Así pasaron muchos meses, un año, dos… Y un día Pag Li, el primogénito de Rosa y Manuel Wong, se convirtió definitivamente en el joven Pablito, al que sus amigos también comenzaron a llamar Tigrillo cuando supieron el año de su nacimiento.
En otro país del hemisferio ya hubiera sido otoño, pero no en la capital del Caribe. Las brisas azotaban los cabellos de sus habitantes, levantaban las faldas de las damas y hacían ondear las banderas de los edificios públicos. Era la única señal de que el tiempo comenzaba a cambiar, porque aún la calidez del sol castigaba las pieles.
Tigrillo regresaba de la fonda de la esquina, después de cumplir con el encargo de su padre: la apuesta semanal a la bolita, una lotería clandestina que todos jugaban, en especial los chinos. La pasión por el juego era casi genética en ellos, tanto que su famosa charada china o chiffá -que trajeran a la isla los primeros inmigrantes- había permeado y contagiado al resto de la población. No existía cubano que no supiera de memoria la simbología de los números.
La charada estaba representada por la figura de un chino, cuyo cuerpo mostraba todo tipo de figuras acompañadas por cifras: en la cima de la cabeza tenía un caballo (el número uno); en una oreja, una mariposa (el dos); en la otra, un marinero (el tres); en la boca, un gato (el cuatro)… y así, hasta el treinta y seis. Pero la bolita tenía cien números, y por eso se habían añadido nuevos símbolos y cifras.
La madre de Tigrillo había soñado la noche anterior que un gran aguacero se llevaba sus zapatos nuevos. Con esos dos elementos -agua y zapatos-, los Wong decidieron jugar al número once -que aunque equivalía a gallo, también significaba lluvia- y al treinta y uno -que aunque era venado, también podía ser zapatos-. Aquella variedad de acepciones se debía a que ya se habían creado otras charadas: cubana, americana, india… Pero la más popular -y la que todos recitaban de memoria- era la china.
Antes de llegar al bar donde el bolitero Chiong recogía las apuestas, el muchacho lo vio conversando con un curioso personaje: un paisano con traje y corbata occidentales, y un fino bigotito recortado, algo bastante inusual en un chino… al menos, en los que Pag Li conocía. Chiong tenía cara de susto y miraba en todas direcciones. ¿Buscaba ayuda o temía que lo vieran? El instinto le dijo a Pag Li que se mantuviera a distancia. Mientras fingía leer los carteles del cine, observó con disimulo cómo Chiong abría la caja, sacaba unos billetes y se los entregaba al individuo. La imagen alertó su memoria. «Cuando veas a un chino vestido como un blanco rico, apártate de él. Lo más probable es que sea uno de esos gángsters que extorsionan los negocios de las personas decentes…», le había advertido Yuang. Bueno, la bolita no era precisamente un negocio decente, pero el chinito Chiong no le hacía daño a nadie. Siempre se le podía ver en aquel rincón, saludando a sus coterráneos y brindando direcciones a los marchantes que las pedían.
El muchacho suspiró. De todos modos, no debía meterse en política. Tan pronto el hombre se alejó, cruzó la calle y pagó por las apuestas con aire de quien no ha visto nada.
– ¡Eh! ¡Tigre!
Se volvió en busca de la voz.
– Hola, Joaquín.
Joaquín era Shu Li, un compañero de clases nacido en la isla, pero hijo de cantoneses.
– Iba a buscarte. ¿Quieres ir al cine?
Pablo lo pensó un poco.
– ¿Cuándo?
– Dentro de media hora.
– Pasaré por ti. Si no llego a tiempo, es que no me dejaron ir.
Yuang estaba sentado en el umbral. Saludó al muchacho con un movimiento de mano, pero éste corrió al interior de su casa.
– Mami, ¿puedo ir al cine? -preguntó en cantones, como hacía siempre que hablaba con sus padres y, a veces, con su bisabuelo.
– ¿Con quién?
– Shu Li.
– Está bien, pero primero lleva esta ropa a casa del maestro retirado.
– No lo conozco.
– Vive al lado del grabador de discos.
– Tampoco sé quién es. ¿Por qué no mandas a Chíok Fun?
– Está enfermo. Tienes que llevarlo tú. Después sigues para casa de Shu Li… ¡Y alégrate de que tu padre no haya llegado, porque a lo mejor ni te dejaba ir!
El joven miró el bulto de ropa.
– ¿Cuál es la dirección?
– ¿Sabes dónde está la fonda de Meng?
– ¿Tan lejos?
– Dos o tres casas después. En la puerta hay una aldaba que parece un león.
Pablito se bañó, se vistió y comió algo, antes de salir corriendo. Durante el trayecto iba preguntando la hora a todos los transeúntes. No llegaría a tiempo. Siete cuadras después, pasaba por delante de la fonda y buscaba la aldaba con el león, pero en esa calle había tres puertas parecidas. Maldijo su suerte y la desgraciada costumbre de sus padres de no poner direcciones en los recibos. Tantos años de vivir en aquella ciudad y todavía no se habían aprendido ni los números… ¿Le había dicho su madre que era dos casas después de la fonda? ¿O cuatro? No recordaba. Decidió tocar de puerta en puerta hasta dar con la indicada. Y fue una suerte que así lo hiciera. O una desgracia… O quizás ambas cosas.
Herido de sombras
The Rusty Pelican era un restaurante rodeado de agua, situado a la entrada del cayo Biscayne. Apenas vio las letras rojas sobre las maderas vírgenes, Cecilia recordó que su tía se lo había mencionado. Visto desde el inmenso puente no era muy atractivo. Sólo la cantidad de barcos y yates que lo rodeaban, desmentía que se tratara de un lugar abandonado. Pero cuando entró en su atmósfera helada y contempló el mar, más allá de las paredes de vidrio, reconoció que la anciana tenía razón. En Miami existían lugares de ensueño.
Vieron el atardecer desde aquella pecera cristalina que los aislaba de la canícula. A lo lejos, las lanchas dejaban estelas de espuma tibia sobre las aguas cada vez más oscuras mientras los edificios se iban llenando de luces. Después de comer, sobre dos copas de Cointreau, hablaron de mil cosas.
Roberto le contó sobre su infancia y sus padres, dos inmigrantes sin conocimiento del inglés que se habían abierto camino en un país generoso y rudo a la vez. Mientras sus amigos tenían novias y se iban de fiesta, él y sus hermanos trabajaban en un taller -después de clases- para ayudar a cambiar neumáticos, sacar mercancía del almacén y atender los teléfonos. De algún modo se las arregló para llegar a la universidad, pero no terminó su carrera. Un día decidió emplear el dinero de sus estudios en un negocio… y funcionó. Los dos primeros años trabajó doce horas diarias y apenas dormía cinco o seis, pero finalmente consiguió lo que quería. Ahora era dueño de una de las agencias de autos más prósperas de la Florida.
Cecilia se daba cuenta de lo alejados que estaban sus mundos y sus vivencias, pero le fascinaba aquella sonrisa y su pasión por una isla que no conocía y que consideraba su patria. Por eso decidió seguir viéndolo.
La noche siguiente fueron a un club; y cuando él la besó por primera vez, ya estaba decidida a pasar por alto su furor por las carreras de autos y aquella manía de llamar al concesionario cada dos horas para saber qué estaba ocurriendo con las ventas. «Nadie es perfecto», se dijo. Casi olvidó que al día siguiente tendría su entrevista con Lisa. Esa noche se despidió temprano y regresó a su casa con el corazón más ligero.
Lisa vivía en los límites de Coral Gables, muy cerca de la Calle Ocho, pero el bullicio del tráfico no llegaba hasta la acogedora casita de color ocre. Había plantas por doquier, y muebles de madera oscura y antigua. Cecilia había encendido su grabadora sobre una mesa en forma de baúl y escuchaba la explicación de Lisa. A través de la puerta de cristal, podía ver unos pájaros azules que se bañaban en la fuente del patio.