La muchacha se volvió.
– ¡Ah! ¿Qué tal?
– Hoy traje mi grabadora. Hay un sitio cercano donde…
– Lo siento, Ceci. Hoy tampoco podremos hablar.
– Pero llevo tres semanas dejándote mensajes. Vine a las dos últimas conferencias y tampoco te vi.
– Disculpa, estuve enferma y todavía no me siento bien. Si no es por una amiga que me ha estado ayudando…
Un rumor junto a la puerta indicó que el orador había llegado. Al principio, Cecilia no supo distinguirlo del grupo que acababa de entrar. Para su sorpresa, una anciana casi centenaria se acercó hasta la mesa donde se hallaba el micrófono, sosteniéndose a duras penas con su bastón.
– Te veo después -susurró Lisa, alejándose.
Ya no había asientos, pero la alfombra parecía nueva y limpia. Cecilia se sentó con Lauro, cerca de la puerta.
– ¿Puedes creer que ese tipo siempre se las arregla para armar un enredo donde quiera que llega? -cuchicheó Lauro a su oído-. Cuando yo estaba en Cuba, hizo que dos amigos míos se pelearan porque… ¡Ay, no puedo creerlo! ¿Aquél es Gerardo?
Se levantó de un salto y salió disparado hacia el otro extremo del salón. Cecilia colocó su bolso en el espacio abandonado, pero unos segundos después Lauro le indicó que se quedaría allí.
La anciana comenzó su disertación leyendo varios textos donde Martí hablaba del regreso del alma tras la muerte para proseguir su aprendizaje evolutivo. Después citó un poema que parecía concebir el sufrimiento de su país como resultado de la ley del karma, como si el exterminio de la raza indígena y las matanzas de esclavos negros exigieran una purga por parte de las almas reencarnadas en la posteridad. Cecilia la escuchaba boquiabierta. Resultaba que el apóstol de la independencia cubana era casi espiritista.
Cuando acabó la conferencia quiso acercarse a la anciana, pero el número de gente que deseaba hablarle parecía mayor que el que la había escuchado. Desistió de su intento y fue hasta el mostrador donde Lisa se afanaba por atender a los clientes. Tampoco pudo acercarse a ella. Resolvió esperar mientras exploraba los libreros.
Miami se había convertido en un enigma. Comenzaba a sospechar que allí se conservaba cierta espiritualidad que los más viejos habían rescatado amorosamente de la hecatombe; sólo que ese hálito se ocultaba en los pequeños rincones de la ciudad, alejados muchas veces de las rutas turísticas. Tal vez la ciudad fuera una cápsula del tiempo; un desván donde se guardaban los trastos de un antiguo esplendor, en espera del regreso a su lugar de origen. Pensó en la teoría de Gaia sobre las múltiples almas de una ciudad.
– Oye, m’hijita, hace media hora que te estoy hablando y tú ni me miras.
Lauro resoplaba indignado.
– ¿Qué?
– Ni sueñes con que volveré a hacer todo el cuento. ¿Qué te pasa?
– Estoy pensando.
– Sí, en cualquier cosa, menos en lo que te decía.
– Miami no es lo que parece.
– ¿Qué quiere decir eso?
– Por fuera parece frío, pero por dentro no lo es.
– Ceci, please, ya tuve mi dosis de metafísica. Ahora quiero irme al Versailles a tomarme un café con leche, comerme unas masitas de puerco y ponerme al día con los chismes del festival de ballet en La Habana. ¿Quieres venir?
– No, estoy cansada.
– Entonces nos vemos mañana.
Cecilia comprobó que apenas quedaban unos minutos para cerrar. Sacó entre los estantes un ejemplar del I Ching y, al volverse, tropezó con una muchacha.
– Disculpa -musitó Cecilia.
– Eres como yo -susurró la joven por toda respuesta-. Andas con muertos.
Y sin decir más se alejó, dejando a Cecilia pasmada. Otra loca suelta por Miami. ¿Por qué debía ser ella quien se las encontrara? Bueno, eso le ocurría por estar en lugares adonde iba ese tipo de gente.
– ¿Conoces a esa que acaba de salir? -preguntó a Lisa, cuando se acercó a la caja con su I Ching.
– ¿Claudia? Sí, es la amiga que me ha estado ayudando. ¿Por qué?
– Por nada.
Vio cómo buscaba una bolsa para envolver su libro.
– Podemos vernos el miércoles al mediodía -propuso Lisa, apenada por no haber cumplido su promesa anterior.
– ¿Seguro? Mira que la otra vez me quedé esperando.
– Hablaremos en casa -dijo Lisa, garrapateando una dirección en el recibo de la compra-. No llames para confirmar, a menos que seas tú quien no puede ir. Te estaré esperando.
Una vez afuera, Cecilia respiró aliviada. Por fin podría terminar su artículo.
Su auto se hallaba al final de la calle, pero no tuvo que acercarse mucho para notar que tenía una rueda desinflada. ¿Estaría agujereada o sólo falta de aire? Se agachó para examinarla, aunque no tenía idea de lo que debía buscar. ¿Un hueco? ¿Una rajadura? El aire podía irse por un orificio invisible. ¿Cómo saber lo que le ocurría al puñetero neumático?
Una sombra cayó sobre ella.
– Do you need help?
Cecilia dio un respingo. El farol a espaldas del desconocido impedía verle el rostro, pero enseguida supo que no era un delincuente. Vestía un traje que, incluso a contraluz, parecía elegante. Se movió para verle el rostro. Algo en su aspecto le indicó que no era americano. Y en aquella ciudad, cuando alguien no era gringo, tenía 99 papeletas sobre 100 de ser latino.
– Creo que tengo una rueda ponchada -aventuró ella en su español cubanizado.
– Yes, you’re right. ¿Tienes cómo cambiarla? -preguntó el hombre, saltando de un idioma a otro con naturalidad.
– Hay un repuesto en el maletero.
– ¿Quieres llamar a la Triple A?… I mean, si no tienes celular, puedes usar el mío.
Lauro se lo había dicho mil veces. Una mujer necesita afiliarse a un servicio de auxilio para carreteras. ¿Qué iba a hacer si se le rompía el auto en pleno expressway o en medio de la noche, como ahora?
– No tengo Triple A.
– Bueno, no te preocupes. Yo te la cambio.
No era un hombre especialmente bello, pero sí muy atractivo. Y expelía masculinidad por todos los poros. Cecilia lo observó mientras cambiaba el neumático, una operación que había visto muchas veces, pero que era incapaz de repetir.
– No sé cómo agradecerte -le dijo ella, tendiéndole una loción limpiadora que siempre llevaba en el bolso.
– No fue nada… Bye the way, me llamo Roberto.
– Cecilia, mucho gusto.
– ¿Vives cerca?
– Más o menos.
– ¿Eres cubana?
– Sí, ¿y tú?
– También.
– Soy de La Habana.
– Yo nací en Miami.
– Entonces no eres cubano.
– Sí lo soy -porfió él-. Nací aquí por casualidad, porque mis padres se fueron…
No era la primera vez que Cecilia se enfrentaba a ese fenómeno. Era como si la sangre o los genes surgidos de la isla fueran tan fuertes que se necesitaba más de una generación para renunciar a ellos.
– ¿Puedo invitarte a cenar?
– Gracias, pero no creo…
– Si te decides, llámame. -Sacó una tarjeta del bolsillo y se la dio.
Varias calles más allá, Cecilia aprovechó la luz roja de un semáforo para leerla: Roberto C. Osorio. Y una frase en inglés que tuvo que releer. ¿Dueño de un concesionario de autos? Nunca había conocido a alguien que se dedicara a semejante cosa. Pero podría ser un cambio interesante, el comienzo de una aventura… Tuvo un instante de pánico. Los cambios la aterraban. Los cambios nunca habían sido buenos en su vida.
Llegó al apartamento, sin ánimos de cocinar. Se sirvió una lata de sardinas, otra de peras en almíbar y algunas galletas. Comió de pie, junto al mostrador de la cocina, antes de sentarse a leer el I Ching. A mitad de la lectura, se le ocurrió hacer una consulta al oráculo sólo para ver qué decía. Después de lanzar tres monedas seis veces, resultó el hexagrama 57: Sun, Lo suave (lo penetrante, el viento). El dictamen fue: «Es propicio tener adonde ir. Es propicio ver al gran hombre». No se tomó el trabajo de leer las diferentes líneas por separado. Si lo hubiera hecho, tal vez habría tomado otra decisión que no fuera llamar al número que aparecía en la tarjeta.