Años después pensaría en eso, al revisar los hechos que cambiaron su vida la tarde en que Fermín y Pancho lo invitaron a una función del Teatro Albisu. La zarzuela celebraba las victorias del antiguo ejército español sobre las tropas mambisas; y aunque la República ya llevaba varios años instaurada, el muchacho sentía en carne propia la sangre derramada por los cubanos. No importaba que fuera hijo de españoles. Había nacido en aquella isla y se consideraba cubano.
Durante el intermedio, Fermín y Pancho notaron su semblante hosco.
– No lo tomes tan en serio -le susurró Fermín al oído-. Todo eso pasó a la historia.
– Pero sigue aquí -contestó Pepe, tocándose las sienes.
– Anímate, hombre -le dijo Pancho-. Mira cómo hay damitas rondándote.
José se encogió de hombros.
– La verdad es que Dios le da pañuelo al que no tiene narices -suspiró Pancho.
Cuando terminó la función, lo invitaron a cenar.
– No llegues tarde -le había rogado su madre.
No sólo llegó muy tarde, sino completamente borracho y custodiado por sus amigos, más o menos en igual estado. Quizás si le hubieran dicho de inmediato el origen de su comportamiento, Ángela no se habría molestado tanto: su Pepito estaba enamorado. Pero enamorarse es un concepto bastante ecuánime, casi reposado, en comparación con el ánimo en que se hallaba el joven.
Después de cenar, habían ido a tomar unos tragos. Bastaron cuatro para que el joven José, que jamás bebía, quisiera conocer a todo el que pasaba cerca. El mundo se le antojó un lugar lleno de personas amables y queridas; algo que nunca antes había notado.
A las diez de la noche, y sin que supiera cómo, se sorprendió vagando por una zona desconocida de la ciudad escoltado por sus amigos. Dando traspiés, atravesaron la puerta de un caserón desconocido. De inmediato, el muchacho se fijó en un caballero que conversaba con una momia. La momia no estaba muerta, como hubiera sido normal. Sonreía, y al hacerlo se arrugaba aún más. Todo estaba muy oscuro, excepto por los bombillos rojos que llenaban de sombras el patio. Se acercó un poco para observar mejor. El caballero le pareció muy distinguido, digno de figurar entre sus más selectas amistades. Pese a la expresión de contrariedad que endurecía su rostro, sintió el deseo inmediato de contar con su simpatía.
– Buenas noches -dijo, tendiéndole una mano-. Me llamo José, pero los amigos me dicen Pepe…
El desconocido dejó de hablar para mirarlo.
– Perdone, caballero -dijo Fermín, acercándose-. No quisimos molestarlo.
Y tomó del brazo al joven para alejarlo de allí.
– Si vas a quedarte, mejor te callas la boca -le susurró Fermín-. Puedes meternos en un lío.
Pero José no estaba en condiciones de decidir si se quedaba o se iba a casa. Así es que Fermín y Pancho lo dejaron con una mujer, y ellos se fueron con otras.
– Me llamo José -repitió, cuando ella lo hizo sentar sobre una cama-. Pero me dicen Pepe…
Enseguida cerró los ojos y comenzó a murmurar insensateces. La mujer comprendió que no podría esperar nada de él; pero como ya había cobrado, lo dejó dormir.
Despertó una hora después, sobresaltado por un gran escándalo. No le dolía mucho la cabeza, pero el mundo daba vueltas sin parar. Fue hasta una palangana con agua y se mojó la cara. Tambaleándose, abrió la puerta. El aire frío de la madrugada alertó sus sentidos. ¿Dónde estaba? Varias luces rojas iluminaban el patio. Se recostó a una pared, intentando imaginar dónde podría hallarse.
Y en ese momento la vio. Un ángel. Una criatura que Dios le enviaba para conducirlo a su morada definitiva, cualquiera que ésta fuera. Se quedó atónito ante la fragilidad de sus rasgos, pero más que todo ante sus ojos: de odalisca, de maga legendaria… La criatura se detuvo, estudiándolo con sorpresa. Notó las alas que se movían detrás de sus hombros, con una cualidad lenta y acuática. Irreal. Una mora de agua debía ser, como aquella que hablara con su madre antes de que él naciera.
Pero el prodigio fue breve. La ninfa desvió su mirada, como aquejada por un dolor antiguo, recuperó su expresión hermética y siguió andando. Sólo entonces José descubrió que no tenía alas, sino una túnica casi transparente que el aire de la noche alzaba sobre sus hombros.
Media hora más tarde, cuando sus amigos llegaron, estaba más borracho que nunca, después de haberse tomado varias líneas de ron que la momia le sirviera.
Mercedes lo hubiera olvidado, pero el ente de mirada crepuscular regresó. Y con un regalo insólito: rosas y un trío de trovadores que dio una serenata en el patio por primera vez en la historia del lupanar. El demonio que habitaba en ella, aturdido por el homenaje, abandonó su cuerpo durante varias horas; el tiempo suficiente para que Mercedes pudiera hablar con José, conocer quién era y de qué misterioso universo, había surgido aquel hombre que no se parecía a ninguno.
José le habló de sus sueños y de pensamientos que rondaban por su cabeza; de imágenes imposibles, como esas que aparecen en los instantes de éxtasis amoroso, cuando el ser humano se convierte en una criatura más mística… Ella lo escuchó arrobada y también le contó los suyos; sueños diferentes a cuantos albergara hasta el momento y que surgían de algún rincón nunca antes visitado.
Volvió a su infancia, a la época en que sus padres la acunaban para dormir, cuando doña Cecilia encargaba docenas de jabones a su padre, aún vivo. Porque José le hablaba, y ella se convertía en una niña. Junto a él se esfumaban los clientes de mirada torva, las bromas de las meretrices, los olores del prostíbulo. Fue feliz, de una manera nueva, hasta que él se marchó, dejándola otra vez en compañía de mortales y demonios. ¿Habría soñado?
Esa noche, Leonardo la visitó. Y también Onolorio. Pero ella estuvo ausente de su cuerpo durante esas visitas, con la mirada perdida y ajena al collar de rubíes que Onolorio le había comprado… algo que él no dejó de notar.
Sin que ella lo supiera, ordenó a su escolta que montara guardia frente al lugar. Aunque no se había tropezado con Leonardo, sospechó que la actitud de Mercedes se debía a aquel petimetre. Era un asunto que tendría que acabar de resolver. Una cosa era que el tipejo se acostara con ella, y otra que siguiera pensando en él cuando estaban juntos. Todo tenía un límite y Onolorio se lo había advertido.
Dos veces se encontró con Leonardo, que negó saber de qué le hablaba. Onolorio no se dio por vencido. Algo extraño estaba ocurriendo y decidió vigilar desde las cuatro de la tarde, cuando empezaban a llegar los clientes.
Por suerte, José no era uno de ellos. Había decidido visitar a Mercedes durante los mediodías, cuando ella parecía más descansada y apenas había personas en el lugar; pero se propuso llenar las noches con su recuerdo.
No tardó en llegar a Onolorio la historia de las serenatas. Cada noche, algún trovador solitario, o un dúo, o un trío, se acercaba a la ventana de Mercedes para entonar el bolero de ocasión. La primera semana, Onolorio intentó averiguar quién era el perpetrador. La segunda, los matones la emprendieron a guitarrazos contra los infelices cantantes. La tercera, destrozó tres ramos de rosas -sin remitente, pero con destinataria- que un mensajero dejó en manos de doña Cecilia. La cuarta, amenazó con golpear a Mercedes si no le decía el nombre de su galán. La quinta, cuando Pepe llegó después del mediodía, Mercedes tenía un ojo amoratado.
– Recoge tus cosas -le dijo José-. Nos vamos de aquí.
– No -respondió la voz del demonio-. Yo no me marcho.
Su mirada le dolió tanto que, por primera vez, ella se justificó.
– Tus padres nunca me aceptarán.
– Si yo te acepto, ellos lo harán.
La joven luchó contra el espíritu que dominaba su voluntad.
– Onolorio no dejará de buscarnos -insistió ella- Nos matará.
José la besó brevemente en los labios y el demonio retrocedió aturdido.