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Contempló los campos húmedos que esa tarde parecían hincharse como sus pechos cuando amamantaba a la pequeña Kui-ta, su capullo de rosa. La niña tenía once años y pronto habría que buscarle esposo; pero esa tarea quedaría en manos de su cuñado Weng, como correspondía al pariente masculino más cercano.

Con paso vacilante se dirigió al interior. Debía ese equilibrio inestable al tamaño de sus pies. Durante años, su madre se los vendó para que no crecieran: requisito importante si deseaba conseguir un buen casamiento. Por eso ella se los vendaba ahora a la pequeña Kui-fa, pese a sus llantos y protestas. Era un proceso agónico: todos los dedos, excepto el mayor, debían quedar doblados hacia el suelo; después se colocaba en el arco una piedra que quedaba ajustada con las vendas. Aunque ella misma había abandonado la costumbre desde la muerte de su marido, algunos huesecillos rotos y mal fundidos habían dejado una huella permanente en su forma de moverse.

Llegó a la cocina donde Mey Ley trozaba unas verduras, y comprobó que su hija jugaba junto al fogón. Mey Ley no era una sirvienta cualquiera. Había nacido en casa adinerada e incluso aprendió a leer, pero varias desgracias sucesivas terminaron convirtiéndola en la concubina de un terrateniente. Únicamente la muerte del amo la había liberado de su condición. Sola y sin recursos, optó por ofrecer sus servicios a los Wong.

– ¿Buscaste las coles, Mey Ley?

– Sí, señora.

– ¿Y la sal?

– Todo lo que me encargó -y añadió tímidamente-: La señora no debe preocuparse.

– No quiero que suceda lo mismo del año pasado.

Mey Ley enrojeció de vergüenza. Aunque su ama nunca le reprochó nada, sabía que la pasada inundación había ocurrido por su culpa. Ya estaba vieja y olvidaba ciertas cosas.

– Este año no tendremos problemas -se animó a decir-. Los señores del templo tienen trajes lujosos.

– Ya sé, pero a veces los dioses son rencorosos. Es bueno que tengamos reservas, por si acaso.

Lingao-fa se dirigió al dormitorio, seguida por los vapores del caldo que se cocía. Su temprana viudez había despertado la codicia de varios hacendados, no sólo debido a su belleza, sino porque el difunto Shi le había dejado numerosos terrenos donde crecían el arroz y las legumbres, además de algún ganado. Modesta, pero firme, había rechazado todas las propuestas, hasta que su cuñado le propuso que se casara con un negociante de Macao, dueño de un banco que manejaba las finanzas del clan, para que el patrimonio familiar quedara asegurado. Entonces no supo qué hacer ni a quién acudir. Sus padres habían muerto y debía obediencia al hermano mayor del que fuera su marido. Un día supo que no podría seguir evadiendo su decisión. Weng se presentó en su casa y le dijo, sin más rodeos, que la boda se efectuaría el tercer día de la quinta luna.

Sobre una mesa reposaba la peineta de plata que le regalara su madre. Con gesto mecánico acarició las diminutas incrustaciones de nácar y, después de desenredar sus cabellos, los humedeció para refrescarse y salió al portal. En ese instante la luna emergió tras las nubes. «Tú tienes la culpa, maldito viejo», murmuró entre dientes, mirando con ira el disco brillante donde vivía el anciano caprichoso que ataba con una cinta los pies de aquellos destinados a ser marido y mujer -un sortilegio del cual nadie escapaba-. Por eso se había convertido en esposa de Shi; y por igual razón se enfrentaba ahora a su difícil destino.

Era la última vez que vería sobre los campos esa luz azulada, pero no le importó. Cualquier cosa era mejor que soportar los tormentos infernales. La tenían sin cuidado las burlas de Weng, que muchas veces se había mofado de sus creencias. Ella sabía que el espíritu de su esposo la despedazaría en la otra vida si llegaba a casarse de nuevo. Una mujer sólo puede ser propiedad de un hombre, y semejante certeza era peor que la posibilidad de no ver más a los suyos.

Esa noche cenó temprano, arropó a Kui-fa y la acompañó en su sueño más tiempo del habitual. Después se despidió de Mey Ley, que ya se retiraba a dormir a los pies de la niña, y quedamente salió al patio, donde permaneció horas contemplando las constelaciones… Fue la cocinera quien la descubrió a la mañana siguiente, colgando del árbol, junto al estanque de los peces dorados.

Lingao-fa fue enterrada con grandes honores un brumoso amanecer de 1919. Su muerte, sin embargo, no resultó del todo inútil para Weng. Pese a que el comerciante vio desaparecer sus posibilidades de asociación, el prestigio de la familia aumentó ante aquella muestra de fidelidad conyugal. Además, como pariente encargado de velar por el futuro de Kui-fa, su capital creció con las propiedades que pasaron a sus manos. Eso sí, el dinero y las joyas correspondientes a la dote quedaron en las arcas del banco de Macao. Y en cuanto al patrimonio de ganado y cultivos, el comerciante se propuso multiplicar -mientras pudiera- lo que, por el momento, debía administrar.

Weng sentía un gran respeto por sus antepasados, y si bien no era supersticioso -a diferencia de otros lugareños-, tampoco escamoteaba honores ante la interminable fila de parientes difuntos que iban acumulándose de generación en generación. Por esa lealtad hacia sus muertos, Weng dispuso de inmediato que su sobrina fuera tratada como uno de sus hijos; decisión poco común en un lugar donde las niñas eran vistas como estorbos. Y es que, deberes aparte, el comerciante también había percibido el lado práctico de su tutoría. Kui-fa era bonita como su madre, y contaba con una dote donde no faltaban las reliquias y las joyas familiares, además de las tierras que deberían pasar a su marido apenas se casara. Tres años antes, Weng se había hecho cargo del hijo de Tai Kok, un primo muerto en circunstancias algo confusas en una isla del mar Caribe, adonde fuera en busca de fortuna siguiendo los pasos de su padre. Siu Mend era un niño callado y hábil en las matemáticas, al que Weng deseaba iniciar en los negocios. Nadie mejor que ese niño para marido de su sobrina, que pronto estaría en edad de contraer nupcias.

Por el momento la pequeña Kui-fa quedaría al cuidado de Mey Ley, encargada de vigilar su virtud. La nodriza dormiría en el suelo, a los pies de su ama, como había hecho siempre, lo cual contribuyó a que Kui-fa se sintiera menos triste por la ausencia de su madre.

De todos modos, su nuevo hogar era un sitio bullicioso donde entraba y salía toda clase de gente. Aparte del tío Weng y su esposa, allí vivían el abuelo San Suk, que casi nunca abandonaba su habitación; dos primos ya casados, hijos de su tío, con sus esposas e hijos; ese niño llamado Siu Mend, que se pasaba el día estudiando o leyendo; y unos cinco o seis criados. Pero no era su profusa parentela lo que más curiosidad despertaba en ella. A veces llegaban unos visitantes pálidos, envueltos en ropas oscuras y ajustadas, que hablaban un cantones apenas comprensible y tenían los ojos redondos y desteñidos. La primera vez que Kui-fa vio a una de esas criaturas entró a la casa gritando que había un demonio en el jardín. Mey Ley la tranquilizó después de salir a investigar, asegurándole que se trataba de un lou-fan: un extranjero blanco. Desde entonces, la niña se dedicó a observar las idas y venidas de aquellos seres luminosos a los que su tío trataba con especial reverencia. Eran altos como los gigantes de los cuentos y hablaban con una música extraña en la garganta. Uno de ellos la sorprendió espiándolo en cierta ocasión y le sonrió, pero ella salió disparada en busca de Mey Ley y no regresó hasta que las voces se alejaron.

Durante el día, Kui-fa pasaba horas junto al fogón, escuchando las historias que la anciana aprendiera en su juventud. Así se enteraba de la existencia del Dios del Viento, de la Diosa de la Estrella del Norte, del Dios del Hogar, del Dios de la Riqueza y de muchos más. También le gustaba oír del Gran Diluvio, provocado por un jefe que, lleno de vergüenza al ser derrotado por una reina guerrera, se golpeó la frente contra un inmenso bambú celestial que desgarró las nubes. Pero su favorita era la historia de los Ocho Inmortales que asistían al cumpleaños de la Reina Madre del Oeste, junto al Lago de las Joyas, y que al compás de una música tocada por instrumentos invisibles, participaban de un festín donde abundaban los manjares más delicados: lengua de mono, hígado de dragón, patas de oso, tuétano de fénix y otras exquisiteces. El punto culminante del banquete era el postre: los duraznos arrancados del árbol que sólo florece una vez cada tres mil años.