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– Y tú -añadió Ángela, temblorosa-, ¿no necesitas nada?

La doncella volvió a sonreír.

– Sí, pero no está en tus manos ofrecérmelo.

Ángela se puso de pie, indecisa.

– Sé quién eres -susurró, debatiéndose entre la pena y el error.

– Todos saben quién soy -repuso la doncella sin inmutarse.

– Perdona, pero soy forastera en la zona… ¿Hay otras como tú?

– Sí, pero viven lejos -contestó la joven, mirándola fijamente-. Por aquí habitan otras criaturas que tampoco son humanas.

– ¿Duendes? -aventuró Ángela, pensando en su Martinico.

– No. Algunas han estado aquí mucho antes de que llegaran los hombres; otras vinieron con ellos. Yo misma soy extranjera, pero me siento parte de este lugar y apenas recuerdo el mío. -La joven alzó el cuello y pareció olfatear el aire-. Ahora vete. No me queda mucho tiempo.

Ángela no quiso averiguar qué le ocurriría a la doncella cuando se le terminara el tiempo. Arrancó el helecho, dio media vuelta y emprendió el regreso sin mirar atrás.

– Niña, ¿dónde te habías metido? -la regañó doña Clara, junto al fogón de leña donde se asaba un cuarto de cabra.

Ángela se apresuró a sacar las hierbas aromáticas que recogiera, pero guardó el helecho tras unas vasijas, indecisa sobre lo que haría con él.

– Tío Paco tiene una visita esperando para comer, y tú perdida por ahí. ¿Por qué demoraste tanto? -repitió y, sin dejarle responder, agregó-: Lleva el pan y sirve el vino. Pusimos la mesa debajo del viñedo.

– ¿Cuántos somos?

– A ver: Ana y tío Paco, dos vecinos, nosotros tres, doña Luisa y su hijo.

– ¿Doña Luisa?

– La viuda que vive cerca de la salida del pueblo.

Ángela se encogió de hombros. Había conocido a mucha gente desde su llegada, pero no tenía cabeza para tantos rostros. Antes de salir, tomó la cesta de pan y el garrafón de vino. Doña Ana repartía platos y cubiertos en torno a la mesa ocupada por los hombres y una señora vestida de negro.

– Angelita, ¿te acuerdas de doña Luisa? -le preguntó su padre en cuanto la vio aparecer.

La muchacha asintió, pensando que jamás la había visto.

– Este es Juan, su hijo.

– Puedes decirle Juanco -propuso la mujer-. Así lo llamaba su padre, que en paz descanse, y así le llamo yo.

Ángela se volvió hacia el joven. Unos ojos oscuros, como el fondo de un pozo, se alzaron para mirarla, y ella sintió que se hundía en ese abismo.

La tarde se les fue en discutir cuál era la mejor manera de tostar las estigmas, cómo atacar el gusano que se comía las plantas, y el modo en que un cultivador de la zona estaba desgraciando la reputación de todos, alterando el azafrán con carbonato y otras porquerías. El asado desapareció en medio de abundantes libaciones de tinto. Los hombres siguieron bebiendo mientras las mujeres, incluida la viuda, entraban a la casa con los platos y los restos de la comida.

– …Es que quiero hacerlo antes de que oscurezca -decía doña Luisa-. Ahora mismo, aunque todavía es de tardecita, no me atrevería a ir sola.

– Ángela puede acompañarte -dijo Clara-. Deja que el muchacho se quede un rato con los hombres… Niña, ve con doña Luisa y ayúdala a encontrar unos helechos.

Por primera vez, la joven pareció salir de su estupor. Recordó la planta que tenía escondida.

– ¿Para qué?

– ¿Para qué va a ser, niña? -la conminó su madre, bajando la voz-. Hoy es el día de San Juan.

– Con esos helechos se curan empachos y fiebres el resto del año -explicó doña Luisa.

– Vamos, apúrate que se hace tarde.

Ángela tomó su morral y salió tras la viuda.

– Y tú también deberías recoger algunos -le aconsejó doña Luisa, cuando ya se alejaban de la casa-. Son buenos para atraer los amores y la buena suerte.

Ángela enrojeció, temiendo que la mujer hubiera descubierto lo que ya se había asentado en su corazón, pero la viuda parecía absorta en repasar los arbustos del trillo.

La muchacha la guió por un sendero que se desviaba del camino que recorriera horas antes. No quería asustar a la buena mujer con la visión de un hada peinándose al borde de su fuente. Así es que la condujo en dirección contraria, hacia una zona especialmente boscosa. Anduvieron media hora, antes de que Ángela se detuviera.

– Voy a mirar por este lado -murmuró la joven-. Detrás de aquel árbol hay varias cuevas.

– Bueno, yo buscaré por aquí, pero te advierto que no caminaré más de veinte pasos sola. Si no encuentro nada, te esperaré en este sitio.

Cada una tomó por un sendero distinto. Ángela anduvo un corto trecho y, casi enseguida, tropezó con un mazo de helechos aún húmedos de rocío. Recogió una cantidad suficiente para la viuda y para ella. Había decidido que un solo helecho no sería suficiente para conseguir lo que tanto necesitaba ahora…

Un silbido se extendió sobre los árboles y ella se detuvo a escuchar. No era un sonido repetitivo, como el de cualquier pájaro de la sierra, sino un clamor armonioso y continuo, la cadencia esquiva de una música como jamás oyera. Volvió la cabeza para ubicar su origen y, presa de una súbita urgencia, salió a buscarla.

La melodía fue saltando de roca en roca, y de árbol en árbol, hasta la entrada de una cueva. Ahora brotaba con acordes de cascada prístina y espumosa, de tempestad veraniega, de noches antiguas y heladas… En aquella canción vibraba la sierra y cada criatura que la habitaba. Ángela penetró en la gruta, incapaz de sustraerse a su llamado. En el fondo, junto a las llamas que alumbraban el lugar, un anciano tocaba un instrumento construido con cañas de diferentes tamaños. El soplo de sus labios arrancaba una oleada de cadencias graves o agudas, gráciles o ríspidas. Ella contempló los dibujos que adornaban las paredes rocosas: enormes bestias de alguna época remota y figuritas humanas que se agitaban a su alrededor. Pero no se movió hasta que el músico alzó la vista y dejó de tocar.

– Son muy antiguos -explicó él, notando su interés.

Después hizo un gesto como si quisiera desentumecer sus extremidades, y ella descubrió que sus pies se parecían a las patas de las cabras, y notó dos cuernecillos medio ocultos bajo los enmarañados cabellos. Recordó la historia sobre el demonio de la sierra, pero su instinto le indicó que aquel viejecito con pezuñas debía ser una de esas criaturas de las que hablara el hada lila. Instintivamente abrió su morral, buscó el tarro de miel que le sobrara del desayuno y se lo tendió. El anciano olió su contenido y la miró con sorpresa.

– Hacía siglos que nadie me ofrecía miel -suspiró.

Metió un dedo en el almíbar y lo chupó con deleite.

– ¿Eres de aquí? -preguntó Ángela, más curiosa que atemorizada.

El viejo suspiró.

– Soy de todas partes, pero mi origen se encuentra en un archipiélago al que se llega cruzando el mar -y señaló en dirección al oriente.

– ¿Viniste con los hombres?

El viejo movió la cabeza.

– Los hombres me echaron, aunque no a propósito. Más bien se olvidaron de mí… Y cuando los hombres olvidan a sus dioses, no queda otro camino que ocultarse.

Ángela comenzó a sentir un escozor en la nariz, síntoma de confusión. Una cosa, eran los espíritus de la sierra -cuya existencia había aprendido a aceptar después de la aparición del Martinico-, y otra la existencia de muchos dioses.

– ¿No hay un solo Dios?

– Existen tantos como quieran los hombres. Ellos nos crean y nos destruyen. Podemos soportar la soledad, pero no su indiferencia; es lo único que puede volvernos mortales.

La joven sintió lástima de aquel dios solitario.

– Me llamo Ángela -y le tendió una mano.

– Pan -respondió él y le alargó la suya.