Cecilia intentó guiarse por su memoria, pero todos esos edificios eran idénticos. Tuvo que sacar el papel y mirar los números. Se había equivocado de esquina. Caminó un par de calles más hasta que lo encontró. Tras subir los escalones, tocó un timbre que no sonó. El chillido de una cotorra interrumpió un misterioso zumbido proveniente del interior.
– Pin, pon, fuera… -gritó la cotorra.
Los pasos se arrastraron hasta la puerta. Cecilia vio la sombra a través del cristal de la mirilla.
– ¿Quién es?
Cecilia suspiró. ¿Por qué los viejos hacían esas cosas? ¿No estaba viendo que era ella?
– Soy yo, tía… Ceci.
¿Se sentían tan inseguros que querían comprobar que la persona que veían era la misma que parecía ser? ¿O es que no se acordaba de ella?
La puerta se abrió.
– Pasa, m’hijita.
La cotorra seguía alborotando.
– Que se vayan, que se vayan…
– ¡Cállate, Fidelina! Si sigues así, voy a echarte perejil. Los chillidos cesaron.
– Ya no sé qué hacer. Los vecinos están a punto de hacerme un consejo de guerra. Si no fuera porque me la dejó el difunto Demetrio, ya la hubiera regalado.
– ¿Demetrio?
– Mi pareja de jugar al bingo durante nueve años. Estaba aquí el día que viniste a verme. Cecilia no se acordaba.
– Me dejó de herencia la puñetera cotorra, que no para de chacharear en todo el santo día.
El pajarraco chilló de nuevo.
– Pin, pon, fuera… Abajo la gusanera.
– ¡¡Fidelina!!
El grito sacudió el apartamento.
– El día menos pensado también me acusan de comunista.
– ¿Quién le enseñó a decir eso?
Cecilia recordaba aquella frase, coreada en la isla contra miles de refugiados que buscaran asilo en la embajada de Perú, poco antes del éxodo del Mariel.
– Ese demonio lo aprendió de un video que trajeron de La Habana. Cada vez que viene alguien de visita, repite la cantaleta.
– Pin, pon, fuera…
– Ay, los vecinos me van a quemar viva.
– ¿No tienes un trapo?
– ¿Para qué?
– ¿Lo tienes?
– Sí.
– Tráelo.
La anciana se fue al cuarto y regresó con una sábana doblada y perfumada. Cecilia desplegó la tela y la arrojó sobre la jaula. Los chillidos cesaron.
– No me gusta hacer eso -dijo la mujer, frunciendo el ceño-. Es cruel.
– Más cruel es lo que esa cotorra le hace a los tímpanos de los humanos.
La mujer suspiró.
– ¿Quieres café?
Fueron a la cocina.
– No sé por qué no te deshaces de ella.
– Me la dejó Demetrio -repitió la anciana con obstinación.
– No veo qué tiene de malo que la regales.
– Bueno, le preguntaré. Pero tendré que esperar a que a él le dé la gana de venir porque yo no soy Delfina.
Aunque Cecilia había estado absorta en la cafetera, la última frase la obligó a levantar la vista.
– ¿Cómo?
– Que si fuera Delfina podría llamarlo ahora mismo para saber qué hacer, pero voy a tener que esperar.
Cecilia se quedó mirando a la anciana. Nunca dudó de la mediumnidad de su abuela Delfina; las anécdotas que circulaban en su familia eran demasiadas. Pero ahora no pudo determinar si lo que su tía abuela decía era real o producto de la vejez.
– No estoy loca -le dijo la mujer, sin inmutarse-. A veces siento que él anda por aquí cerca.
– ¿Tú también ves cosas?
– Ya te dije que no soy como mi hermana. Ella era un oráculo, como el de Delfos. Creo que mamá tuvo una premonición cuando la bautizó así. Delfina podía conversar con los muertos cuando se le antojaba. Ella los llamaba, y venían en tropel. Yo también puedo hablarles, pero tengo que esperar a que se presenten.
– ¿Puedes hablar con mi madre?
– No, sólo con mi hermana y con Demetrio.
Cecilia empezó a endulzar su café. Aún no podía decidir si todo eso era cierto. ¿Cómo averiguarlo sin ofender a su tía abuela?
– ¿Cuándo te empezó lo de hablar con los muertos?
– Desde niña, cuando conversé con mi abuela en el jardín pensando que había venido a visitarnos. Al otro día me enteré que, a esa misma hora, estaba agonizando en una cama de la clínica Covadonga. Sólo se lo conté a Delfina, que me consoló y me dijo que no me preocupara, que a ella le habían pasado cosas peores. Ahí fue cuando me enteré de lo suyo.
– Pero ella no presintió esa muerte. ¡Y nadie en la familia me habló nunca de tus visiones!
– Lo mío no tuvo importancia. A Delfina le sucedían cosas más extraordinarias. Siempre conocía de antemano las buenas y las malas noticias: algún avión que se iba a caer, quién se casaría con quién, cuántos hijos tendría una pareja de novios, desastres naturales que matarían a miles de gentes en cualquier sitio del mundo… Cosas así. Delfina supo que tu madre estaba embarazada de ti antes que ella misma, porque tu abuelo, que en paz descanse, se lo confirmó desde el más allá. Desde que tenía cuatro o cinco años, conversaba con personas de la familia que habían vivido mucho antes. Al principio creyó que se trataba de visitas. Y como nadie le comentaba al respecto, presumía que no debía darse por enterada. Pero cuando creció y empezó a preguntar, se dio cuenta de que había estado hablando con personas que no eran reales… O más bien, que no estaban vivas.
– ¿Y no se asustó?
– Quienes se asustaron fueron mamá y papá cuando ella mencionó a «los visitantes». Pensaron que estaba loca o que inventaba cosas. Mi hermana quiso convencerles de lo contrario y les contó lo que los bisabuelos le habían revelado sobre sus infancias… Secretos imposibles de saber por Delfina. Eso los espantó aún más.
Cecilia puso su taza en el fregadero.
– No sé por qué estamos hablando de esas cosas -masculló Loló-. Vamos a la sala.
Abandonaron la cocina y fueron hasta la otra habitación, donde se sentaron junto a la puerta abierta.
– Cuéntame de ti -pidió la anciana.
– No tengo nada que contar.
– Eso es imposible. Una muchacha tan joven y tan bonita debe tener enamorados.
– El trabajo no me deja tiempo.
– El tiempo se lo hace uno. No puedo creer que no vayas a ninguna parte.
– A veces voy a la playa.
No se atrevió a mencionar el bar, imaginando que no le gustaría saber que la nieta de su hermana andaba por esos antros.
– A tu edad, yo tenía un par de rinconcitos que eran mis preferidos.
– En esta ciudad no hay adonde ir. Es lo más aburrido del mundo.
– Aquí hay lugares muy bonitos.
– ¿Como cuáles?
– El Palacio de Vizcaya, por ejemplo. O el Castillo de Coral.
– No los conozco.
– Pues ya te llamaré algún fin de semana para ir a verlos. Y que conste -la amenazó con el dedo-, que no voy a echar esta frase en saco roto.
Media hora más tarde, mientras bajaba las escaleras, Cecilia volvió a escuchar el chillido de la cotorra, al parecer liberada de su prisión.
Su tía abuela tenía razón. No había motivos para que permaneciera encerrada como si fuera un adefesio. Recordó el bar, donde había estado varias veces y nunca había bailado; y eso que estaba tan oscuro que nadie se daría cuenta de que no sabía dónde ponía los pies. Además, con todos aquellos suecos y alemanes que no tenían ni idea de lo que era un guaguancó, casi podía ser la reina del solar. Pero la historia de Amalia era tan fascinante que lo olvidaba todo apenas llegaba.
Arrancó su auto.
Todavía le quedaba tiempo para cambiarse de ropa y refugiarse en una mesa con su Martini en la mano. Sintió un cosquilleo en el corazón. En verdad, ¿qué importancia tenía su soledad cuando todo el pasado aguardaba por ella en el recuerdo de una anciana?