Más tarde en su casa, mientras escuchaba los testimonios grabados de Bob y Gaia, una pizca de intuición -quizás heredada de su abuela Delfina- le sugirió que no desechara nada en su investigación, ni siquiera una conferencia tan alucinante como aquélla. Últimamente sus puntos de referencia parecían coincidir, como si todo tuviera una conexión. Y podían existir universos invisibles, dignos de ser explorados. Además, ¿quién era ella para dudar? Como si no hubiera tenido una abuela sibilina.
Por un instante pensó en Amalia. ¿Qué habría opinado de todas esas auras y energías? Cecilia no tenía idea de lo que pasaba realmente por la mente de la mujer. Apenas le había hablado de algo ajeno a su propia historia. Siempre la escuchaba con la esperanza de que algún episodio acabara por desembocar en ella. Por eso regresaba al bar. Aquellos recuerdos se habían convertido en su vicio. Mientras más conocía, más quería saber. Era imposible evadir su hechizo. Y esa noche, se dijo, no sería la excepción.
Perdóname, conciencia
Caridad se asomó a la ventana y observó a los primeros transeúntes. La madrugada había dejado un rastro húmedo en el antepecho de madera. Era su último día en aquella casa a la cual había llegado con tanta esperanza, soñando que su vida sería otra e imaginando muchos desenlaces, pero ninguno como ése.
Después del entierro de Florencio había regresado a la tienda, dispuesta a sacar adelante el negocio. Aunque no sabía de números y malamente de letras, se las arregló para mantener a flote aquel almacén de ultramarinos, aunque la oferta de productos mermó bastante sin la habilidad del difunto para regatear y conseguir buenos precios. Además, los proveedores no parecían responder a sus demandas del mismo modo en que habían respondido a las de Florencio. Tuvo que buscar un intermediario, pero no fue igual.
Tal vez hubiera podido permanecer allí, ganándose la vida a duras penas o quizá prosperando, pero finalmente decidió irse por razones que nunca le confesaría a nadie: la sombra de su marido la perseguía. A cada rato escuchaba sus pasos. Otras veces sentía su respiración detrás de ella, sobre su nuca. O le llegaba su olor, arrastrado por el viento. Varias noches notó que el colchón de su cama se hundía bajo el peso de un cuerpo que se acostaba junto a ella… No pudo aguantarlo y decidió vender. Con ese dinero compraría otro local e iniciaría un negocio distinto. Quizás una tienda de artículos para damas.
Esa mañana se levantó más temprano que de costumbre. A mediodía llegaría el notario, que le haría firmar unos papeles. Tiritando de frío -cercano ya el invierno tropical, que suele ser mojado y taladrante-, levantó el quinqué. Todavía estaba oscuro en el interior de la casa, aunque ya las calles se clareaban con un brillo que dejaba en los objetos un halo dorado. Así iluminada, la ciudad semejaba una visión espectral. La luz del trópico impregnaba la isla con esa magia; algo que sus habitantes apenas notaban, demasiado abrumados por sus problemas… Y el principal problema de Caridad era su hija, una niña ansiosa por conocerlo todo, pero extrañamente silenciosa. La mujer nunca sabía qué pensamientos transitaban detrás de aquellos ojos, en los que -eso sí- resplandecía la misma pasión que llenara la mirada de su padre.
Caridad colocó el quinqué en el suelo y se agachó a encender el horno de leña para calentar agua. Observó cómo las llamas lamían los carbones que se ruborizaban hasta volverse rojas brasas, antes de palidecer y teñirse de gris. Así estaba, en la contemplación de aquella metamorfosis, cuando unos dedos rozaron sus hombros. Pensó que su hija se había despertado y se dio vuelta. La imagen de su marido, con el pecho destrozado a machetazos y el rostro lleno de sangre, se alzaba ante ella. Dio un grito y retrocedió, volcando el quinqué sobre las llamas del horno. El metal estalló en medio del fuego y el combustible multiplicó la hoguera, que salió de su entorno de piedra para cubrir las paredes de la cocina, quemándole levemente las piernas. Durante unos instantes se afanó por apagar las llamas, azotándolas con un trozo de tela que halló a mano; pero el fuego creció, alimentado por la seca madera.
– ¡Mercedes! -gritó, lanzándose hacia el cuarto de su hija dormida-. ¡Mercedes!
La niña abrió unos ojos absortos y espantados, sin comprender aún qué ocurría.
– ¡Sal de la cama! -rugió Caridad, sacándole las sábanas-. ¡Se quema la casa!
Cuando llegaron los bomberos, La Flor de Monserrat era un montón de ruinas humeantes que los vecinos contemplaban con una mezcla de horror y fascinación. Muchas mujeres se habían acercado a Caridad y le ofrecían agua, café y hasta traguitos de licor para que se animara, pero ella no hacía más que contemplar con la mirada perdida los restos de lo que fuera su mayor capital.
Al mediodía seguía allí, sentada junto al bordillo de la acera, balanceándose con las manos en torno a sus piernas, mientras su hija le acariciaba los cabellos y trataba de arroparla contra su pecho. Así las encontró el notario, que observó por unos instantes las ruinas y las dos criaturas sentadas en la acera, como si no comprendiera que ese desastre se relacionaba con él de alguna manera. Al final suspiró y, viendo que nada más podría hacer, dio media vuelta y se alejó.
Na Ceci se había levantado muy animada. Atrás habían quedado esos eternos calores estivales que siempre la ponían de tan mal humor. En casa, todos dormían. Decidió usar su brío madrugador para llegarse hasta La Flor de Monserrat y hacer su encargo habitual, ignoró los coches que pasaban vacíos por su lado y se fue a pie. Era sabroso pasear al aire libre, disfrutando de esa brisa fresquita como granizada. A sus sesenta y tantos años, parecía una mujer de apenas cincuenta que incluso algunos tomaban por cuarentona; y tenía un porte atractivo que muchas veinteañeras envidiaban. Era un ejemplar de hermosura en aquella tierra donde abundaban las bellezas.
Caminó con paso ligero, sorteando los charcos en medio de los adoquines. Mucho antes de llegar, el aire comenzó a traerle un tufillo al que no prestó atención hasta que dobló la esquina y descubrió el desastre. Durante unos instantes contempló los restos del incendio, inmóvil y estupefacta. Después vio las dos figuras agazapadas frente al edificio y se acercó a ellas casi con sigilo.
– Doña Caridad -llamó en susurros, porque no se atrevió a darle los buenos días.
La mujer alzó la vista, pero no aunó a responder. Sólo cuando volvió a contemplar su antigua casa, murmuró:
– Hoy no tengo jabones.
Cecilia se mordió los labios y observó a la criatura que continuaba aferrada a su madre.
– ¿Tienes adonde ir?
La mujer movió la cabeza.
Cecilia le hizo señas a un carruaje que se había apostado en la esquina.
– Vamos -le dijo, inclinándose para ayudarla-. No pueden quedarse aquí.
Sin oponer resistencia, Caridad se dejó guiar hasta el coche. Ña Ceci gritó una dirección y el cochero azuzó a sus caballos que corrieron en dirección al mar, pero nunca llegaron a él. Tras andar algunas calles, se desviaron hacia la izquierda y se detuvieron en una barriada silenciosa.
Un hombre que las vio desde la otra acera, cruzó la calle.
– ¿Cuánto es lo tuyo, linda? -preguntó, arrimándose a Caridad.
Por primera vez desde el desastre, la mujer reaccionó. Le dio un empujón al hombre que casi lo tumba. Éste se abalanzó hacia ella como si fuera a pegarle, pero doña Cecilia se interpuso.
– No estamos abiertos a esta hora, Leonardo. Y ella no está a la venta.
La actitud altiva de Cecilia fue suficiente para que el hombre retrocediera.
– Lo siento -murmuró Cecilia, mientras abría la puerta.
Caridad dudó unos segundos, pero acabó por cruzar el umbral. Dentro no vio una sala ni un comedor, sino un patio enorme enmarcado por cuatro galerías techadas y puertas a todo lo largo. Varias prendas femeninas descansaban sobre los muebles diseminados por doquier. Y de pronto recordó cómo había conocido a la mujer.