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– Confía en mí.

Ella asintió, sacudida por una angustia de muerte.

– Ve recogiendo tus cosas -propuso él-. Espérame en la puerta del fondo, pero no te preocupes si me demoro un poco.

Y eso lo decía porque, antes de buscar las maletas, debía ir a casa de sus padres.

Guabina le alcanzó un vaso de agua helada que Ángela se bebió entre sollozos. Pepe le había dado la noticia, y la pobre mujer no quería ni pensar en lo que ocurriría cuando su marido se enterara. Llevar una prostituta a su casa. ¿Cómo había sucedido semejante cosa? Un muchacho bien criado, que estudiaba una carrera… ¿Cómo Dios permitía aquello?

Guabina se sentó a su lado, incapaz de consolarla. No se atrevía. Sobre todo porque, junto al rincón donde reposaban sus santos, había vuelto a aparecer aquel espíritu que le avisaba de cualquier peligro. La mujer se había quedado muda del susto. Allí estaba, agachado en su habitual pose de espera. Algo sucedería si no tomaba cartas en el asunto.

Fue hasta la sopera blanca de Obba, una de las tres diosas «muerteras», la enemiga mortal de Oshún. Sólo ella podría ayudarla a arrebatarle una víctima a aquel fantasma.

Se enfrentó a la sopera, hizo sonar las piedras y rezó una oración ante las imágenes de los santos católicos y africanos que llenaban el altar. Ángela la miró por encima de su pañuelo, esperanzada ante los poderes de la mulata vidente. El sonido de las piedras estalló en la habitación y saltó por las paredes como una risa cloqueante y enloquecida.

Ya había pasado una hora desde que Pepe se marchara. Tal vez se había arrepentido. ¿A qué hombre normal se le ocurriría llevar una prostituta a casa de sus padres? No, José era distinto. Mercedes estaba segura de que regresaría. Algún percance le habría retrasado. Demasiado inquieta para esperarlo en su habitación, arrastró dos maletas a lo largo del pasillo en dirección a la salida del fondo. Ya regresaba por la tercera cuando una mano le dobló el brazo y la hizo ponerse de rodillas.

– No sé adónde crees que vas. -Onolorio apuntaba a su rostro con una navaja abierta-. Ninguna mujer, óyeme bien, ninguna me ha abandonado. Y tú no vas a ser la primera.

La agarró por los cabellos y la sacudió con tanta fuerza que Mercedes gritó, sintiendo que las vértebras del cuello se le quebraban.

– ¡Déjala tranquila!

La voz surgió del patio. De reojo, porque la posición de su cabeza le impedía hacer otra cosa, vio acercarse a Leonardo.

– Si no la dejas, llamo a la policía.

– ¡Ahora todo está claro! -dijo Onolorio sin soltarla, blandiendo la navaja cerca de su vientre-. Así es que los tortolitos iban a fugarse.

Mercedes comenzó a rezar por que José no apareciera ahora.

– No sé de qué estás hablando -aseguró Leonardo-, pero ahora mismo vas a entregarme a esa mujer o terminas en la cárcel.

– Te la voy a entregar… después que acabe con ella.

Mercedes sintió un frío en su costado. Aterrada, sabiendo que ya nada podía perder, excepto la vida que comenzaba a escapársele, clavó un codo con todas sus fuerzas en las costillas del hombre que, sorprendido, la soltó.

Con un instinto más cercano a la supervivencia que a la lucha por una hembra, Leonardo se lanzó contra el otro. Ambos se enredaron en una batalla feroz que Mercedes, demasiado mareada, no pudo seguir. Mientras trataba de contener la sangre, algo tiró de sus entrañas como si también quisiera escapar por la herida. Algo, que no era su alma, la abandonaba a regañadientes. Su vista se nubló. Escuchó gritos -unos gritos agudos y aterrados de mujer-, pero el mundo daba tantas vueltas que cayó al suelo, aliviada de haber hallado un sitio que la sostuviera.

Antes de que José llegara a la puerta, supo que había ocurrido algo terrible. Varias mujeres gritaban histéricas en la calle y había policías por doquier.

Cuando entró, tuvo que apoyarse en una pared. Dos hombres se desangraban en medio del patio. Uno de ellos, cuyo rostro le resultó familiar, yacía inmóvil en el cemento. El otro, un mulato de mal aspecto, se arrastraba aún sobre su vientre; pero José comprendió que no viviría mucho.

El patio había quedado momentáneamente vacío. Las mujeres seguían gritando en la calle y la policía había salido en busca de auxilio. José se acercó a la única persona que le interesaba. Mercedes respiraba agitada, pero suavemente.

– Por Dios, ¿qué ha pasado? -murmuró sin esperar respuesta.

El aliento sibilante del mulato llegó a él, desde el otro extremo del patio.

– Si me muero de ésta, juro que me vengaré de todas las putas desde el otro mundo -masculló en dirección a Mercedes, aunque ella no parecía escucharlo-. No hallarán paz aquí, ni en el infierno.

El hombre bajó la cabeza, vomitó un buche de sangre y quedó con la nariz clavada en el suelo.

– José -susurró Mercedes, sintiendo crecer una ola tibia en su pecho; y supo que esa frialdad que la habitara durante años se marchaba definitivamente con la sangre que salía de su herida.

Guabina oraba, haciendo chocar las piedras de Obba. Ángela se había quedado dormida, como si la fuerza del hechizo hubiera agotado sus fuerzas. De pronto, Guabina dejó de rezar. Había escuchado un ruido a sus espaldas, más bien un sonido gutural, un crujido inconexo como la vibración de un papel agitado por el viento. Se volvió para enfrentarse a aquel espíritu mensajero de desgracias. Allí estaba, acuclillado como siempre, el indio mudo y plagado de cicatrices, asesinado siglos atrás, cuya alma continuaba aferrada a aquel trozo de ciudad por razones que ella desconocía. La imagen comenzó a temblar como si un huracán intentara deshacerla, y Guabina comprendió que sería la última vez que lo vería. El indio había llegado para avisarle de un peligro enorme, pero el peligro ya había pasado. La mujer respiró aliviada y se volvió para despertar a su amiga, tras decir adiós a la silueta que se esfumó poco a poco.

Y es cierto que nunca más volvió a verlo, pero no sería la última vez que el indio se le aparecería a alguien en aquella ciudad.

No me preguntes por qué estoy triste

Llovía a cántaros cuando parqueó su auto junto al chalet de Gaia. Eran apenas las cinco de la tarde, pero la tormenta se había tragado la escasa luz y ahora parecía de noche.

Adentro, en la seca y acogedora atmósfera de la sala, Circe y Polifemo dormitaban sobre un almohadón que su dueña había colocado a los pies del sofá. El ronroneo de los gatos era perceptible por encima de la lluvia que golpeaba amablemente las maderas. Gaia sirvió el té y abrió una lata de bizcochos.

– A mi abuela le hubiera gustado hacer chocolate con un tiempo así -dijo-. Por lo menos, era lo que siempre decía cuando se acercaba un ciclón; pero como el chocolate ya era cosa del pasado durante mi infancia, freíamos un poco de pan en aceite y lo comíamos oyendo las ráfagas.

Cecilia recordó que su abuela Delfina también hablaba de tomar chocolate caliente cuando el tiempo se volvía huracanado; pero ella pertenecía a la misma generación que Gaia, así es que su abuela tampoco pudo ofrecerle la prometida taza.

– ¿Qué piensas de las fechas? -preguntó después de probar su té.

– Lo mismo que tú: no se trata de una casualidad. Hay ocho fechas, y todas marcan desgracias diferentes en la historia de Cuba. Algunas se repiten más de una vez. Para saber por qué las apariciones de la casa coinciden con esas fechas, yo investigaría a sus habitantes.

– ¿Por qué?

– Porque la casa es un símbolo. Ya te dije que las mansiones fantasmas revelaban aspectos del alma de un lugar.

– Pero ¿de cuál? ¿De Miami o de Cuba? Porque esta casa aparece en un sitio, en ciertas fechas relacionadas con el otro…

– Por eso debemos averiguar quiénes la ocupan. Usualmente es la gente la que se mueve de un lado a otro. Yo creo que la casa sigue el impulso de sus habitantes. Ese es el vínculo que hay que buscar: las personas. ¿Quiénes fueron? ¿Qué hacían? ¿A quién o qué perdieron en esas fechas o a causa de ellas?