– ¿Entonces los jabones…? -comenzó a decir, sin saber qué debía preguntar.
Doña Cecilia la miró unos instantes.
– Pensé que lo sabías -dijo-. Tengo una casa de citas.
No le quedaba otra alternativa. Era la calle o aquel prostíbulo. Doña Ceci dejó que se instalaran en el único cuarto vacío, abandonado por una pupila que había desaparecido sin dejar rastro. Cada tarde, madre e hija se encerraban en su habitación. Sólo por las mañanas permitía Caridad que la niña saliera a jugar al patio, mientras ella se empeñaba en servir de criada. Pero Cecilia ya tenía a una mujer que hacía la limpieza. Caridad aprovechaba cualquier descuido suyo para barrer, lavar alguna ropa que hubiera quedado abandonada o limpiar un poco. La mujer se quejó a doña Ceci, creyendo que intentaban quitarle su puesto.
– ¿Por qué no trabajas de verdad? -le propuso una tarde-. Dejaré que escojas a tus clientes. Ya sé que vienes de otro ambiente y no estás acostumbrada.
– Nunca podría hacerlo.
– Eres más bonita que ninguna. ¿Sabes lo que podrías ganar?
– No -repitió Caridad-. Además, ¿qué ejemplo le daría a mi hija? Ya es casi una señorita.
Cecilia suspiró.
– Me apena decírtelo, pero si no trabajas no podrás quedarte. Llevo meses sin usar ese cuarto, y es dinero que pierdo. Ya tengo a dos muchachas interesadas en ocuparlo.
– En cuanto tenga un trabajo, podré pagarte por él. La gente necesita criadas…
– Nadie quiere niños ajenos en su casa -le aseguró doña Cecilia.
Caridad la miró aterrada.
– Yo podría… yo podría…
– Te estoy ofreciendo lo que no le ofrezco a ninguna: escoger sus clientes… Créeme, eso subirá tu precio.
– No sé -tartamudeó-. Déjame pensarlo.
– No tengas miedo. Llevo toda la vida en este oficio y no es tan malo como dicen.
– ¿Toda la vida?
– Desde que era una criatura.
– ¿Cómo…? -dudó- ¿Cómo ocurrió?
– Vivía por la Loma del Ángel y jugaba por las calles medio desnuda, sin casa y sin familia, sobreviviendo como podía. Ya empezaba a tener pechos, pero no me daba cuenta. Me recogió una mujer que vendió mi virginidad por una fortuna, y aquí me ves: todavía no me he muerto. -Se rió suavemente-. Fíjate si me ha ido bien que hasta aparezco en una novela.
– ¿En una novela? -repitió Caridad, que no entendía cómo alguien vivo podía aparecer en un libro.
– Cuando todavía andaba mataperreando por las calles, me descubrió un abogado que había abandonado su bufete para hacerse profesor. Siempre que me veía, me llamaba y me daba algunas monedas o caramelos. Creo que se enamoró de mí, aunque yo sólo tenía doce años y él debía de andar por sus treinta. Después que me llevaron al prostíbulo, dejé de verlo, pero luego me enteré por un cliente que el profesor había escrito una novela y que la protagonista se llamaba igual que yo.
– ¿Escribió tu historia? -preguntó Caridad súbitamente interesada.
– ¡Claro que no! Si no sabía nada mí. Su Cecilia Valdés y yo sólo teníamos de parecido el nombre y que habíamos correteado por la Loma del Ángel.
– ¿Leíste la novela?
– Un cliente me la contó. ¡Dios mío! La de cosas que inventó don Cirilo. Imagínate que en la novela yo era una inocente muchacha, engañada por un niño blanco y rico que me seduce, y al final resulta que somos medio hermanos. ¡Qué perversidad! Al final, el niño rico paga con su vida, porque un negro celoso le dispara a la salida de la iglesia en el momento en que se está casando con una dama de alcurnia. Yo me vuelvo loca y termino en un manicomio… ¿Cómo pueden inventar tantos disparates los escritores? -Arrugó el ceño y pareció perderse en sus pensamientos-. Siempre he pensado que deben de andar medio trastornados.
– ¿Y nunca volviste a verlo?
– ¿A don Cirilo? Me lo encontré por casualidad un día. Había estado preso, creo que por algún lío político, y salió del país; pero regresó después de un indulto. Resultó que me tenía como el gran amor de su vida, aunque nunca nos dimos ni un beso. No me dejó ir hasta que no supo mi dirección. ¿Y puedes creer que vino varias veces al prostíbulo, preguntando por mí?
– ¿Lo recibiste?
– Ni que estuviera loca. Ya le había contado la historia a la dueña anterior, que se asustó más que yo. Cada vez que venía, le decía que yo estaba ocupada. Nunca quise enredarme con lunáticos -suspiró-. Pero un día nos tropezamos en la calle y me dio lástima. Así es que le acepté una invitación para cenar. Vino a verme antes de irse a Nueva York. Después regresó un par de veces a La Habana, y siempre me traía flores o dulces, como si yo fuera una gran dama. La última vez fue hace tres años. Tenía más de ochenta años, y todavía tocó a la puerta de esta casa con un ramo de rosas.
– ¿Volvió a Nueva York?
– Sí, y se murió casi enseguida… Pero la vida tiene cosas raras. ¿Te acuerdas de aquel joven que se nos arrimó cuando llegaste a casa?
– Sí.
– Se llama Leonardo, igual que el señorito blanco de la novela. Unos días después que murió don Cirilo, se apareció en mi puerta. Quería que lo atendiera, pero a esta edad no estoy para esos menesteres. Ya ha venido varias veces y siempre se va furioso con mis desplantes, sin interesarse por las muchachas. A veces creo que es la sombra del propio Cirilo, o una maldición que me dejó con esa novela suya… Bueno, ahora está obsesionado contigo.
Doña Cecilia pareció salir de su embeleso y se dio una palmada en la frente.
– ¿Cómo no se me ocurrió antes? ¿Sabes quién es tu orisha regente?
– Creo que Oshún.
– Déjame hacerle una rogación. Ya verás que te quita ese miedo a los hombres.
Caridad vaciló unos segundos. No sabía si seguirse negando o dejar que la mujer hiciera lo que le viniera en ganas. Ella no creía que ningún orisha pudiera quitarle sus escrúpulos, pero no dijo nada. Quizás la ceremonia le daría algunos días más para pensar en lo que debía hacer. Una sola cosa le preocupaba.
– No quiero que Mechita se entere de nada.
– Lo haremos a la medianoche, cuando ella duerma.
Pero Mercedes no durmió esa noche. Un canturreo monótono y saltarín alejó el sueño que comenzaba a asentarse sobre sus párpados. Se deslizó de la cama y vio que su madre no estaba en la suya. Abrió la puerta con sigilo, pero sólo vio el fulgor de la luna que bañaba el patio desierto. Siguiendo la voz, avanzó por el pasillo hasta un ventanal de donde escapaba una luz temblorosa y amarilla. Sin hacer ruido, buscó una silla y se subió a mirar. En un rincón, una anciana sin dientes se mecía al ritmo de su propio canto mientras ña Ceci vertía un líquido oleaginoso sobre la cabeza de una mujer desnuda. El aroma punzón de la miel hirió su olfato. El oñí -como lo llamaba su madre con el mismo vocablo que usara Dayo, la abuela esclava- hacía brillar su piel.
– Oshún Yeyé Moró, reina de reinas, vierto esta miel sobre el cuerpo de tu hija y te ruego en su nombre que le permitas servirte -decía ña Cecilia, dando vueltas en torno a la figura inmóvil-. Ella quiere ser fuerte, ella quiere ser libre para amar sin compromisos. Por eso te pido, Oshún Yeyé Kari, líbrala de pudores, déjala sin miedo y sin vergüenza…
Las llamas de las velas se agitaron ante una corriente invisible, como si alguien abriera una puerta lateral. La mujer, que hasta el momento permaneciera inmóvil, pareció estremecerse bajo una ráfaga helada y deslizó las manos por sus muslos, esparciendo el oñí. Mercedes no podía verle el rostro, pese a la luna que centelleaba sobre ella desde la ventana.
– Oshishé iwáaa ma, oshishé iwáaa ma omodé ka siré ko hará bi lo sóoo… -cantó la anciana negra con voz ahogada, mientras la mujer comenzaba a reír con suavidad y a moverse en un baile extrañamente voluptuoso.