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La niña experimentó un cosquilleo entre las piernas. Oscuramente deseó que la miel cayera también sobre ella y se mezclara con el rocío que humedecía la ciudad y sus habitantes. Le hubiera gustado perderse en aquel trance que hacía reír a la mujer como si fuera una loca, y agitar sus caderas con un temblor telúrico.

Na Cecilia se apartó de ella. Ahora la ancestral voz africana transformaba el ritmo en una cadencia sensual y agitada como el galope de una bestia. La mujer desnuda se arqueó sobre sí y gimió.

– Es tuya, Leonardo -dijo doña Cecilia.

De las sombras surgió una figura. Mercedes reconoció de inmediato al hombre que las había asustado. La mujer le dio la espalda al hombre que se acercaba y, por primera vez, la niña vio el rostro de su madre. El hombre se pegó a ella, pero su madre, en vez de rechazarlo, dejó que la acariciara.

El patio empezó a dar vueltas alrededor de Mercedes y todo se puso más negro que la noche. La luna desapareció y el mundo también.

Leonardo tomó en sus brazos el cuerpo desnudo de Caridad y entró con ella a un cuarto aledaño, mientras el canto seguía estremeciendo la noche. Doña Cecilia abrió la puerta para salir al patio y encontró a la niña desfallecida. Enseguida comprendió lo ocurrido. La cargó y la llevó hasta la cama. Buscó agua en una jofaina cercana, pero no había.

Recordó el jarrón de miel que había dejado junto a la puerta y fue a buscarlo. Tomó un poco con el dedo y humedeció con ella los labios y las sienes de la criatura. El fuerte dulzor del oñí pareció reavivarla.

– Parece que estuviste soñando -le dijo doña Ceci cuando se encontró con la mirada de la niña-. Te caíste de la cama.

Mercedes no dijo nada. Cerró los ojos para que la dejara sola, y eso fue lo que hizo doña Cecilia.

Tan pronto como la puerta se cerró, se incorporó en su cama y descubrió el cántaro de miel. Sin pensarlo, metió su mano en la vasija. Afuera los tambores continuaban adorando a la orisha del amor, mientras Mercedes se untaba con miel todos los recovecos del cuerpo. Oñí para sus ardores, fuego para su impaciencia… El hechizo de Oshún había penetrado en ella.

TERCERA PARTE. La ciudad de los oráculos

De los apuntes de Miguel

QUEDARSE EN CHINA:

En Cuba, cuando alguien dice «Fulano se quedó en China», eso no significa que la persona haya decidido permanecer en ese país, sino que no entendió nada de lo que vio o escuchó.

Es probable que la frase haya surgido de la incomunicación o confusión que experimentaron los inmigrantes chinos recién llegados a la isla, sin conocimiento alguno del idioma, ante una cultura tan diferente a la que dejaron.

Noche cubana

Los hombres más bellos del mundo se paseaban por South Beach. Lauro y ella se habían escapado del periódico para ir a almorzar a esa zona llena de boutiques y cafés al aire libre.

Mientras devoraba una ensalada de arúgula, queso azul y nueces, pensaba en su extraño destino: sin padres ni hermanos, languidecía sola en una ciudad donde jamás imaginó que viviría. No era raro que le hubiera dado por asistir a aquellos cursos sobre el aura. Después del primero, regresó por el segundo, y después por un tercero… Lauro se burlaba, diciendo que un novio le curaría esos arrebatos. Ella lo ignoró, aunque en el fondo se preguntaba si no tendría razón. ¿No estaría inventándose emociones para ignorar carencias más terrenales?

Todavía se afanaba con su ensalada cuando Lauro, aburrido de esperar, abrió el periódico.

– Mira -dijo él-, ya que te ha dado por el misticismo, a lo mejor te interesa esto.

Sacó un pliego y se lo entregó.

– ¿Qué tengo que mirar?

El muchacho buscó un recuadro que le señaló con el dedo, antes de volver a su lectura. Era el anuncio de otra conferencia en Atlantis, la tienda de Lisa: «Martí y la reencarnación». Casi sonrió ante la audacia.

– ¿Quieres ir? -preguntó ella.

– No, tengo mejores ofertas para la noche.

– Tú te lo pierdes.

Un mozo se llevó los platos vacíos y otro trajo los cafés.

– ¡Dios mío! -exclamó Lauro, mirando su reloj-. Pidamos la cuenta rápido. Llevamos casi una hora aquí y todavía me quedan tres artículos por traducir.

– Tenemos tiempo.

– Y necesito llamar a la agencia de viajes para lo del crucero. No quiero perderme la caída del muro por nada.

– Ya el muro que iba a caerse, se cayó.

– Estoy hablando del muro del malecón. Cuando el viejito de Roma aterrice en La Habana, con su bata blanca toda vaporosa, ya verás la que se arma en la isla.

– No va a pasar nada.

– Sigue durmiendo de ese lado, pero yo quiero estar en primera fila cuando suenen las trompetas de Jericó.

– Como no sea la corneta china de las comparsas, no sé qué vas a oír en ese país de locos.

El sol se iba poniendo. Media hora después de llegar a casa, ya estaba lista para sus ejercicios. Fue apagando las luces hasta quedarse en una penumbra donde apenas podían distinguirse los objetos. Era lo que necesitaba. O al menos, lo que había recomendado Melisa en sus conferencias.

Arrastró la palma enana que adornaba una esquina, y la colocó contra la pared. Se sentó a unos pasos de la maceta, cerró los ojos y trató de calmarse. Después entreabrió los párpados y observó la planta, pero sin fijar la vista en ella. Recordaba bien las instrucciones: «Mirar sin ver, como si no les interesara lo que tienen delante». Creyó distinguir una línea lechosa que bordeaba las hojas. «Pudiera ser una ilusión», pensó. El halo creció. A Cecilia le pareció que latía suavemente. Adentro, afuera, adentro, afuera… como un corazón de luz. ¿Estaba viendo el aura de un ser vivo?

Cerró de nuevo los ojos. Cuando volvió a abrirlos, una claridad lunar rodeaba la palma; pero no provenía de una fuente externa. Brotaba de sus hojas, del tronco fino y grácil que se curvaba en reverencia, incluso de la tierra donde se anclaban sus raíces. Cuba, su patria, su isla… ¿Por qué la recordaba ahora? ¿Sería por aquella luminiscencia de leche? En su mente vio la luna sobre el mar de Varadero, sobre los campos de Pinar del Río… Le pareció que allí la luna alumbraba diferente, como si estuviera viva. O quizás se había contagiado con esos viejos que decían que en Cuba todo sabía distinto, olía distinto, se veía distinto… como si la isla fuera el paraíso o estuviera en otro planeta. Trató de sacudir aquellas ideas. Si su isla había sido un paraíso, ahora estaba maldito; y las maldiciones no se llevaban en el corazón. Por lo menos, no en el suyo.

Fatigada, abrió los ojos. El halo pareció consumirse, pero no desapareció del todo. Se puso de pie y encendió la luz. La planta dejó de ser un espectro fosforescente para transformarse en una vulgar palmita sembrada en una maceta. ¿Habría visto realmente algo? Sospechó que había hecho el papel de idiota.

«Menos mal que nadie me vio», se dijo.

Miró el reloj. Dentro de una hora empezaría la cuarta conferencia del ciclo. Arrastró la planta hasta su lugar y apagó la luz antes de entrar a su cuarto. No se quedó para ver aquella claridad de plata, que aún flotaba en torno a las hojas.

Lauro la acompañó a regañadientes, desalentado por su cambio de planes para esa noche. Cuando llegaron a la librería, habría unas cuarenta personas zumbando como abejas enloquecidas.

– Esa chismosa… -murmuró Lauro, arrastrándola al otro extremo del salón y señalando con disimulo a un muchacho que conversaba con dos señoras-. No quiero ni que se me acerque.

– Hola, Lisa -dijo Cecilia.