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José, único testigo de su vida anterior, no dijo nada, ni siquiera a ella, y se guardó para sí la verdadera historia.

Antes de convertirse en su marido, José fue el padre y el hermano que nunca tuvo, el amigo que la cuidó y le reveló modales desconocidos; también fue el maestro que le enseñó a leer.

Después de graduarse, abrió su propio consultorio. Y ella, sin nada que hacer, se aficionó a la lectura. El propio José se sorprendía de los libros que descubría cada noche junto a su cama: sobre héroes del pasado y amores imposibles, sobre viajes míticos y milagros… como aquel que Mercedes deseaba. Porque los años empezaron a pasar y ella comprendió que, pese al amor de aquel hombre, nada la alegraría tanto como un hijo. Pero la cicatriz que afeaba su vientre parecía una prohibición divina. ¿Sería el castigo por algún pecado que ella desconocía?

Tras mucho rezar, finalmente se produjo el milagro. Un día de otoño, su vientre comenzó a crecer. Y supo entonces que su vida y su cordura dependían de aquel bulto que latía en su interior…

Mercedes se acarició el vientre y contempló las nubes rojizas que adornaban el cielo de La Habana, huyendo de un huracán que acechaba la isla. Suspirando, abandonó el balcón.

Últimamente apenas dormía siesta, pegada a la radio para escuchar los novelones de turno. El capítulo de ese día podía ser decisivo para el padre Isidro.

– Yo te amo, María Magdalena -había dicho Juan de la Rosa, el marido de su rival-, pero no puedo abandonar a Elvira. Si ella no se hubiera sacrificado por salvar a Ramirito…

María Magdalena, tan comprensiva al inicio, fraguaba un asesinato sólo conocido por el cura Isidro, su confesor, que había estado enamorado de Elvira desde su juventud y escogió el sacerdocio cuando se enteró de su boda. Ahora que la vida de su amada estaba en sus manos, parecía que nada podría hacer para salvarla, pues debía respetar el secreto de confesión. Aunque ¿se atrevería a revelar lo que sabía? O al menos ¿podría hallar una manera de hacerlo sin faltar a su juramento?

Mercedes se adormeció. En aquel día ventoso y casi nublado, sueños confusos sacudieron su espíritu: unas garras heladas apretaban su vientre y le impedían respirar. Se llevó las manos a la antigua herida, pero una punzada más fuerte le indicó que el dolor no provenía de allí. Despertó casi mareada. El techo de la habitación vibraba con un sonido apagado, como si muchos pies corrieran descalzos. Luego los cristales de la vitrina chocaron entre sí, produciendo arpegios disonantes. Mercedes alzó la mirada y vio a un enano estrafalario colgando de la araña: el mismo que había visto el día de su boda, corriendo por los pasillos del hotel. En aquel momento le pareció muy curioso que sólo ella pudiera notarlo. Cuando se lo dijo a José, su marido -algo turbado- le contó una historia fantástica. El enano era un duende que sólo podían ver las mujeres de su familia, incluidas aquellas que entraban a formar parte de ella por medio de un casamiento. Después de aquel día, el duende nunca volvió a aparecer. Casi lo había olvidado… hasta hoy.

– Bájate de ahí, duende del infierno -gritó ella, furiosa-. Como rompas esa lámpara, te mato.

Pero el hombrecito no se dio por enterado; por el contrario, duplicó su imagen para mecerse en el balcón. Ahora había dos duendes en la casa.

– Maldito demonio -murmuró Mercedes, y trató de ignorarlo.

Una punzada la obligó a apoyarse sobre una mesita donde solía colocar flores. Escuchó chillidos a sus espaldas y se volvió. Ahora había cuatro duendes. El tercero se balanceaba encima de un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Y un cuarto brincaba de mecedora en mecedora.

En ese instante, José abrió la puerta y se detuvo perplejo. Las macetas del balcón giraban como trompos. El cuadro y la lámpara competían con el péndulo del reloj en sus balanceos. Cuatro sillones se mecían solos, haciendo pensar en una reunión de fantasmas. De inmediato supo quién era el causante de ese parque de diversiones.

Un gemido de Mercedes lo sacó de su embeleso. Corrió a levantarla, mientras el apartamento se estremecía con el estruendo del cuadro que caía al suelo. Ajeno a todo, la alzó en brazos y bajó las escaleras hasta el auto, olvidando cerrar la puerta.

Mercedes gemía con los ojos cerrados y, mucho antes de llegar a la clínica, un líquido tibio le empapaba las piernas. El dolor era agónico, como si una fuerza dentro de ella amenazara con partirla en dos. En ese momento no pensó en el hijo que tanto había deseado. Hubiera querido morir. En el hospital no escuchó las recomendaciones del médico, ni las exhortaciones de las enfermeras. Se dedicó a gritar como si la estuvieran matando.

Al cabo de muchas horas confusas -de manos que la tocaban, la exprimían o la reconfortaban- escuchó el vagido de una voz nueva. Sólo cuando le trajeron a la pequeña que berreaba como una bendita reparó en las enfermeras con sus enormes tocados de monja, que iban y venían por los pasillos. Tardó unos momentos en comprender que su niña había nacido en la clínica Católicas Cubanas, antaño la quinta de José Melgares y María Teresa Herrera, donde su madre había trabajado como esclava hasta que conoció a Florencio, el calesero que sería su padre. De aquella misma mansión había salido Florencio una noche, tras dejar su encargo de velas y vinos, antes de ser asesinado… Mercedes cerró los ojos para borrar el recuerdo prohibido.

– José -susurró a su marido, que se inclinaba embobado sobre la criatura-, alcánzame la cartera.

El hombre obedeció, sin imaginar para qué necesitaba una cartera en ese momento. Ella hurgó en el fondo y sacó un envoltorio pequeñísimo.

– Lo compré hace tiempo -dijo, antes de revelar lo que ocultaba el paquete.

Era una piedrecita negra y brillante, engarzada a una argolla en forma de mano. Mercedes la enganchó a la manta que envolvía a su hija, usando un imperdible.

– Cuando sea mayor se la colgaré al cuello con una cadena de oro -anunció-. Es contra el mal de ojo.

Pepe no hizo ningún comentario. ¿Cómo hubiera podido negarse a semejante petición, teniendo una madre que se pasaba la vida viendo duendes y que había legado esa maldición a su mujer y, posiblemente, a la pequeña que ahora dormía junto a ellos?

– ¿Ya están listos para inscribirla? -preguntó una voz desde la puerta.

– Preferimos bautizarla.

– Por supuesto -respondió la monjita-, pero primero hay que inscribirla. ¿Ya han pensado en un nombre?

Ambos se miraron. Por alguna razón, siempre habían creído que tendrían un hijo, pero Mercedes recordó un nombre de mujer que siempre le había gustado; un nombre dulce y, a la vez, henchido de fuerza.

– Le pondremos Amalia.

CUARTA PARTE. Pasión y muerte en el Año del Tigre

De los apuntes de Miguel

A ÉSE NO LO SALVA NI EL MÉDICO CHINO:

Así se dice todavía en Cuba ante un caso de enfermedad incurable y, por extensión, a quienes enfrentan situaciones de mucha gravedad. Se supone que la frase alude a uno de los médicos chinos que llegaron a la isla en la segunda mitad del siglo XIX -según algunos, Chan Bombiá, que desembarcó en 1858; según otros, Kan Shi Kon, que murió en 1885-. De cualquier manera, se trata del homenaje popular a los galenos chinos, que lograron curas asombrosas e inexplicables en la Cuba colonial.

Oh, vida

Después de arrimar su auto a la acera, el chofer se bajó para abrir la puerta. La mujer salió, enfundada en un apretadísimo traje verde, y el hombre estuvo a punto de hacer una reverencia, pero hizo un esfuerzo y sólo se inclinó un poco.

– ¿Cuánto le debo? -dijo ella, abriendo la cartera.