primer Cielo cómo he criado a mi hijo. Estoy sola. Necesito a su padre.

Y entre el humo del incienso que escapaba de los aromados palillos, el dios parecía entrecerrar los ojos y sonreír.

Una noche, Síu Mend apareció inesperadamente. Venía más quemado por el sol, y con un aire relajado que sorprendió a toda la familia. Durante el tiempo que permaneció en la isla, estuvo en contacto diario con su abuelo Yuang y se encargó de distribuir los primeros cargamentos de velas, estatuas, símbolos de prosperidad, incienso y otros objetos de culto que Weng enviara a La Habana.

Deslumbrado por aquella ciudad de luz, casi olvidó su país. Síu Mend pensaba que era culpa del abuelo, en cuya casa había vivido. El anciano recibía una pensión del gobierno republicano por haber sido mambí -como se les llamaba en Cuba a los insurrectos que pelearan contra la metrópoli española-. Su vida cargada de peligros había contribuido a multiplicar el hechizo.

Cada tarde, la familia se sentaba a escuchar los relatos de Síu Mend sobre esa isla que parecía sacada de una leyenda de la dinastía Han, con sus frutos exóticos y pletórica de seres fascinantes en su infinita variedad. Las historias más interesantes eran las del propio abuelo mambí, que había llegado allí cuando era muy joven y que había conocido a un hombre extraordinario, una especie de iluminado que hablaba con tanto convencimiento que Yuang se le unió en su lucha por la libertad de todos. Así se hizo mambí y vivió decenas de aventuras que le fue contando a Síu Mend, mientras fumaba su larga pipa en el umbral de la casa. Cinco años después de su llegada, llegó el momento de regresar y, dividido entre su reticencia a abandonar aquel país y el deseo de retornar a su familia, Síu Mend se hizo nuevamente a la mar.

Pasó mucho tiempo, y Síu Mend no lograba olvidar la atmósfera salada y transparente de la isla; pero su recuerdo quedó atrapado en las redes silenciosas de su memoria, sofocado por deberes más cercanos. Soplaban vientos nuevos, con noticias de una guerra civil que amenazaba con cambiar el país. También se decía que los japoneses avanzaban desde el oriente. Pero eran rumores dispersos que iban y venían como la época de lluvias, y en la comarca nadie les prestó atención.

De ese modo se aprestaron a recibir un nuevo Año de la Rata. Con dos años más, habría transcurrido un ciclo completo desde que naciera Pag Li y vendría nuevamente otro Año del Tigre. Sólo que el pequeño había nacido bajo el elemento fuego y el próximo ciclo sería de tierra. De cualquier modo, Síu Mend pensó que ya podía comenzar a buscarle esposa. Kui-fa protestó, diciendo que era demasiado pronto, pero él no le hizo caso. Tras muchas dudas y algunas consultas secretas con su tío, decidió hablar con el padre de una de las jóvenes candidatas. Hubo intercambio de regalos entre las familias y votos por el futuro enlace, tras lo cual todos regresaron a ocuparse de sus asuntos en espera del acontecimiento.

Y una tarde llegó la guerra.

Las cañas se alzaban verdemente bajo el sol y los campos se movían como un mar azotado por la brisa. Kui-fa bordaba unas zapatillas en su alcoba cuando escuchó los gritos.

– ¡Ahí vienen! ¡Ahí vienen!

Por puro instinto se lanzó hacia el escondite donde guardaba las joyas, cogió el envoltorio que le cabía en un puño y lo escondió en su ropa. Antes de que los gritos se repitieran, ya había arrastrado a Pag Li hacia la puerta. Su marido tropezó con ella. Venía sudoroso y con la ropa en desorden.

– ¡A los campos! -exclamó con ansiedad.

– ¡Ayíí! -llamó Kui-fa en dirección a la cocina-. ¡Ayíí!

– ¡Déjala! -dijo su marido, mientras la arrastraba hacia fuera-. Debe de haber huido con los otros.

Los primeros disparos brotaron cuando aún se hallaban a un centenar de pasos de las siembras. Después fueron los gritos… lejanos y terribles. Se sumergieron en las cañas cuyas hojas les arañaban los rostros y les cortaban la piel, pero Síu Mend insistió en seguir andando. Mientras más se alejaran, más seguros estarían. La lluvia de disparos creció tras ellos a medida que se internaban en las cañas. Pag Li protestaba por el escozor, pero su padre no le permitió detenerse. Sólo cuando la artillería se convirtió en un vago rumor, Síu Mend los dejó descansar.

Se acomodaron como pudieron entre los matorrales, pero nadie durmió en toda la noche. A ratos escuchaban algún grito. Kui-fa se retorcía las manos de angustia, imaginando a quién pertenecerían las voces, y el niño gimoteaba dividido entre el pánico y las molestias.

– Por lo menos, estamos vivos -decía Síu Mend, tratando de- tranquilizarlos-. Y si eso es así, es posible que los otros también lo estén… Ya los encontraremos.

La luna se alzó sobre sus cabezas; una luna mojada como el rocío que empapaba sus ropas. El frío y la humedad penetraban hasta sus huesos. Abrazando a su hijo, Kui-fa levantó la vista hacia el disco de plata que tanto le recordaba el rostro de Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, y le pareció que todo el cielo lloraba con ella. ¿O era sólo el llanto de la luna lo que anegaba los sembrados? Síu Mend se pegó más a ellos. Así permanecieron los tres hasta que llegó la mañana.

La frecuencia de los disparos había ido menguando hasta desaparecer. Kui-fa respiró con alivio cuando entrevió el disco solar entre las largas y aserradas hojas, pero Síu Mend no les dejó abandonar el refugio. Allí permanecieron todo el día, acosados por los insectos, el hambre y la sed. Sólo cuando el sol descendió de nuevo para ocultarse y las estrellas brillaron en el cielo, Síu Mend decidió que ya era hora.

Llenos de miedo, desandaron sus pasos hasta el borde del sembrado, donde Síu Mend les ordenó que se detuvieran.

– Voy a salir -anunció a su mujer-. Si no regreso, da media vuelta y huye. No te quedes aquí.