– Podrían ser familiares de cualquiera de los miles de cubanos que viven en Miami -aventuró Cecilia, exprimiendo más limón dentro de su taza.
– ¿Y no has pensado que podrían ser personas famosas? Actores, cantantes, políticos… Gente que simboliza algo.
Cecilia movió la cabeza.
– No creo. Nadie los ha reconocido. Según los testimonios, parecen personas corrientes.
Polifemo roncaba a los pies de su dueña. Había rodado del almohadón sin darse cuenta, desplazado por Circe que ahora dormía patas arriba.
– Hay algo más que puedes hacer -dijo Gaia, cuando vio que Cecilia se ponía de pie para marcharse-. Marca los sitios de las apariciones en un mapa. ¿Quién sabe si eso pueda darte otra pista?
– No sé si deba seguir investigando. Tengo que acabar mi artículo en algún momento.
Gaia la acompañó hasta la puerta.
– Cecilia, reconoce que ya no estás interesada en el artículo, sino en el misterio de la casa. No tienes por qué limitarte.
Se miraron un instante.
– Bueno, ya te contaré -murmuró Cecilia, antes de volver la espalda y perderse entre los árboles.
Pero no se fue enseguida. Desde la oscuridad de su auto, observó los alrededores. Gaia tenía razón. Su interés por el misterio iba más allá del artículo. La casa fantasma se había convertido en su Grial. De alguna manera también se había convertido en un foco de angustia, como si presintiera el dolor de aquellas almas encerradas en la mansión. No había necesitado verla para palpar el rastro de melancolía que reinaba en los lugares donde había aparecido, y la atmósfera de nostalgia, casi rayana en tristeza, que quedaba en cada sitio tras su desvanecimiento.
Recordó a Roberto. ¿Qué hubiera pensado de eso? Había querido contarle sobre la casa, pero constantemente evadía el tema. Cada vez que trataba de acercarlo a su mundo, él debía hacer una llamada o recordaba que tenía una reunión o le proponía ir a un club. Era como si sólo tuvieran una zona común para coexistir: las emociones. Cecilia comenzaba a sentir una especie de ahogo, como si estuviera atrapada, aunque no sabía por qué, ni de qué. Roberto también se mostraba distante y retraído.
Decidió pasar por el concesionario. Él le había dicho que estaría allí hasta las ocho. Lo encontró en el salón donde se exhibían algunos modelos deportivos.
– Necesito contarte algo -dijo Cecilia.
– Vamos a mi oficina.
Y mientras caminaban empezó a hablarle por primera vez de la casa, de las entrevistas y de las apariciones.
– ¿Por qué no vamos a tomar algo? -preguntó él de pronto.
– De nuevo.
– ¿De nuevo qué?
– Cada vez que quiero hablar de mis cosas, cambias de conversación -dijo ella.
– No es cierto.
– He tratado de contarte sobre esa casa dos veces.
– No me interesan los fantasmas.
– Es parte de mi trabajo.
– No, tú eres tú y tu trabajo es otra cosa. Háblame de ti y te escucharé.
– Mi trabajo es parte de mí.
Roberto pensó un segundo antes de responder:
– No quiero hablar de cosas que no existen.
– Quizás la casa no existe, pero muchas personas la han visto. ¿No te interesa averiguar por qué?
– Porque siempre hay gente dispuesta a creer en cualquier cosa, en lugar de ocuparse de asuntos más productivos.
Ella se le quedó mirando casi con dolor.
– Ceci, tengo que ser sincero contigo…
En lugar de marcharse, como había pensado hacer, se quedó en su asiento y lo escuchó durante media hora. Él le confesó que todo ese mundo de espectros, auras y adivinaciones, lo inquietaba. O más bien le molestaba. Cecilia no entendía. Siempre creyó que lo intangible era reconfortante; significaba que uno podía contar con un arsenal de poderes si el entorno se hacía demasiado doloroso o terrible. Pero a Roberto esas cuestiones lo llenaban de incertidumbre. Terminó diciendo que todas esas historias eran idioteces que sólo podían creer otros idiotas. Aquello la hirió de veras.
Volvieron a verse tres días más tarde… y de nuevo se alejaron. Recordó el hexagrama del I Ching que consultara la noche en que decidió llamar a Roberto. Abrió la página aún marcada y descubrió, bajo el epígrafe que decía «diferentes líneas», el número nueve que ella había sacado en la tercera línea y que había pasado por alto en su lectura anterior:
La penetrante e insistente lucubración no ha de llevarse demasiado lejos, pues frenaría la capacidad de tomar decisiones. Una vez que un asunto ha sido debidamente sometido a la reflexión, es cuestión de decidir y actuar. Pensar y cavilar con reiterada insistencia provoca el aporte de escrúpulos una y otra vez y, por consiguiente, la humillación, puesto que uno se muestra inepto para la acción.
Eso era. Se había empeñado en darle vueltas a un asunto que debió haber terminado. Sin duda se había equivocado, pero aquella comprensión tardía no le sirvió de consuelo.
A partir de ese instante dejó de maquillarse, de comer, y hasta de salir, excepto para ir a la oficina. Así la encontró Lisa, echada sobre el sofá y rodeada de tazas de tilo, una tarde en que fue a verla para llevarle otro testimonio que acababa de grabar. Contrario a lo que esperara, Cecilia no mostró ningún entusiasmo. Sus sentimientos hacia Roberto habían relegado a un segundo plano el asunto de la casa.
– Eso no es saludable -le dijo Lisa, tan pronto como se enteró-. Vas a venir conmigo.
– No se me ha perdido nada afuera.
– Eso lo veremos. ¡Vístete!
– ¿Para qué?
– Quiero que me acompañes a un sitio.
Sólo a mitad de camino le dijo que la llevaba a ver una cartomántica que vivía en Hialeah. La mujer compraba productos en su tienda y, siempre que la recomendaba, los clientes le hablaban maravillas de ella.
– Y no se te ocurra quejarte -añadió Lisa-, que la consulta te sale gratis gracias a mí.
Molesta, pero decidida a sobrellevar el asunto lo mejor posible, Cecilia se reclinó en el asiento del auto. Se haría la idea de que estaba en una función de teatro.
– Te esperaré en la sala -susurró Lisa cuando tocaron a la puerta.
Cecilia no contestó; pero su escepticismo recibió una sacudida cuando la cartomántica, tras barajar el mazo de cartas y pedir que lo dividiera en tres, desplegó el primero y preguntó:
– ¿Quién es Roberto?
Cecilia brincó en su silla.
– Un novio que tuve -musitó-. Una relación pasada.
– Pero todavía estás en ella -afirmó la sibila-. Hay una mujer pelirroja que también tuvo que ver con ese hombre. Le ha hecho un amarre, porque sigue obsesionada con él. No deja de llamarlo, no lo suelta.
Cecilia no podía creer lo que escuchaba. Roberto le había hablado de esa relación que terminó antes de que ellos se conocieran; y era cierto que la mujer lo había seguido llamando porque él mismo se lo contó, pero eso del maleficio…
– No puede ser -se atrevió a contradecirla-. Esa muchacha nació aquí y no creo que sepa nada de brujerías. Trabaja en una compañía de…
– Ay, m’hijita, qué inocente eres -le dijo la anciana- Las mujeres recurren a cualquier cosa con tal de recuperar a su hombre, no importa dónde hayan nacido. Y ésta -miró de nuevo sus cartas-, si no ha hecho el amarre con brujería, lo ha hecho con su mente. Y créeme que los pensamientos, cuando están llenos de rabia, son muy dañinos.
La mujer hizo otra tirada de cartas.
– ¡Qué hombre tan raro! -dijo-. En el fondo, cree en el más allá y en los hechizos, pero no le gusta admitirlo. Y si lo hace, enseguida trata de pensar en otra cosa… ¡Muy extraño! -repitió y levantó la vista para mirarla-. Tú lo quieres mucho, pero no creo que ése sea el hombre para ti.