– Generalmente los fantasmas regresan por venganza o porque reclaman justicia en un crimen sin resolver -decía Lisa-, pero los habitantes de esa casa parecen felices.
– ¿Entonces…?
– Yo creo que han vuelto porque añoran algo que no quieren abandonar. Lo raro es que los fantasmas vuelven siempre al mismo sitio, pero esta casa viaja todo el tiempo.
– A lo mejor hay otros detalles que nadie ha notado. ¿Dónde está lo que me prometiste?
Lisa fue hasta un aparador y sacó un cuaderno bastante manoseado.
– Aquí está todo -dijo, tendiéndole la libreta-. Revísalo mientras voy a la cocina.
Las anotaciones eran irregulares. Algunas se leían perfectamente, otras apenas se entendían; pero en cada página se hallaba registrada una aparición distinta, con fecha, hora y lugar. Las más antiguas habían ocurrido en Coconut Grove, no muy lejos del estudio donde Cecilia viviera cuando llegó de Cuba. Las últimas se habían registrado en una zona de Coral Gables, limítrofe con La Pequeña Habana.
Cecilia iba a copiar el nombre del primer testigo cuando se fijó en la fecha: madrugada del primero de enero, cinco meses después del año en que ella llegara. El segundo fue siete días más tarde: el ocho de enero. Luego había otro testimonio, el veintiséis de julio. Ya continuación otro más, el trece de agosto. Cecilia observó las fechas y, pese al aire acondicionado, sintió que una gota de sudor le corría por la espalda. Nadie había notado aquello.
– ¿Te gusta el café con mucha azúcar?
– ¿Por qué no me dijiste lo de las fechas?
– ¿De qué hablas?
– Las fechas en que ocurrieron las apariciones.
– ¿Para qué, si no hay una secuencia coherente? Los intervalos son irregulares.
– Hay un patrón -enfatizó Cecilia-, pero no es de tiempo.
Lisa quedó en suspenso, sospechando que escucharía algo impensable.
– Son fechas patrias… Mejor dicho, malas fechas patrias.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó la otra, sentándose en el sofá junto a ella.
– Veintiséis de julio. No me digas que no sabes qué ocurrió el veintiséis de julio.
– ¿Cómo no voy a saberlo? Fue el asalto al Cuartel Moneada.
– Peor que eso: fue el inicio de lo que vino después.
– ¿Y qué hay con las otras fechas?
– El primero de enero triunfó la revolución, el ocho de enero los rebeldes entraron en La Habana, un trece de agosto nació quien tú sabes…
– Hay fechas desconocidas.
– No, no hay ninguna.
– Sí las hay -porfió Lisa.
– ¿Cuáles?
– Trece de julio.
– La matanza de los que escapaban en el trasbordador 13 de marzo.
– Diecinueve de abril.
– Derrota de los exiliados en Playa Girón.
– Dieciséis de abril.
– Se oficializó el comunismo en Cuba.
– Veintidós de abril.
– Los muertos del camión.
Lisa intentó recordar.
– ¿Qué muertos son ésos?
– Los que dejaron asfixiarse en un camión cerrado. Eran prisioneros de guerra, capturados en Playa Girón. No hay mucha gente que recuerde la fecha.
– ¿Y tú cómo la sabes?
– Entrevisté a dos que sobrevivieron.
Lisa guardó silencio, todavía sin entender lo que se infería de aquel listado cronológico.
– No tiene ningún sentido -dijo finalmente-. ¿Por qué demonios una casa que aparece en fechas desgraciadas para Cuba tiene que materializarse en Coral Gables?
– No tengo la menor idea.
– Deberíamos consultar con Gaia.
– ¿Por qué?
– Ella tiene experiencia en eso de las casas fantasmas.
– Ah, es verdad. Me contó que había visitado una en La Habana. ¿Sabes algo de lo que le ocurrió allí?
– No -aseguró Lisa, desviando la vista al decirlo.
Cecilia supo que mentía, pero no insistió.
– Tendré que hablar con ella. ¿Me prestas el cuaderno?
– ¿Ya te vas? -se sorprendió Lisa.
– Tengo un compromiso esta noche.
– ¿Y el café?
– Lo tomo otro día.
– Por favor, no pierdas la libreta. Saca fotocopias, ¿lo harás?
Cecilia vio apagarse la luz del portal, antes de poner en marcha su auto. Camino a casa, trató de organizar aquel amasijo de ideas confusas que golpeaban en sus sienes, pero sólo consiguió evocar escenas y rostros sin conexión entre sí. Nunca había tomado muy en serio aquel asunto, pero ahora todo había cambiado: la casa fantasma de Miami tenía su origen en Cuba.
Vendaval sin rumbo
Ángela miraba la calle desde su balcón. La mañana mojó su olfato con un sabor casi gélido que le recordó la umbría vegetación de la sierra. Cuán lejos habían quedado esos días en que recorría los bosques poblados de criaturas inmortales. Ahora, mientras contemplaba a los transeúntes, su juventud le parecía el recuerdo de otra vida. ¿Alguna vez habló con una ninfa? ¿Había sido bendecida por un dios triste y olvidado? De no haber sido por la persistencia del duende, hubiera creído que todo era un sueño.
Dos décadas es mucho tiempo, sobre todo si uno vive en tierra extraña. La angustia palpitaba en su pecho cuando escuchaba las canciones llegadas de su patria: «Si llegan tristes hasta esos mares ¡ay! los cantares que exhalo aquí, ése es mi pecho que va cautivo porque no vivo lejos de ti». Sí, añoraba su tierra, los hablares de su gente, la vida plácida y eterna de la serranía donde no existía un mañana, sino sólo el ayer y el ahora.
Sus padres habían muerto junto a las faldas de la sierra. Ella les había prometido regresar, pero nunca lo hizo, y llevaba esa promesa rota como un fardo pesado y antiguo.
Juanco, por suerte, había sido un buen marido. Algo cascarrabias, eso sí, sobre todo después que heredara el almacén de tío Manolo… o la bodega, como le decían los lugareños. Mientras ella criaba a su hijo, Juanco acumulaba dinero con la esperanza de abrir el único negocio que le apasionaba: una compañía de grabaciones.
– Es una locura -le confiaba a Guabina, una mulata de cabellos rojizos que vivía en la casa aledaña-. ¿Te imaginas? A duras penas mantiene una bodega en este barrio de mala muerte y todavía pretende competir con el gringo del perrito.
Se refería al logotipo de la Víctor Records, que mostraba a un perro frente a la bocina de un gramófono.
Juanco le había explicado por qué sería tan provechoso abrir una compañía de grabaciones en La Habana: los músicos no tendrían que viajar más hasta Nueva York. Pero ella no quería oír de aquella locura.
Ángela llegó a odiar tanto al gringo del perrito que Guabina, sabedora de cuestiones mágicas, le propuso hacer una brujería… no al hombre, sino al animalito.
– Muerto el perro, se acabó la rabia -dijo-. Y seguro que al dueño le da una sirimba después. Se ve que lo quiere mucho para sacarlo en todos sus anuncios.
– Jesús -decía Ángela-, que tampoco quiero cargar con una muerte en mi conciencia. Además, la culpa no es del condenado perro, sino de esas vitrolas que han puesto por todas partes. ¡Son una maldición!
– Tampoco así, doña Ángela, que la música es una bendición de los dioses, un descanso en este valle de lágrimas, un traguito de aguardiente que nos endulza la vida…
– Pues a mí me la amarga, Guabina. Y para serte franca, creo que a mi hijo lo ha desquiciado un poco.
– ¿A Pepito? -replicó la mulata-. ¡Qué va a desquiciarse ese muchacho! Si está más alebrestao que nunca.
– Demasiado. Algún bicho raro lo ha picado, y tiene que ver con esos sonsonetes que se oyen a toda hora por las esquinas.
Ángela suspiró. Su Pepito, su niño del alma, llevaba semanas viviendo en otro mundo. Todo había empezado poco después de regresar una madrugada, medio ebrio, apoyado en los hombros de dos amigos. Ella había estado al borde de un infarto y amenazó con prohibirle todas las salidas nocturnas, pero su hijo no se dio por enterado. La borrachera sólo le hacía sonreír, pese a que Ángela manoteaba como un ventilador frente a su rostro, a punto de abofetearlo.