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Kui-fa esperó con angustia, temiendo escuchar a cada momento el grito agonizante de su marido, pero sólo le llegó el murmullo de los grillos que volvía a adueñarse del silencio. Recordó las joyas que había guardado en sus ropas. Tendría que hallarles un sitio más seguro. La ausencia de su marido le recordó algo. Sí, había un lugar donde nadie las descubriría…

Los insectos acallaron sus voces con la llegada de la brisa que precede al amanecer. El disco de la luna llena se movió un poco. Hubo más frío y humedad. Una niebla interminable y lacrimosa se elevó sobre sus cabezas. Sopló el fantasma del viento y unos pasos se acercaron entre las cañas. La mujer apretó al niño dormido contra su pecho. Era Síu Mend. Pese a la poca luz, la expresión en su rostro era tan elocuente que Kui-fa no tuvo que preguntar. Cayó de rodillas ante su marido, sin fuerzas para sostener al niño.

– Vámonos -dijo él con los ojos llenos de lágrimas, ayudándola a levantarse-. Ya no hay nada que podamos hacer.

– Pero la casa… -murmuró ella-. Los sembrados…

– La casa no existe. El terreno… es preferible venderlo. Los soldados se han marchado, pero volverán. No quiero quedarme aquí. De todos modos, se lo he prometido a Weng.

– ¿Lo viste?

– Antes de que muriera.

– ¿Y Mey Ley? ¿Y los otros?

En lugar de contestar, Síu Mend tomó al niño de una mano y a ella de la otra.

– Nos iremos a otro sitio -anunció con voz ahogada.

– ¿Adónde?

El hombre la miró un instante, pero ella supo que sus ojos no la veían. Y cuando respondió, su voz tampoco parecía la suya, sino la de un mortal que ansia regresar de nuevo al reino del Emperador de Jade.

– Nos iremos a Cuba.

Te odio y sin embargo, te quiero

Como cada sábado, Cecilia se había ido a caminar por el embarcadero. Contempló el parque lleno de patinadores, parejas con niños, ciclistas y corredores. Era una imagen bucólica y a la vez desoladora. Tantos rostros felices, lejos de animarla, la dejaban con una sensación de aislamiento. Pero no era sólo aquel parque lo que le producía tanta angustia, sino el mundo; todo lo que llamaban civilización. Sospechaba que hubiera sido más feliz en algún sitio salvaje e inhóspito, libre de compromisos sociales que sólo servían para provocarle más ansiedad. Pero había nacido en una ciudad cálida, marina y latina, y ahora vivía en otra ciudad cálida, marina y anglosajona. Lo suyo era karmático.

Siempre se había sentido una extranjera de su tiempo y de su mundo, y aquella percepción había aumentado en los últimos años. Quizás por eso regresaba una y otra vez al bar donde podía olvidar su presente a través de las historias de Amalia.

Toda su vida le interesaron los personajes lejanos en la geografía, contrario a su madre que amaba cuanto tenía que ver con su isla. Por eso le había puesto Cecilia, en homenaje a la novela de Cirilo Villaverde Cecilia Vaides, un clásico de obligada referencia. Pero ella no había heredado ni sombra de esa pasión. Su pasado la tenía sin cuidado. En la escuela no se cansaban de repetir que en la isla siempre hubo hambrientos o poderosos, unos con mucho y otros con poco, en diferentes estadios de la historia: el mismo cuento de explotadores y explotados ad infinitum… hasta que llegó La Pelona, como lo bautizó enseguida su abuela clarividente para gran escándalo de los vecinos que vitoreaban su entrada triunfal.

Lo ocurrido después fue peor que todo lo anterior, aunque de eso no se hablaba en clases. Blandiendo su guadaña, La Pelona arrasó con propiedades y vidas humanas; y en menos de cinco años, el país era la antesala del infierno. Una vez más, Delfina había visto lo que nadie pudo prever y, desde entonces, quienes habían dudado de ella reconocieron que por su boca hablaba alguien cercano a Dios. Se convirtió en el oráculo oficial del pueblo, que más tarde se declaró en duelo cuando la familia se trasladó a Sagua.

Pero su abuela no se dedicó a decir la buenaventura. Después de casarse, se mudó a La Habana para criar a su hija y cultivar flores. Tenía tanta pericia en lograr rosas y claveles que muchos vecinos querían comprárselos, pero ella siempre se negó a mutilar sus matas. Sólo de vez en cuando, en alguna ocasión especial, regalaba ramitos que eran recibidos como joyas.

Cecilia echó a andar por el sendero que serpenteaba entre la hierba, salpicada a ratos por mazos de campanillas silvestres y adelfas. La casa de su abuela también era un jardín. Su vajilla de porcelana, sus muebles, sus copas de bacará, incluso sus ropas, tenían motivos florales. Ahora, en medio de tanta naturaleza fastuosa, no podía dejar de evocarla.

El timbre del celular la sacó de su ensueño. Era Freddy.

– ¿Qué haces? -preguntó él.

– Paseo un poco.

– ¿Tienes algo para esta noche?

Ella abandonó el sendero y se dirigió a la costa.

– Quiero ver un programa sobre pirámides que anunciaron en el Discovery.

– ¿Por qué no vamos al bar?

Ella caminó un poco más antes de responder.

– No sé si tenga ganas de salir.

Comenzó a quitarse los zapatos.

– Pero, mi china, tienes que espabilarte. El año pasado te quedaste encerrada en las vacaciones.

– Ya sabes cómo soy.

– Una antisocial.

– Una ermitaña -lo corrigió.

– Con vocación de monja -añadió él-. Y con la desgracia de que, como no eres católica, no puedes meterte en un convento. Y la verdad es que eso te vendría de maravillas, porque no haces nada por buscarte un hombre.

– Ni tengo intenciones de hacerlo. Prefiero quedarme para vestir santos.

– ¿Lo ves? Santa Cecilia de La Habana en Ruinas. Cuando se muera Barba Azul, levantarán una ermita en tu honor, en el monte Barreto que quedaba por tu casa, y la gente irá en peregrinación hasta allí, lanzándose en carriolas y chivichanas loma abajo desde Tropicana, todos borrachos y con lentejuelas. Me imagino que hasta darán un premio: el que llegue vivo y sin destarrarse será proclamado santo o santa del mes…

Dejó de escuchar a Freddy, absorta en el mar que golpeaba las rocas. Era una ermitaña en aquel lugar. Allí no tenía pasado. Su biografía había quedado en otra ciudad que se esforzaba en olvidar aunque era parte de su infancia feliz, de su adolescencia perdida, de sus padres muertos… O quizás por eso mismo. No quería recordar que estaba irremediablemente sola.

De pronto pensó en su tía abuela, la única hermana de su abuela vidente. Vivía en Miami desde hacía treinta años, tras marcharse de Cuba siguiendo los consejos de Delfina. Cecilia sólo la había visitado en una ocasión y después no había vuelto a verla.

– ¿Me estás oyendo? -chilló Freddy.

– Sí.

– Entonces, ¿vienes o no?

– Déjame pensarlo. Te avisaré más tarde.

La soledad se había espesado en torno a ella como un círculo dantesco. Buscó su agenda para llamar a Lauro. Siempre se proponía pasar los teléfonos al celular, pero olvidaba hacerlo; por eso llevaba consigo aquella libre ti ta descuartizada. Su mirada cayó sobre otro número que aparecía en la misma página… Sí, aún tenía familia: una ancianita que vivía en el centro de la ciudad. ¿Por qué no había regresado a verla? La respuesta estaba en su propio dolor; en el miedo a recordar y a perpetuar lo que, de todos modos, nunca más tendría. Pero ¿no estaría siendo muy egoísta? ¿Qué era peor: evitar el recuerdo o enfrentarlo? Haciendo un esfuerzo, comenzó a marcar aquel teléfono.

Loló vivía en un vecindario con amplias aceras de hierba recién cortada, muy cerca de esos dos emporios de la cocina cubana que eran La Carreta y Versailles, a los cuales acudían los noctámbulos. Mientras casi todos los negocios cerraban antes de la medianoche y perdían dinero a manos llenas (o más bien vacías), esos restaurantes se mantenían abiertos hasta bien entrada la madrugada.