De pronto, como era de esperar con tanta algarabía, el Martinico apareció en medio de una nubecilla liliputiense y saltó sobre la vitrina abarrotada de mayólica. Ángela se puso histérica, lo cual alborotó aún más al Martinico. Los muebles comenzaron a brincar mientras ella gritaba -mitad contra el Martinico, mitad contra su hijo- hasta que Juanco salió del cuarto, asustado por el escándalo.
– El muchacho ya es un hombre -dijo cuando se enteró del motivo original del disturbio, aunque ignorando el segundo de ellos-. Es normal que llegue un poco tomado a casa. Ven, vamos a dormir…
– ¿Un poco tomado? -chilló Ángela, olvidando la hora y los vecinos-. ¡Está hecho una uva!
– De todos modos, ya es mayor de edad.
– ¡Valiente cosa!
– Déjalo tranquilo -dijo Juanco en un tono que rara vez usaba, pero que impedía nuevas réplicas-. Vamos a dormir.
Y ambos se fueron a la cama, después de acostar a su hijo, dejando al duende sin público y frustrado.
Al día siguiente, su hijo se levantó y se metió en la ducha durante una hora hasta que Ángela lo llamó a gritos para preguntar qué le pasaba. El muchacho salió rozagante del baño y salió de casa sin desayunar -algo insólito en quien nunca hacía nada si antes no se zampaba su café con leche, media rebanada de pan con mantequilla y tres huevos fritos con jamón-, dejando atrás una estela de perfume que mareó a su madre.
– Está de vacaciones -solía contestar Juanco si ella se quejaba de las tardanzas de su hijo-. Cuando vuelva a la universidad, no tendrá tiempo ni para soplarse las narices.
Pero las clases se hallaban a dos meses de distancia y todas las mañanas el joven se pasaba horas bajo la ducha cantando a voz en cuello: «Por ella canto y lloro, por ella siento amor, por ti, Mercedes querida, que extingues mi dolor…». O aquella otra canción que la enloquecía por su tono quejumbroso y rumbero: «No la llores, no la llores, que fue la gran bandolera, enterrador no la llores…».
Ahora, más que nunca, odiaba al gringo del perrito. Estaba segura de que ese ejército de vitrolas cantando en cada esquina los enloquecería a todos. Su hijo había sido uno de los primeros en sucumbir, y ella, sin duda, sería de las próximas. ¿Cómo iba a gustarle la música cuando era algo que tenía que escuchar por obligación y no por placer? En los últimos años, aquella plaga de trovadores ambulantes y tragamonedas infernales había invadido la ciudad como una peste bíblica.
– El problema del niño Pepe no es la música -la interrumpió Guabina una tarde, cuando su amiga iba por la mitad de su queja-. Aquí se mueven fuerzas mayores.
Ángela calló de golpe. Cada vez que su amiga comenzaba a hablar de esa manera sibilina, se producía alguna revelación.
– ¿No es la música?
– No, aquí hay lío de faldas.
– ¿Una mujer?
– Y no de las buenas.
El corazón de Ángela dio un vuelco.
– ¿Cómo lo sabes?
– Recuerda que yo también tengo mi Martinico -respondió la mulata.
Guabina era la única persona, además de su marido y de su hijo, que conocía la existencia del duende. Juanco, que había sido testigo de extraños hechos, aceptaba su presencia sin referirse a él. Su hijo se burlaba de aquella historia, tachándola de superstición. Sólo Guabina había acatado el hecho sin aspavientos ni asombros, como un percance cotidiano más. Ángela se lo había confesado una tarde en que la mulata le habló de un espíritu mudo que se le aparecía cuando algo malo rondaba cerca.
– ¿Una mujer? -repitió Ángela, intentando comprender el significado de la idea: su hijo ya no era un muchacho, su hijo podía enamorarse, su hijo podía casarse e irse a vivir lejos-. ¿Estás segura?
Guabina desvió la mirada hacia un rincón de la habitación.
– Sí -afirmó.
Y Ángela supo que la respuesta provenía de alguien a quien ella no podía ver.
Leonardo había salido más temprano que de costumbre. A su paso, las puertas se abrían como estuches en una tienda de fantasía: los prostíbulos del barrio se preparaban para recibir a sus clientes.
Cuando llegó a casa de doña Ceci, la entrada ya estaba abierta.
– Pasa -lo saludó la propia dueña, envuelta en la estola negra que nunca se quitaba-. Voy a avisarle a las muchachas.
Leonardo la agarró por el brazo.
– Ya sabes por quién vine. Avísale sólo a ella.
– No sé si quiera recibirte hoy.
Leonardo contempló a la mujer con repugnancia y se preguntó cómo pudo haberle gustado alguna vez. Había sido en otra época, claro. Su sangre corría tan impetuosa que su cerebro apenas le dejaba pensar. Pero ahora contemplaba las ruinas de la que fuera una de las mujeres más hermosas de la ciudad: una anciana llena de afeites que trataba de ocultar el perenne temblor de sus manos con los mismos gestos altivos de su juventud.
– He venido porque ella me prometió esta tarde.
Cecilia se zafó de las garras del hombre.
– Con Mercedes una promesa no es una garantía -le aseguró, arreglándose el manto-. Es más caprichosa que su difunta madre, que Dios la tenga en la gloria.
Leonardo sonrió con sarcasmo.
– ¿En la gloria? Dudo que allí haya espacio para las que son como ustedes.
Cecilia clavó su mirada de fuego en el rostro del hombre.
– Tienes razón -respondió-. Seguramente acabaremos en el mismo lugar adonde irán los que son como tú.
Leonardo fue a responder como se merecía, pero se encogió de hombros. El recuerdo de la joven ocupó toda su atención. La había visto por primera vez cuando su madre aún vivía. Caridad lo había enloquecido desde que se le entregara bañada en miel. En aquellos tiempos, Mercedes era sólo una chiquilla que salía de la recámara materna, a veces medio dormida, cuando él llegaba a visitar a su amante; y nunca la vio de otro modo hasta que Caridad murió en aquel incendio que casi arruinó el negocio. Pero Leonardo no se fijó en ella de inmediato. Casi olvidó su existencia porque dejó de visitar el lugar. Y cuando por fin regresó, dos años después, sus visitas fueron escasas y en horas de la madrugada. Así es que tampoco coincidió con ella.
– Dice que no puede atenderte ahora.
La voz de doña Cecilia, a sus espaldas, lo sacó de su embeleso.
– Pero ella me dijo…
– No es que no vaya a recibirte en toda la noche, pero ahora está ocupada.
Leonardo se dejó caer sobre un sofá y encendió un cigarro.
Meses atrás un amigo había insistido en que lo acompañara hasta allí, aunque apenas era mediodía.
– Doña Cecilia no está -les advirtió una muchacha de cutis dorado que salió a la puerta-, pero pueden esperar si lo desean.
La joven vestía un salto de cama que no ocultaba sus formas espléndidas. Leonardo la vio alejarse y desaparecer por una de las puertas. Su aspecto le resultaba familiar, pero sus sentidos embotados no lo dejaron reconocerla. Sólo cuando él salió de una habitación, horas más tarde, y la vio a la luz de las lámparas que iluminaban la oscuridad del patio, su corazón dio un vuelco hacia el pasado. La joven era la imagen de su difunta madre, pero una imagen de tez más clara y con un rostro angelical. Ya era tarde y no tenía tiempo para quedarse… pero regresó a la noche siguiente y pidió verla.
– El amante quiere revivir antiguas pasiones -dijo burlonamente doña Ceci-. Ya no está la madre, pero queda la hija… que es mucho más codiciada, dicho sea de paso.
– Déjate de palabrerías y búscala.
– Lo siento, pero Mercedes está con alguien.
– Esperaré.
– No te hagas ilusiones. Hoy vino a verla Onolorio.