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– ¿Dónde estaría yo que nunca me enteré de esto? -susurró Cecilia.

– En la luna -respondió Lauro, probándose un sombrero rematado por una pluma.

– Y eso que no has visto la Feria de Broward -le dijo Freddy-. Es mucho más grande.

– ¡Y la hacen en un bosque encantado! -lo interrumpió Lauro-. Allí sí que hay bellezas: hasta una justa medieval donde los caballeros se embisten al galope, como los del rey Arturo. ¡Si los ves cuando se quitan las armaduras, te caes muertecita de un infarto!

Pero ya Cecilia no lo escuchaba, absorta en una tarima llena de cofrecillos de madera.

– ¡Melisa!

La exclamación de Lauro logró sacarla de su embeleso. Una joven se volvió hacia ellos.

– ¡Laureano!

– Niña, no me llames así -susurró él, mirando en todas direcciones.

– ¿Te cambiaste el nombre?

– Aquí soy Lauro -y añadió, engolando la voz-, pero mis íntimos me llaman La Lupe: «Se acabó, lo nuestro está muerto. Se acabó, te juro que es cierto…».

La desconocida se echó a reír.

– Melisa, ésta es Cecilia -dijo Lauro-. ¿Conoces a Freddy?

– No creo.

– Sí, chica -le recordó Freddy-. Edgar nos presentó en La Habana. Nunca se me olvida porque ibas regia con aquel vestido blanco. Y cuando leíste tus poemas, la gente casi se desmayó…

– Creo que me acuerdo -dijo Melisa.

– ¿Qué haces aquí?

– Siempre vengo a comprar cosas -contempló los dos cayados que sostenía en sus manos-. No sé con cuál quedarme.

– ¿No te gusta éste? -intervino Cecilia, alargándole uno.

Por primera vez, Melisa fijó sus ojos en ella.

– Ya lo toqué y no sirve.

Le volvió la espalda y siguió sopesando ambos báculos.

– Pues yo estoy casi tentada a comprarlo -insistió Cecilia-. Se ve tan lindo.

– No importa cómo se vea -replicó la otra-. El cayado que necesito debe sentirse diferente.

Lauro arrastró a Cecilia hasta una tarima algo alejada.

– No discutas con ella -susurró.

– ¿Por qué?

– Es bruja desde que vivía en Cuba. Practica la magia celta o algo así. Ten cuidado.

– Si es así, no hay de qué preocuparse -aseguró Freddy, que se había acercado-. Esa gente cree que las cosas regresan por triplicado. Así es que lo menos que desean es hacer daño. Es más, se cuidan hasta de lo que piensan.

– Una bruja es una bruja. Tienen todas esas energías alrededor y, si te descuidas, puedes caer fulminado por un rayo.

– ¡Por Dios! -exclamó Freddy-. ¡Mira que eres ignorante!

Cecilia dejó de prestarles atención. Poco a poco se acercó al quiosco donde la muchacha regateaba con el artesano.

– ¿Te puedo preguntar algo? Melisa se volvió.

– Ajá.

– ¿Para qué necesitas un cayado?

– Es muy largo de explicar, pero si te interesa -buscó en su bolso y sacó una tarjeta- búscame el viernes en esta dirección. Vamos a empezar un curso.

Había un nombre en la tarjeta: Atlantis, y debajo se leía una lista de mercancía: libros místicos, velas, inciensos, cristales de cuarzo, música…

– ¡Qué casualidad! -exclamó Cecilia.

– ¿Por qué? -dijo la otra con aire distraído, sacando unos billetes para pagar.

– Alguien me dijo hace unos días que fuera a ver a Lisa, la dueña de esa librería. Soy periodista y busco información sobre una casa.

– Tienes una sombra en el aura -la interrumpió la muchacha.

– ¿Qué?

Melisa terminó de pagar.

– Tienes una sombra en al aura -repitió, pero no la miraba a los ojos, sino a algo que parecía flotar encima de su cabeza-. Deberías protegerte.

– ¿Con algo que vas a vender en tu curso? -preguntó Cecilia sin poder evitar el sarcasmo.

– La protección que necesitas no la conseguirás comprando nada. Es algo que debes hacer aquí adentro -y le tocó las sienes con un dedo-. No quiero asustarte, pero algo malo va a pasarte si no tomas medidas dentro de tu cabeza.

Dio media vuelta y se sumergió en la multitud, apoyándose en su cayado como una hechicera druida que emprendiera viaje, mientras la túnica revoloteaba en torno a su cuerpo.

– ¿Qué te dijo? -preguntó Lauro.

Cecilia contempló unos instantes la silueta que ya se perdía.

– No estoy segura -murmuró.

Observó la vitrina desde la acera: pirámides, juegos de tarot, cristales de cuarzo, campanillas tibetanas, incienso de la India, bolas de cristal… y como soberano absoluto de aquel reino, un Buda cobrizo con un ojo diamantino en la frente. En torno a él colgaban telarañas tejidas dentro de aros con plumas colgantes: los tradicionales atrapasueños que los indios navajos colocaban sobre el lecho para apresar las visiones buenas y destruir las pesadillas.

Cuando empujó la puerta, ésta se abrió con un tintineo. De inmediato sintió un aroma que se pegó a sus cabellos como una melaza dulcísima. Adentro, la atmósfera era gélida y perfumada. Una música de hadas poblaba el ambiente. Encima de un mostrador, varias piedras de colores crujían como insectos al ser sobadas por dos mujeres. Una de ellas era una dienta; la otra, probablemente su dueña.

En silencio, para no molestar, Cecilia curioseó en los estantes llenos de libros: astrología, yoga, reencarnación, cábala, teosofía… Finalmente la clienta escogió tres piedras, pagó por ellas y salió.

– Hola -saludó Cecilia.

– Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?

– Mi nombre es Cecilia. Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre una casa fantasma.

– Ya sé, Gaia me llamó. Pero hoy no es un buen día porque dentro de un rato habrá una conferencia y tengo que ocuparme de varias cosas.

Las campanillas de la puerta retumbaron. Una pareja saludó al entrar y fue hacia el rincón teosófico.

– ¿Por qué no me llamas y nos vemos otro día? -le sugirió Lisa.

– ¿Cuándo?

– Ahora no sabría decirte. Puedes llamarme mañana o… ¡Hola! ¡Qué bueno que llegaste! Melisa acababa de entrar.

– ¿Cómo estás? -la saludó Cecilia.

Melisa la observó como si tuviera delante a una desconocida hasta que levantó la vista y se quedó mirando encima de su cabeza.

– Perdona, no te conocí con esas ropas.

– Voy a preparar el salón -dijo Lisa, perdiéndose tras una cortina.

– ¿Puedo preguntarte algo? -preguntó Cecilia cuando quedaron a solas.

Melisa asintió levemente.

– El día que nos conocimos me dijiste que tenía una sombra en el aura.

– Aún la tienes.

– Pero nunca me aconsejaste qué debo hacer.

– Porque no lo sé.

Cecilia la contempló estupefacta.

– De veras, no tengo idea. Con el aura, todo es cuestión de energías, de sensaciones… No siempre puedes estar segura. ¿Por qué no te quedas a mi conferencia? Quién sabe si eso te ayude más adelante.

Cecilia no lo creía, pero se quedó porque no tenía otra cosa que hacer. Además, necesitaba hablar con la dueña del lugar para su artículo. Así se enteró que la gente irradia todo tipo de efluvios. Según Melisa, cualquiera podía lanzar, conscientemente o no, cargas dañinas o curativas en dirección a otros. Con el entrenamiento apropiado, era posible percibir esas energías y también protegerse. Existían muchas herramientas para encausar la energía: el agua, los cristales, objetos puntiagudos como las dagas, las espadas o los cayados… En su próxima conferencia, los interesados podrían practicar algunos ejercicios para ver el aura. Ese era uno de los primeros pasos para reconocer la presencia de un ataque psíquico.