La joven negó.
– Pues hay una presencia que vela por ti, como si fuera un espíritu.
– Ya sabía yo -exclamó Rita-. Esta niña siempre me pareció distinta.
Amalia no dijo nada. Sabía a quién se refería, pero sus padres le habían advertido que no debía hablar de esas cosas con nadie, ni siquiera con doña Rita.
– Sí, tienes un guardián muy poderoso.
«Y muy fastidioso», pensó la joven, recordando los alborotos del Martinico.
– ¡Ah! Vienen amores…
– ¿Sí? -se entusiasmó Rita como si el anuncio fuera para ella-. A ver, cuenta.
– No voy a engañarte -reveló la cartomántica con aire sombrío-. Serán amores muy difíciles.
– Todos los grandes amores son así -sentenció la actriz con optimismo-. Alégrate, chiquita. Se acercan tiempos buenos.
Pero Amalia no quería ningún amor, por grande que fuera, si eso iba a complicar su vida. Mentalmente se juró que siempre permanecería en la tienda de su padre, ayudándolo a ordenar sus discos y escuchando las historias de los músicos que iban a grabar.
– Mmm… A ver, tendrás hijos. Tres… -Miró a la muchacha como si dudara en hablar-. No, uno… y será hembra. -Sacó tres cartas más-. Anda con cuidado. Tu hombre se meterá en líos.
– ¿Con otra mujer? -indagó Rita. -No creo…
Amalia ahogó un bostezo, poco interesada en alguien con quien jamás se casaría.
– ¡Dios mío, qué tarde se ha hecho! -exclamó de pronto Rita.
– ¿Qué hay con mis entradas? -preguntó la mujer, después de acompañarlas hasta la puerta.
– No te preocupes -le dijo Rita-. Te prometo que irás al estreno.
José dio una fiesta «íntima y acogedora», según rezaba la nota, para los artistas y productores involucrados en la película. También envió invitaciones a algunos músicos que aún no habían grabado o visitado su tienda. Eso serviría para establecer nuevos contactos.
Por primera vez se alegraba de que su mujer le hubiera propuesto mudarse a una casa. Al principio, rechazó la idea. Siempre había preferido los lugares altos; pero hasta su madre había apoyado a Mercedes en su decisión. La anciana también se agotaba subiendo aquellas escaleras interminables.
– Si a ustedes les cuesta trabajo subir -había insistido Pepe-, lo mismo le pasará a los ladrones. Este apartamento es más seguro.
– Pamplinas -dijo Ángela-. Es tu herencia serrana la que te pide vivir en las alturas, pero no estamos en Cuenca.
– Hablo por razones de seguridad -respondió él.
– Lo llevas en la sangre -insistió Ángela.
Sin embargo, Mercedes estaba harta de escaleras y él terminó cediendo. Ahora se alegraba del cambio. Se dio cuenta de que contaba con un gran espacio para fiestas: un patio que su esposa había adornado con tinajones cuajados de jazmines.
Bajo la frialdad de las estrellas colocaron una mesa repleta de licores. Un gramófono llenaba el aire de melodías. El aroma de los manjares -pasteles de carne, huevos rellenos, quesos, hors d'oeuvres con abundante caviar rojo y negro, rollitos de angula y mezclas condimentadas- había avivado el apetito de los concurrentes. Pero la más alborotada era Amalia, que consiguió permiso para quedarse hasta la medianoche; momento en que los adultos planeaban irse al Inferno, un cabaret insomne en el cruce de las calles Barcelona y Amistad. La niña se quedaría con su abuela, que ahora trajinaba en la cocina preparando el ponche para los invitados.
Casi todos habían llegado, ansiosos por compartir la velada con la gran Rita Montaner, que aún no aparecía, y con los maestros Lecuona y Roig, cuya entrada se esperaba de un momento a otro. El reloj dio nueve campanadas y, como si hubiera aguardado aquella señal, el timbre de la puerta sonó. Cuando Amalia fue a abrir, se produjo un suspenso que muchos aprovecharon para tragar el último sorbo de su bebida o terminar su emparedado.
La brisa de la noche sopló entre los jazmines. Hubo un cambio perceptible en el ambiente y algunos alzaron la vista para buscar su causa. Un «oh» nada fingido se elevó de la multitud. Enfundada en un traje gris perla y llevando sobre los hombros un chal plateado, la silueta de una diosa apareció en el umbral. Escoltada por los dos músicos, la actriz atravesó la sala.
Amalia se había quedado tan pasmada como el resto, saboreando el hechizo, pero pronto advirtió que el encantamiento no emanaba de la diva. Su mirada se fijó en un objeto: el manto que cubría sus hombros. Nunca había visto nada tan bello. No parecía una tela, sino un trozo de luna líquida.
– ¿Qué es eso que llevas puesto? -le susurró la joven cuando logró abrirse camino entre la turba de admiradores.
Rita sonrió.
– Sangre mexicana.
– ¿Cómo?
– Lo compré en México. Dicen que allí la plata brota de la tierra como la sangre de la gente.
Y al notar la expresión de Amalia, se sacó de encima esa especie de azogue amorfo y lo colocó sobre su cabeza.
Un silencio de muerte se extendió por el patio. Incluso don José, que ya se preparaba para reprender a su hija por estar acaparando a la invitada principal, se quedó sin habla. Tan pronto como el chal cubrió a Amalia, una claridad de otro mundo brotó de su piel.
– Pesa mucho -murmuró la joven, sintiendo el peso de los centenares de escamillas metálicas.
– Es de pura plata -le recordó su dueña-. Y está encantado.
– ¿De verdad? -se interesó la niña.
– Con un hechizo de la época en que las pirámides se cubrían con sangre y flores: «Si el manto de luz roza un talismán de sombras en presencia de dos desconocidos, éstos se amarán para siempre».
– ¿Qué es un talismán de sombras?
– No lo sé -suspiró la mujer-. Nunca se lo pregunté a quien me lo vendió. Pero es una leyenda muy bonita.
La joven palpó el chal, que se plegó dócilmente entre sus dedos, casi vivo. Sintió la fuerza que brotaba de la prenda y se hundía en su cuerpo, provocándole euforia y miedo a la vez.
«¿Qué es esto, Dios mío?», pensó.
– Mira qué bonita estás -le dijo Rita, empujándola hacia el espejo de la entrada-. Corre a verte.
Y se desentendió de ella, mientras los invitados recuperaban el aliento después de aquella metamorfosis.
Frente al espejo, Amalia recordó el cuento de la princesa fugitiva que se ocultaba bajo una piel de asno durante el día, pero que guardaba un traje de sol y un traje de luna con los que se vestía en secreto cada noche. Fue así como la conoció el príncipe que se enamoraría de ella… Se arrebujó en la gélida belleza, sintiéndose más protegida bajo el peso del tejido.
El timbre de la entrada sonó dos veces, pero nadie pareció escucharlo. Amalia fue a abrir la puerta.
– ¿Aquí vive el maestro retirado? -preguntó una voz desconocida.
– ¿Quién?
Ella se adelantó un poco para distinguir mejor la sombra que se agazapaba en el umbral, pero sólo vio a un muchacho chino con un bulto de ropa en las manos. El azabache que llevaba al cuello se desprendió de su engarce y cayó a los pies del joven, que se apresuró a cogerlo. Sin querer, sus dedos rozaron el manto plateado.
Él levantó el rostro para mirarla y en ese momento vio a la mismísima Diosa de la Misericordia, cuyas facciones aman todos los mortales. Y ella recuperó la piedra con manos temblorosas, porque acababa de reconocer al príncipe de sus sueños.
Muy junto al corazón
Coral Castle: un nombre mágico para un rincón perdido en las brumas de Miami. Eso pensaba Cecilia, con la mirada en el infinito. Su tía abuela la había convencido para ir a ver «la octava maravilla de Miami». Y mientras viajaban rumbo al sur, observaba las bandadas de patos en aquellos ríos artificiales que corrían paralelos a las calles, besando los patios de las casas. «Miami, la ciudad de los canales», la bautizó mentalmente, otorgándole con ello cierta condición veneciana y hasta una cualidad vagamente extraterrestre por aquello de los canalli de Schiaparelli. Y es que en aquella ciudad casi tropical, donde se celebraban ferias renacentistas, cualquier cosa podía ocurrir.