Freddy se cansó de rogarle y haló a La Lupe. Allá se fueron los dos a la pista, a bailar en medio del tumulto. Cecilia tomó otro sorbito de su prehistórico Martini, ya casi al borde de la extinción. En las mesas sólo quedaban la anciana y ella. Hasta los descendientes de Eric el Rojo se habían sumado a la gozadera general.
Terminó su trago y, sin disimulo, buscó la figura de la anciana. Le producía cierta inquietud verla tan sola, tan ajena al bullicio. El humo había desaparecido casi por ensalmo y pudo distinguirla mejor. Miraba la pista con aire divertido y sus pupilas resplandecían. De pronto hizo algo inesperado: volteó la cabeza y le sonrió. Cuando Cecilia le devolvió la sonrisa, apartó una silla en evidente gesto de invitación. Sin dudarlo un instante, la joven fue a sentarse junto a ella.
– ¿Por qué no bailas con tus amigos?
Su voz sonaba temblorosa, pero clara.
– Nunca aprendí -respondió Cecilia- y ya estoy muy vieja para eso.
– ¿Qué sabes tú de vejez? -musitó la anciana, sonriendo un poco menos-. Todavía te queda medio siglo de vida.
Cecilia no contestó, interesada en aquello que colgaba de una cadena atada a su cuello: una manita que se aferraba a una piedra oscura.
– ¿Qué es eso?
– ¡Ah! -La mujer pareció salir de su embeleso-. Un regalo de mi madre. Es contra el mal de ojo.
Las luces comenzaron a rotar en todas direcciones y alumbraron vagamente sus facciones. Era una mulata casi blanca, aunque sus rasgos delataban el mestizaje. Y no le pareció tan vieja como creyera al principio. ¿O sí? La fugacidad de los reflejos parecía engañarla a cada momento.
– Me llamo Amalia. ¿Y tú?
– Cecilia.
– ¿Es la primera vez que vienes?
– Sí.
– ¿Y te gusta?
Cecilia dudó.
– No sé.
– Ya veo que te cuesta admitirlo.
La joven enmudeció, mientras Amalia sobaba su amuleto.
Con tres golpes de güiro terminó la guaracha y el leve silbido de una flauta inició otra melodía. Nadie se mostró dispuesto a sentarse. La anciana observó a los bailadores que retomaban el paso, como si la música fuera un hechizo de Hamelin.
– ¿Viene a menudo? -se atrevió a preguntar Cecilia.
– Casi todas las noches… Espero a alguien.
– ¿Por qué no se pone de acuerdo con esa persona? Así no tendría que estar tan sola.
– Yo disfruto este ambiente -admitió la mujer y su mirada auscultó la pista de baile-. Me recuerda otra época.
– ¿Y a quién espera, si se puede saber?
– Es una historia bastante larga, aunque podría hacértela corta. -Hizo una pausa para acariciar su amuleto-. ¿Cuál versión prefieres?
– La interesante -contestó Cecilia sin dudar.
Amalia sonrió.
– Esa comenzó hace más de un siglo. Me gustaría contarte el principio, pero ya se ha hecho tarde.
Cecilia arañó nerviosamente la mesa, sin saber si la respuesta significaba una negativa o una promesa. A su mente acudieron las estampas de una Habana antiquísima: mujeres de rostros pálidos y cejas espesas, ataviadas con sombreros de flores; anuncios resplandecientes en una calle llena de comercios; chinos verduleros que pregonaban su mercancía en cada esquina…
– Eso llegó después -susurró la mujer-. Lo que quiero contarte sucedió mucho antes, al otro lado del mundo.
Cecilia se sobresaltó por el modo en que la anciana había respondido a sus ensoñaciones, pero trató de dominar su ánimo mientras la mujer empezaba a narrarle una historia que no guardaba relación con nada que hubiera leído o escuchado. Era una historia de paisajes ardientes y criaturas que hablaban un dialecto incomprensible, de supersticiones distintas y de etéreas embarcaciones que partían hacia lo desconocido. Vagamente percibió que los músicos seguían tocando y que las parejas bailaban sin detenerse, como si existiera un pacto entre ellos y la anciana para permitir que ambas conversaran a solas.
El relato de Amalia era más bien un encantamiento. El viento soplaba con fuerza entre las altas cañas de un país lejano, cargado de belleza y violencia. Había festejos y muertes, bodas y matanzas. Las escenas se desprendían de algún resquicio del universo como si alguien hubiera abierto un agujero por donde escaparan los recuerdos de un mundo olvidado. Cuando Cecilia volvió a tomar conciencia del entorno, ya la anciana se había marchado y los bailadores regresaban a sus mesas.
– Ay, no puedo más -suspiró La Lupe, dejándose caer sobre una silla-. Creo que me va a dar una fatiga.
– Lo que te perdiste, m’hijita. -Freddy bebió lo que quedaba en su vaso-. Por estarte haciendo la celta.
– Con esa cara de pasmo no necesita hacerse pasar por nada. Si viene de otro mundo, ¿no la ves?
– ¿Pedimos otra ronda?
– Es muy tarde -dijo ella-. Deberíamos irnos.
– Ceci, perdona que te lo diga, pero estás como el yeti… A-bo-mi-na-ble.
– Lo siento, Laureano, pero me duele un poco la cabeza.
– Niña, baja la voz -dijo el muchacho-. No me llames así que después los enemigos empiezan a hacer preguntas.
Cecilia se puso de pie, tanteando el interior de su bolso para sacar un billete, pero Freddy lo rechazó.
– No, esta noche va por nosotros. Para eso te invitamos.
Besos tenues como mariposas. En la penumbra, Cecilia comprobó de nuevo que la anciana ya no estaba. Sin saber por qué, se resistía a abandonar el local. Caminó despacio, tropezando con las sillas, sin dejar de mirar la pantalla donde una pareja de otra época bailaba un son como ya nadie de su generación sabía bailar. Finalmente salió al calor de la noche.
Las visiones surgidas del relato de la anciana y la evocación de una Habana pletórica de deidades musicales le habían dejado un raro sentimiento de bilocación. Se sintió como esos santos que pueden estar en dos lugares al mismo tiempo.
«Estoy aquí, ahora», se dijo.
Miró su reloj. Era tan tarde que no había portero. Era tan tarde que no había un alma a la vista. La certeza de que tendría que caminar sola hasta la esquina terminó por devolverla a la realidad.
Las nubes se tragaron la luna, pero fueron perforadas por rayos de leche. Dos pupilas infernales se abrieron junto a un muro. Un gato se movía entre los arbustos, atento a su presencia. Como si fuera una señal, el disco lunar volvió a escapar de su vaporoso eclipse y alumbró al felino: un animal de plata. Cecilia estudió las sombras: la suya y la del gato. Era una noche azul, como la del bolero. Quizás por esa razón, volvió a evocar el relato de Amalia.
Espérame en el cielo
Lingao-fa decidió que era una noche propicia para morir. El aire cálido soplaba entre las espigas que emergían tímidamente de las aguas. Quizás fuera la brisa, con sus dedos de espíritu acariciando sus ropas, lo que la llenó con esa sensación de lo inevitable.
Se puso de puntillas para aspirar mejor las nubes. Todavía era esbelta, como los lotos que adornaban el estanque de los peces con colas de gasa. Su madre solía sentarse a contemplar los bulbosos tallos que se perdían en el cenagal, se inclinaba a tocarlos y eso la llenaba de paz. Siempre sospechó que su contacto con las flores había provocado en su hija aquellos rasgos delicados que tanta admiración despertaran desde su nacimiento: la piel tersísima, los pies suaves como pétalos, el cabello liso y brillante. Por eso, cuando llegó el momento de celebrar su llegada -un mes después del parto-, decidió que así se llamaría: Flor de Loto.