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– Creo que no me queda -dijo ella, buscando en su morral.

– ¡No, no! -se apresuró a aclarar el anciano-. Ese es mi nombre.

La muchacha se quedó de una pieza.

– Deberías cambiártelo. Confundirás a todos.

– Nadie recuerda -suspiró él.

– ¿Recordar qué?

El rostro del viejo se iluminó.

– No importa. Has sido muy amable conmigo. Puedo ayudarte en lo que quieras. Todavía conservo algunos poderes.

El corazón de Ángela latió sin concierto.

– Hay algo que quiero más que nada.

– Dime… -comenzó a decir él, pero se interrumpió para mirar algo detrás de la joven.

Ella se volvió. De pie, junto a la entrada de la cueva, el Martinico brincaba y hacía unas muecas absolutamente idiotas.

– No puedo creerlo -gimió Ángela-. ¡Creí que te habías ido al infierno!

Se mordió la lengua, mirando de reojo al viejo, pero éste no pareció ofendido. Por el contrario, preguntó con genuina sorpresa:

– ¿Puedes verlo?

– ¡Claro que puedo! Es una maldición.

– Puedo librarte de ella.

– ¿Y me ayudarías a conseguir algo más?

– Sólo puedo ayudarte con una cosa. Aunque si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces.

– ¿Por qué?

– Es la ley.

– ¿Cuál ley?

– Ordenes de allá arriba.

Así, pues, existía un poder más fuerte que el de los dioses de la sierra. Pero ese poder había restringido sus posibilidades de escoger.

Observó angustiada las cabriolas del Martinico y pensó en la mirada que aguardaba por ella en las faldas de la sierra.

– Muy bien -decidió-. Tendré que seguir viviendo con mi maldición a cuestas.

– No entiendo -repuso él-. ¿Qué puede ser más deseable que librarte de eso?

Y la joven le contó al dios Pan sobre el dolor de un alma que ha descubierto su propia alma.

Juan le aseguró que la había amado desde el momento en que la vio, pero ella sospechaba que aquel convencimiento era una creación del dios exiliado -la obra perfecta de un espíritu antiguo-. Cada mes iba a la cueva a dejarle miel y vino, segura de que el anciano se zampaba sus golosinas con deleite, aunque nunca pudo verlo de nuevo.

Su noviazgo, por otro lado, no fue muy largo. Duró el tiempo suficiente para que Juan terminara de construir el nuevo hogar, ayudado por varios aldeanos, en una parcela vacía que se hallaba cerca de la casa de sus padres. Mientras los hombres se afanaban cortando, lijando y clavando tablones, las mujeres ayudaron a la novia con el ajuar, hilando y tejiendo toda clase de manteles, cortinas, ropa de cama y alfombras.

Los primeros meses de matrimonio fueron idílicos. Por alguna razón, el Martinico volvió a desaparecer. Quizás había comprendido que existía alguien más importante en su vida y se había retirado a algún rincón de la cordillera. No le dolió su ausencia. Era un duende malcriado que sólo producía molestias, y pronto lo olvidó. Además, comenzaron a surgir otros problemas.

Por un lado, los gusanos devoraban las cosechas de la zona y Juanco se devanaba los sesos pensando en una solución. Por si fuera poco, Ángela lo sorprendió varias veces leyendo un papel misterioso que siempre guardaba cada vez que ella se acercaba. ¿Quién podría escribirle a su marido? ¿Y por qué tanto secreto? Además, su propia salud pareció declinar. Siempre estaba cansada y vomitaba con frecuencia. No le dijo nada a su madre, porque no quería que volviera a llevarla a una curandera. Sólo cuando notó que los lazos de su vestido apenas cerraban, sospechó lo que ocurría.

– Ahora sí tendremos que hacerlo -dijo Juan al recibir la noticia.

– ¿Hacer qué?

El hombre sacó de su bolsillo aquel papel arrugado y se lo tendió.

– ¿Qué es? -preguntó ella, sin intentar leerlo.

– Una carta de tío Manolo. Me ha escrito varias veces, diciéndome que necesita un ayudante. Quiere que vayamos allá.

– ¿Adónde?

– A América.

– Eso está muy lejos -replicó la joven y se acarició el vientre-. No quiero viajar así.

– Escúchame, Angelita. La cosecha está perdida y no nos queda dinero para reponerla. Muchos vecinos ya se han mudado o están empezando otro negocio. No creo que vaya a haber más azafrán por aquí. Podríamos ir más al sur, pero no tengo dinero ni quien me lo preste. Esto del tío Manolo es una buena oportunidad.

– No puedo dejar a mis padres.

– Será por poco tiempo. Ahorraremos algo y después regresamos.

– Pero ¿qué voy a hacer sola en un país extraño? Necesito a alguien que sepa de niños.

– Mamá vendría con nosotros. Siempre me ha dicho que le gustaría ver a su hermano antes de morir.

Ángela suspiró, casi vencida.

– Tendrás que hablar con mis padres.

Pero la noticia les cayó como un rayo, y poco pudo decir Juan para consolarlos. El propio Pedro había hablado con su mujer sobre la posibilidad de marcharse a la ciudad, pero doña Clara no quiso ni oír hablar de eso. Y ahora, de pronto, se enteraba de que no sólo se separaría de su hija, sino que ni siquiera vería nacer a su nieto. Sólo se tranquilizó un poco cuando supo que Luisa los acompañaría. Al menos, la mujer estaría junto a su hija durante el parto.

Entre los cinco empacaron lo necesario. Como el viaje hacia la costa era largo y Juan no quería que sus suegros desandarán solos el camino de vuelta, los convenció para que se despidieran allí mismo. Entre lágrimas y consejos se dijeron adiós. Ángela nunca olvidaría la silueta de sus padres, a la vera de aquel trillo polvoriento que moría en la puerta de su casa. Fue la última imagen que tuvo de ellos.

* * *

Desde la popa del barco vio esfumarse la línea del horizonte. Perdida en la bruma de las aguas grises, su tierra semejaba un país de hadas, con sus torrecillas y palacetes medievales, sus tejados rojizos y la agitación portuaria que ahora se alejaba de ellos.

La joven se quedó mucho rato en cubierta, junto a doña Luisa y Juan. Su marido hablaba sin cesar, haciendo planes sobre su nueva vida. Parecía ansioso por emprender algo distinto y había oído hablar mucho de América; un lugar mítico donde todos podían enriquecerse.

– Tengo frío -se quejó Ángela.

– Ve con ella, Juanco -lo animó doña Luisa-. Yo me quedaré un poco más.

Amorosamente, la ayudó a arrebujarse en su chal y, juntos, bajaron las escaleras hasta el camarote. Juan tuvo que forcejear un poco con la cerradura oxidada del modesto aposento. Después se apartó para dejarla pasar. Ángela gimió.

– ¿Qué te pasa? -preguntó él, temeroso de que el parto ya hubiera empezado.

– Nada -susurró ella, cerrando los ojos para borrar la visión.

Pero su treta no resultó. Cuando volvió a abrirlos, el Martinico seguía sentado en medio del desorden de ropas, cubriéndose cómicamente la cabeza con su mejor mantilla.

El destino me propone

Freddy y Lauro habían arrastrado a su amiga a ver la Feria del Renacimiento que cada año se celebraba en el Palacio de Vizcaya. Llevándola de quiosco en quiosco, hicieron que se probara todo tipo de ropas hasta que lograron transformarla en una imagen que -según ellos- estaba a la altura del evento. Ahora la joven caminaba entre los artesanos y las adivinas, dejando que la brisa batiera su falda agitanada. Sobre su cabeza llevaba la guirnalda de flores con que Freddy la coronara.

El jolgorio era general. Niños y adultos exhibían sus máscaras y sus trajes de colores vivos, la música de las arpas flotaba en el aire, los juglares se paseaban entre las fuentes con sus mandolinas, sus flautas y sus tamboriles, y Cecilia se codeaba con las princesas que deambulaban por los jardines perfectamente recortados. Aquel juego de los álter egos también incluía a vendedores y artesanos. Aquí, un herrero martillaba una herradura sobre las brasas de su hornillo; allá, una tejedora gorda y sonriente hilaba en una rueca que parecía sacada de un cuento de Perrault; más acá, un anciano con barba plateada y aspecto merlinesco vendía cayados con incrustaciones de piedras y minerales semipreciosos: cuarzo para la clarividencia, ónix contra los ataques psíquicos, amatista para conocer las vidas pasadas…