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– Ni siquiera lo mencione, doña Rita. Me iría directico al infierno si le cobrara un centavo. Para mí ha sido un honor llevarla.

La mujer sonrió, acostumbrada a esas muestras de admiración.

– Gracias, bonito -agradeció al taxista-. Que Dios te ilumine el día.

Y cruzó la acera en dirección a la puerta donde se leía: EL DUENDE, GRABACIONES.

La campanilla sobresaltó a una jovencita que dibujaba junto a un estante lleno de partituras.

– Hola, mi niña -sonrió la mujer.

– ¡Papi, mira quién llegó! -gritó la criatura, corriendo hacia la recién llegada.

– ¡Ten cuidado, Amalita! -la regañó Pepe, que salía de la trastienda con unos discos-. ¡Vas a estropearle el sombrero!

– ¿No es lindo? -chilló la niña, desplegando el tul sobre el rostro de la visitante.

– Vamos, pruébatelo -dijo la mujer, sacándose la prenda.

– ¡Usted la malcría mucho! -se lamentó el hombre, encantado-. Me la va a estropear.

La actriz, normalmente recelosa cuando se enfrentaba a tantos mimos, se transformaba frente a esa criatura de doce años con la cual mantenía un vínculo especial. También su madre se le antojaba interesante, aunque por otras razones. Si la niña vibraba como un torrente dispuesto a arrasar con misterios y oscuridades, Mercedes era un enigma que los generaba. Nunca olvidaría la noche en que José las presentó tras una función de Cecilia Valdés.

Con la mirada perdida, Mercedes había comentado:

– ¿Quién iba a decirme que de una verdad tan fea saldría una mentira tan bonita?

La actriz se quedó estupefacta. ¿A qué se refería? Cuando quiso indagar sobre el asunto, Mercedes no pareció entender de qué hablaba. Era como si jamás hubiera hecho aquel comentario. Rita volvió a encontrársela en otras ocasiones, pero apenas intercambiaron algunas frases. La mujer vivía absorta en su mundo.

Amalia, en cambio, irradiaba un encanto especial. A veces se comportaba como si en la habitación hubiera un amigo invisible a quien sólo ella podía ver. Entablaba conversaciones llenas de frases incomprensibles que Rita achacaba a su imaginación, aunque no por ello dejaban de fascinarla. Sólo en los últimos meses, la jovencita pareció olvidar esos juegos. Ahora prestaba más atención a otros detalles, como el ajuar de Rita.

– ¿Ya llegó Ernesto?

– Llamó para decir que estaba retrasado -respondió Pepe, ordenando los discos por orden alfabético.

– Cada vez que tengo ensayo, me hace lo mismo.

– ¿En qué teatro vas a actuar? -preguntó Amalia, con su aire entre inocente y descarado.

– En ninguno, mi reina. Vamos a hacer una película.

Pepe dejó los discos.

– ¿Se nos va a Estados Unidos?

– No, hijo -sonrió Rita-. Guárdame el secreto, pero estamos preparando una película musical.

El hombre tragó en seco.

– ¿En Cuba?

Ella asintió.

– Pues eso es el acontecimiento del siglo -articuló por fin.

– A ver si me entero qué se cocina a mis espaldas.

Todos se volvieron hacia el recién llegado.

– Lo que ya sabes -respondió Rita sin inmutarse-. La primera película musical de Cuba.

– ¡Maestro Lecuona! -exclamó Pepe.

– ¡Ah! -suspiró el hombre-. Ahora estamos entusiasmados con el proyecto, pero esos experimentos darán al traste con la creación. Ahogarán el talento…

– ¡Y dale con lo mismo, Ernesto! -exclamó Rita-. Ya se han hecho unas cuantas películas así; no podemos quedarnos atrás.

– Ojalá me equivoque, pero creo que esa mezcolanza acabará por fabricar falsos ídolos. El verdadero arte debe ser en vivo o, por lo menos, sin tanto traqueteo técnico. Ya verás como pronto ponen a cantar al que no tiene voz. En fin… ¿Está todo preparado?

– Sí, don Ernesto.

– ¿Puedo entrar yo también, papi?

– Bueno, pero allá adentro no puedes ni respirar.

La niña asintió, muda de antemano. Aún con el sombrero de Rita en la cabeza, siguió a los adultos hasta el estudio situado en el fondo de la tienda, protegido de los ruidos por capas aislantes. Los técnicos abandonaron sus bromas y ocuparon sus puestos en la cabina.

Amalia adoraba esas grabaciones. De su padre había heredado la pasión por la música. O mejor dicho, de su abuelo Juanco, el verdadero fundador del negocio que luego pasara a su hijo. José no dudó un segundo en abandonar su carrera de médico por aquel mundo lleno de sorpresas.

A padre e hija también les fascinaban las tertulias que surgían después de las grabaciones, donde se enteraban de los chismes de aquella Habana bohemia de principios de siglo. Así escucharon del histórico despiste de Sarah Bernhardt que, furiosa porque el público cubano cuchicheaba en medio de su función, quiso insultarlos gritándoles que eran unos indios con levitas, pero como en la isla ya no quedaban indios, nadie se dio por aludido y todos siguieron hablando como si tal cosa. O se reían de las locuras de los periodistas locales, que cada noche sacaban un micrófono a la azotea para transmitir a toda la isla el cañonazo de las nueve, disparado en La Habana desde la época de los piratas… Eran jornadas gozosas que, años después, atesorarían en sus recuerdos.

A Amalia le gustaba salir con doña Rita, y a doña Rita con ella; y últimamente, cuando quería irse de tiendas, la mujer pasaba por el local donde la niña ayudaba a clasificar las grabaciones, después de clases.

– Préstemela un ratico, don José -rogaba la actriz con aire trágico-. Es la única persona que no me atormenta y que me ayuda a encontrar lo que quiero.

– No faltaba más -aceptaba el padre.

Y las dos se iban muy juntitas, como colegialas, a recorrer las lujosas tiendas y a admirar esas vitrinas que hasta los europeos envidiaban. Entre chismes y risas, se probaban montones de ropas. La actriz se aprovechaba de la adoración que despertaba en cualquier sitio para pedir a las empleadas que trajeran más y más cajas de sombreros y zapatos, chales, abrigos de pieles y todo tipo de accesorios. Al regreso, merendaban helados y dulces empapados en almíbar, y algunas veces terminaban en el cine.

Una tarde, después de comprar algunas cosas -incluidos un par de primorosos zapatos para la jovencita-, Rita propuso algo nuevo.

– ¿Alguna vez te han leído las cartas?

– ¿Las cartas?

– Sí, los naipes. Como hacen las gitanas.

– ¡Ah! Eso de la suerte.

– Y el futuro, mi niña.

Amalia no sabía lo que eran las gitanas, pero estaba segura de que nadie le había leído su futuro.

– Por aquí vive una persona que puede hacerlo -dijo doña Rita-. Se llama Dinorah, y es amiga mía. ¿Te gustaría acompañarme?

Por supuesto. ¿A qué muchacha no le hubiera encantado?

Caminaron tres cuadras, atravesaron un parque, subieron unas estrechas escaleras y, dos puertas después del último escalón, tocaron el timbre.

– Hola, mi negra -saludó Rita a la mujer que salió a recibirla: una rubia bajita, enteramente vestida de blanco como si fuera un ángel.

– Llegaste a buena hora. No hay nadie.

Amalia comprendió que la actriz la visitaba a menudo.

– Espérame aquí, cariño -le dijo Rita, antes de seguir a la mujer.

Veinte minutos después, se asomó a la sala.

– Vamos, te toca a ti.

Una vela alumbraba la habitación en penumbras. La mujer estaba sentada ante una mesita donde había un vaso lleno de agua. Antes de barajar las cartas, las salpicó con el líquido y murmuró una oración.

– Corta -le dijo, pero Amalia no entendió a qué se refería.

– Escoge un montón -le sopló Rita.

La mujer comenzó a colocar los naipes de arriba abajo y de derecha a izquierda.

– Mmm… Naciste de milagro, criatura. Y tu madre se libró de una buena… A ver… Aquí hay un hombre… No, un niño… Espera… -Sacó otra carta y otra-. Esto es raro. Hay alguien en tu vida. No es un amante, ni tu padre… ¿Tienes algún amigo especial?