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– ¿Quién?

– Su protector, su primer hombre… Cuando él viene, ella debe estar a su disposición.

– Ni que fuera su dueño… -comenzó a decir Leonardo, pero se interrumpió al ver la expresión de Cecilia-. ¿Qué pasa?

– Es su dueño.

– ¿Qué quieres decir?

– La compró.

– ¿De qué estás hablando?

– ¿Cómo crees que reconstruí mi casa después del incendio? Hacía tiempo que don Onolorio estaba que se le hacía la boca agua por la niña, pero su madre no lo hubiera permitido por nada del mundo. Cuando Caridad murió, Onolorio me ofreció una fortuna si lo dejaba convertirse en «mentor» de la muchacha. No me quedó otro remedio que aceptar.

– ¿Le entregaste la niña a un hombre?

– Ya no era una niña, y además, Mercedes estaba encantada. Siempre me pareció una criatura medio endemoniada…

– ¿Esa muchacha? -insistió él, recordando el rostro de la joven-. No puede ser.

– Sólo te advierto.

Leonardo se marchó de madrugada, sin haber podido verla. Pero volvió al día siguiente, y al otro, y al otro. Por fin, cerca de la medianoche, Mercedes salió de una habitación acompañada por un hombre. Era un mulato achinado, vestido con un impecable traje de dril blanco. Ella le dio un beso de despedida y volvió a entrar, dejando la puerta semiabierta. El mulato pasó junto a Leonardo.

– Ya sé que estás encaprichado con mi hembra -le dijo-. Muchos se aburren y se van con otra, pero tú sigues en lo mismo.

– ¿Quién te dijo…?

– Eso no importa. Esta noche puedes verla, pero ándate con cuidado y no te pases de macho.

Y dejando a Leonardo con la palabra en la boca, atravesó la puerta de la calle, seguido por un individuo corpulento que parecía esperarlo junto a la entrada.

– Tu adorada ya está libre -le dijo doña Ceci.

– Eres una vieja chismosa -la increpó Leonardo-. No tenías que andar diciendo por quién vengo.

– No soy yo quien da esa clase de informes. Onolorio tiene sus propios medios para saber lo que ocurre, sobre todo si concierne a su querida.

En ese instante alguien salió de las sombras, tropezó con él y casi lo tumba al suelo.

– Buenas noches -dijo el muchacho con aire humilde-. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…

Era evidente que estaba borracho.

– Perdone, caballero -intercedió otro joven, que pugnó por arrastrar a su amigo de allí-. No quisimos molestarlo.

Leonardo les dio la espalda, deseoso por concluir lo que ya estaba dilatándose demasiado.

– Después arreglamos el precio -le informó a la mujer en un susurro y caminó hasta la puerta entreabierta.

Nunca había pensado en los hombres más que como animalitos que estaban allí para cumplir sus deseos. Otras mujeres se vestían para atraerlos, pero Mercedes creía que eran ellos quienes debían de comprarle vestidos y joyas. Nadie le explicó nunca que su sistema de prioridades estaba errado; y ella tampoco lo comentó, creyendo que se trataba del orden natural de las cosas.

Jamás supo en qué momento brotaron tales ideas. Después del desmayo, su cabeza se volvió un lío. Únicamente Cecilia notó el cambio. Comprendió que había cometido un error al intentar revivirla con la misma miel empleada en la ceremonia, pero ya el daño estaba hecho.

Primero fueron las miradas que descubrió en la criatura cuando observaba a los hombres. Varias veces la sorprendió atisbando lo que ocurría en el interior de los cuartos y, más tarde, revolcándose extrañamente entre las sábanas. Pronto su conducta dejó de ser un secreto y fue motivo de chistes. La niña se pintaba los labios con licor de café, se echaba azúcar en los párpados para que brillaran bajo las lámparas rojas y se paseaba desnuda por los pasillos, cubierta por un chal de seda dorada. Cecilia concluyó que el espíritu de Oshún la había convertido en una diablesa.

Pero el problema principal era que la niña no era tan niña. Con casi quince años, su madre se veía obligada a reprenderla para que se vistiera. Por si fuera poco, hubo que mantener a raya a los clientes que ofrecieron dinero por ella. Onolorio era el más peligroso. Cecilia se sentía amenazada cada vez que el hombre entraba a su casa, acompañado por aquellos guardaespaldas de mala calaña.

La muerte de Caridad, dos años después, fue providencial. Aunque el incendio casi acabó con su negocio, doña Cecilia vio los cielos abiertos cuando Onolorio le ofreció el doble de lo que le costaría arreglarlo, si le daba los derechos de por vida sobre la criatura. No pretendía comprarla, claro que no. Sólo quería tener prioridad y acceso ilimitado a su alcoba cada vez que quisiera verla.

Cecilia no dudó en entregarla. La muchacha parecía ansiosa por entrar en esa vida… algo que seguramente haría, tarde o temprano, ahora que su madre había muerto. Según el convenio, Mercedes no recibiría ningún dinero por esas visitas; pero Onolorio estaba prendado de ella, y la joven hizo con él lo que se le antojó.

Muy pronto los hombres se convirtieron en un instrumento para cumplir sus caprichos y aplacar ese ardor que la azotaba día y noche. Ninguno despertó en ella nada que no fueran instintos. Ni Onolorio, que durante los primeros meses apenas se separó de su lecho, ni todos los que llegaron después, incluyendo a Leonardo, aquel señoritingo que siempre le traía regalos.

Las visitas de Onolorio, que habían menguado un tanto, volvieron a repetirse cuando apareció Leonardo. Ella sospechó que existía una batalla silenciosa para ganársela. Onolorio le pidió que se fuera con él, pero ella se negó. Le gustaba esa vida y esa casa, que consideraba suya, y no estaba dispuesta a someterse a la voluntad de un solo hombre que tal vez no la trataría tan bien cuando la supiera de su exclusiva propiedad. Pero aquella existencia no iba a durar mucho.

El primer atisbo de cambio se produjo de manera vaga e inesperada, como uno de esos sueños que después se confunden con algo real. Casualmente, ocurrió la primera noche que Leonardo estuvo con ella.

Esa madrugada, cuando casi todos los clientes se habían marchado, hubo un eclipse de luna sobre La Habana. Mercedes no sabía lo que era un eclipse. Sólo escuchó el alboroto de las mujeres en el patio, mientras gritaban que la luna se estaba oscureciendo y que era el fin del mundo. Pero cuando ella salió a mirar, no notó nada extraordinario. Era la misma luna de siempre a la que le faltaba un trozo. Varios jóvenes, al parecer estudiantes, trataban de tranquilizar a las mujeres. Mercedes se aburrió del alboroto y volvió a su habitación.

Nunca supo si aquel eclipse desencadenó potencias mágicas o si ocurrió algún otro fenómeno desconocido.

Mientras iba de regreso a su alcoba, una criatura diferente pasó junto a ella, y su rostro fue el ramalazo de algo que la atrajo más que el espíritu de Oshún. No pensó en esa aparición como en un hombre, aunque lo era, debido a esa cualidad crepuscular en su mirada. La criatura clavó sus ojos en Mercedes, pero aquella expresión no era igual que otras. Su demonio interior -aquel súcubo que penetrara en ella cuando la miel de la diosa mojó sus labios- retrocedió furioso ante la mansedumbre de ese rostro. Con todas sus fuerzas se aferró al hermoso cuerpo que habitaba desde hacía años, negándose a abandonarlo. La joven batalló contra la potencia, casi al borde del ahogo, y fue como si un velo cayera a sus pies. Durante unos instantes, el mundo pareció otro. Repetidamente pugnó por arrojar de sí aquella voluntad ajena que la ataba a un universo oscuro y desesperado; pero al final acabó por entregarse de nuevo a la entidad que la dominaba, y pasó junto al hombre, enajenada e indiferente, como si él nunca hubiera existido.

Pepe se burlaba de las supersticiones de su madre, pero sólo de boca para afuera. El joven había heredado aquel sexto sentido que, aunque no le permitía ver duendes, le dejaba intuir presagios y corazonadas. Sin embargo, no era consciente de su existencia. Más bien lo percibía a un nivel remoto y subterráneo.