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Cecilia la miró con tanto desconsuelo que la vieja, un tanto compadecida, añadió:

– Bueno, haz lo que quieras. Pero si quieres oír mi consejo, deberías esperar por algo distinto que aparecerá en tu vida.

Volvió a recoger el mazo y le pidió que lo dividiera.

– ¿Ves? Aquí sale de nuevo. -Y fue señalando las cartas a medida que las leía-. La pelirroja… El demonio… Ese es el trabajo que te dije… ¡Jesús! -La mujer se persignó, antes de seguir mirando las cartas-. Y éste es el hombre que aparecerá, alguien que tiene que ver con papeles: alto, joven, quizás dos o tres años mayor que tú… Sí, definitivamente trabaja con papeles.

La mujer volvió a barajar las cartas.

– Escoge tres grupos. Cecilia obedeció.

– No te preocupes, m’hijita -añadió la pitonisa, mientras estudiaba el resultado-. Tú eres una persona muy noble. Te mereces al mejor hombre, y ése va a aparecer más pronto de lo que te imaginas. Quien va a perderse a la gran mujer es ese otro por el que ahora lloras. A menos que sus guías lo iluminen a tiempo, quien saldrá perjudicado será él. -Levantó la vista-: Sé que no va a gustarte esto, pero deberías esperar por el segundo hombre. Es lo mejor para ti.

Sin embargo, cuando Roberto la llamó, aceptó su invitación para cenar con otras dos parejas. Todavía se aferraba a él, tanto como él a ella… o eso le dijo: no había podido sacarla de su mente en todos esos días. ¿Por qué no salían juntos otra vez? Irían a aquel restaurante italiano que a Cecilia le gustaba tanto porque sus paredes recordaban las ruinas romanas de Caracalla. Pedirían ese vino oscuro y espeso, con un aroma a clavo que punzaba el olfato… Sí, Roberto había pensado en ella cuando escogió aquel lugar.

Todo fue bastante bien al inicio. Los amigos de Roberto trajeron a sus respectivas esposas, llenas de joyas y miradas inexpresivas. Cecilia terminó su cena en medio de un aburrimiento mortal; pero estaba decidida a salvar la noche.

– ¿Les gusta bailar? -preguntó.

– Un poco.

– Bueno, conozco un sitio donde se puede oír buena música… si es que les gusta la música cubana.

El bar era un manicomio esa noche. Quizás fuera culpa del calor, que trastocaba las hormonas, pero los asistentes al local parecían más estrafalarios que de costumbre. Cuando entraron, una japonesa -solista de un grupo de salsa nipón- cantaba en perfecto español. Había llegado allí después de una función en la playa, pero terminó subiendo al escenario con una banda de músicos que se había ido formando desde el comienzo de la noche. Tres concertistas canadienses se unieron al jolgorio. En la pista y las mesas, el delirio era total. Gritaban los italianos en una mesa cercana, vociferaban los argentinos desde la barra, y hasta un grupo de irlandeses bailaba una especie de jota mezclada con algo que ella no pudo definir.

Roberto decidió que había demasiada gente en la pista. Bailarían cuando hubiera más espacio. Cecilia suspiró. Eso no ocurriría nunca. Mientras él seguía conversando con los hombres, la muchacha comenzó a replegarse. Se sentía fuera de lugar, sobre todo frente a esas mujeres que parecían estatuas de hielo. Trató de inmiscuirse en la conversación de los hombres, pero éstos hablaban de cosas que ella no conocía. Aburrida, recordó a su antigua amiga. Pero en la mesa donde solía sentarse, unos brasileños gritaban como desquiciados. Una chica que servía tragos pasó junto a Cecilia.

– Oye -murmuró, sujetándola por una manga-. ¿No has visto a la señora que se sienta a aquella mesa?

– A las mesas se sientan muchas señoras.

– La que te digo siempre está allí.

– No me he fijado -concluyó la muchacha y siguió su camino.

Roberto trataba de dividir su atención entre Cecilia y sus amistades, pero ella se sentía perdida. Era como caminar a tientas por un territorio desconocido. Tres nuevos conocidos de Roberto se acercaron a la mesa, todos muy elegantes y rodeados de mujeres demasiado jóvenes. A Cecilia no le gustó ese ambiente. Olía a falsedad y a interés.

La canción terminó y los ánimos se sosegaron un poco. Los músicos abandonaron el escenario para descansar, mientras la pista volvía a iluminarse. Por los altavoces se escuchó una grabación, famosa en la isla cuando ella era muy pequeña: «Herido de sombras por tu ausencia estoy, sólo la penumbra me acompaña hoy…». Sintió algo en el ambiente, como una especie de impresión indefinida. No pudo entender qué era. Y de pronto la vio, esta vez sentada al final de la barra.

– Voy a saludar a una amiga -se disculpó.

Mientras se abría paso entre los bailadores que regresaban a la pista, buscó en la oscuridad. Allí estaba, agazapada como un animal solitario.

– Un Martini -pidió al barman, y enseguida rectificó-. No, mejor un mojito.

– Mal de amores -observó Amalia-. Lo único que persiste en el corazón humano. Todo termina o cambia, menos el amor.

– Vine aquí porque deseo olvidar -explicó Cecilia-. No quiero hablar de mí.

– Pensé que deseabas compañía.

– Sí, pero para pensar en otras cosas -dijo la joven, probando un sorbo del cóctel que acababan de dejar frente a ella.

– ¿Cómo qué?

– Me gustaría saber a quién espera cada noche -insistió Cecilia-. Me ha hablado de una española que ve duendes, de una familia china que escapó de una matanza y de la hija de una esclava que terminó en un prostíbulo… Creo que se ha olvidado de su propia historia.

– No me he olvidado -aseguró Amalia con suavidad-. La conexión viene ahora.

Como un milagro

Durante cuatro meses, su herida la mantuvo entre la vida y la muerte. Pero eso no era lo peor: aquella frialdad que penetrara en su cuerpo desde la infancia pugnaba de nuevo por poseerla. Era como si dos mujeres habitaran dentro de ella. Cuando José iba al hospital por el día, se encontraba con una joven dulce y tímida que apenas hablaba; por las noches, los ojos enloquecidos de Mercedes se negaban a reconocerlo.

Lo más difícil fue enfrentar la oposición de sus padres. Juan dejó de hablarle y su madre se quejaba de dolores en el pecho, resultado -según decía entre suspiros entrecortados- del sufrimiento. Pero José no se dejó intimidar por aquel chantaje.

Sus credenciales como estudiante de medicina le valieron un préstamo, con el que sufragó los gastos del hospital. Nada lograría alejarlo de su meta; y se consolaba al ver que, pese a sus cambios de humor, Mercedes se iba recuperando… no sólo de su herida, sino de aquel trastorno en su alma.

Poco a poco la confusión se fue retirando a un rincón oscuro de su subconsciencia, revelando a una doncella inocente que parecía mirar el mundo por primera vez. José se sorprendía de sus preguntas: ¿Dónde se escondía Dios? ¿Por qué llovía? ¿Cuál era el número más grande de todos? Era como si tuviera delante a una niña. Y quizás fuera así. Tal vez algún incidente, desconocido para él, había provocado la fuga de su espíritu durante la infancia, y ahora ese espíritu regresaba para reanudar su crecimiento.

Una noche, poco antes de salir del hospital, una enfermera entró para traerle agua. La joven se despertó al escuchar el sonido del líquido que llenaba el vaso. La luz se reflejaba en él -luz de luna- y en el líquido que seguía cayendo interminable. De pronto, lo recordó todo: la ceremonia nocturna, el baño de miel, su desmayo… Supo que había estado posesa desde la infancia, y que aquel espíritu que la poseyera era frío como un témpano de hielo. Apenas el pensamiento afloró a su conciencia, una mano piadosa lo cubrió para siempre. Su memoria se llenó de imágenes tranquilizantes. El asesinato de su padre se transformó en una enfermedad súbita; la horrible muerte de su madre, en un benévolo accidente; y sus vivencias del burdel, en una larga estancia en el campo, donde había vivido rodeada de primas.