Mey Ley se veía obligada a bucear en su memoria para complacer la curiosidad de la criatura. Fueron años apacibles, como sólo pueden serlo esos que se viven sin conciencia y que, al final de la vida, se recuerdan como los más felices. Sólo una vez ocurrió algo que interrumpió la monótona existencia. Kui-fa enfermó gravemente. La fiebre y los vómitos se ensañaron con ella como si un mal espíritu quisiera robar su joven existencia. Ningún médico podía determinar el origen del mal, pero Mey Ley no perdió la cabeza. Fue al templo de los Tres Orígenes con tres listones de papel donde había escrito los caracteres del cielo, de la tierra y del agua. En la torre del templo, ofrendó al cielo el primer listón; después enterró bajo un montículo el papel correspondiente a la tierra; y por último sumergió en un manantial la escritura perteneciente al agua. A los pocos días, la niña comenzó a mejorar.
Mey Ley dedicó un rincón de su habitación a adorar a los Tres Orígenes, fuentes de felicidad, perdón y protección. Y le enseñó a Kui-fa a mantener siempre la armonía con aquellos tres poderes. Desde entonces, el cielo, la tierra y el agua fueron los tres reinos a los cuales Kui-fa enviaba sus pensamientos, sabiendo que allí estarían protegidos.
Pasaron los meses lluviosos y llegó la época en que el Dios del Hogar subía a las regiones celestiales para informar sobre las acciones de los humanos. Más tarde comenzó la temporada de cosechar y, tras ella, llegaron las ráfagas de un tifón. Pasaron los meses, y de nuevo el Dios del Hogar emprendió el vuelo a las alturas, llevando sus chismes divinos que los mortales pretendían endulzar embarrando de miel los labios de la estatua; y volvieron los campesinos a sembrar, y regresaron las lluvias y la temporada de los mil vientos que desgarraban las cometas de papel. Y entre los aromas de la cocina y las leyendas plagadas de dioses, Kui-fa se convirtió en una doncella.
A una edad en que muchas jóvenes ya amamantaban hijos propios, Kui-fa seguía prendida a la trenza de Mey Ley; pero Weng no pareció notarlo. Su cabeza desgranaba cifras y proyectos, y esa actividad febril hizo que fuera posponiendo la boda de su sobrina.
Cierta tarde, mientras conversaba en una de las casas de té donde iban los hombres a hacer negocios o a buscar prostitutas, escuchó las indirectas que lanzaban unos parroquianos sobre una jovencita casadera y con buena dote, condenada a una indigna soltería por culpa de un tío codicioso. Weng hizo como que no escuchaba nada, pero enrojeció hasta las raíces de su coleta que ya empezaba a encanecer. Cuando llegó a su casa, llamó a Siu Mend con un pretexto y observó al muchacho mientras éste revisaba unos papeles. El adolescente se había convertido en un joven robusto y casi apuesto. Esa misma noche, mientras la familia cenaba en torno a la mesa, decidió dar la noticia:
– He pensado que Kui-fa debe casarse.
Todos, incluyendo la propia Kui-fa, alzaron la vista de sus platos.
– Habrá que buscarle esposo -aventuró su mujer.
– No hace falta -dijo Weng, pescando un trozo de bambú-. Siu Mend será un buen marido.
Ahora los ojos se volvieron en dirección al azorado Siu Mend y después a Kui-fa, que clavó su mirada en la fuente de carne.
– Sería bueno celebrar la boda durante el festival de las cometas.
Era una fecha propicia. En el noveno día de la novena luna todos subían a un lugar alto, ya fuera una colina o la torre de un templo, para conmemorar un suceso ocurrido durante la dinastía Han, cuando un maestro salvó la vida de su discípulo al advertirle que una terrible calamidad se abatiría sobre la tierra. El joven huyó hacia la montaña y, al regresar, encontró que todos sus animales se habían ahogado. Esa fiesta de recordación inauguraba la temporada en que las brisas retozaban furibundas e interminables, anunciando futuras tormentas. Entonces, centenares de criaturas de papel remontaban el aire con sus abigarradas formas: dragones rosados, mariposas que aleteaban llenas de furia, pájaros con ojos móviles, insectos guerreros… Todo un conjunto de seres imposibles se disputaba los cielos en nuevas y legendarias batallas.
El mismo día de su boda Kui-fa pudo entrever, tras las cortinas de su silla de manos, la lejana silueta de un fénix. No logró distinguir sus colores porque un velo rojo le cubría el rostro. Después, al bajarse, debía mirar en dirección a sus pies si no quería tropezar y caer.
La joven no había vuelto a ver a Siu Mend desde la noche en que su tío anunciara el casamiento. Mey Ley se encargó de mantenerla oculta. Espantada ante la imprudencia del hombre, al declarar el compromiso con ambos jóvenes sentados a la mesa, la sirvienta decidió contrarrestar el descuido. Aprovechando un momento en que todos estaban ocupados, fue hasta el altar de la Diosa del Amor y extrajo una de sus manitas de porcelana.
– Señora -pidió inclinándose ante la estatua, mientras apretaba la extremidad entre sus manos-, atrae la buena fortuna sobre mi niña y aleja los malos espíritus. Te prometo un buen regalo si la boda transcurre sin problemas, y otro mayor cuando tenga su primer hijo… -dudó un momento-, pero sólo si la madre y el niño gozan de buena salud.
Repitió tres veces su reverencia y guardó la mano de porcelana en un rincón de la cocina. Por supuesto, a nadie se le ocurrió preguntar por la extremidad ausente. Ya aparecería cuando el ruego del devoto se cumpliera.
Varias semanas después de la boda los ríos se inundaron, matando a mucha gente. Hubo hambre para los más pobres y saqueos para los más ricos; sólo la epidemia se repartió por igual entre todos. El nivel del agua en los campos se elevó con rapidez para después bajar con pereza, y los brotes de arroz se asomaron sobre las aguas turbias. El primer vientecillo del sur sopló por aquellos contornos, gélido y burlón, a tiempo para otro festival… Pero Kui-fa seguía sin dar señales de embarazo. Mey Ley fue a ver a la diosa.
– Procura cumplir lo que te pido o irás a parar a un rincón lleno de ratones -la amenazó, antes de virarle la espalda.
La advertencia dio resultado. A las pocas semanas, el vientre de Kui-fa empezó a hincharse y Mey Ley depositó junto al altar una cesta llena de frutas. Meses después, cuando las lluvias estaban de nuevo en su apogeo, nació Pag Li en pleno Año del Tigre. Gritaba como un demonio y enseguida se prendió del pezón de su madre.
– Tan pequeño y ya tiene el carácter de una pequeña fiera -vaticinó su padre al oírlo berrear.
Siu Mend había esperado el nacimiento de su hijo con alegría y preocupación, después de saber que el parto sería el preludio de un viaje a la isla donde había muerto su padre y donde aún vivía su abuelo Yuang, a quien no conocía. Se lo debía a Weng, que deseaba establecer contacto con varios comerciantes en ese país, deseosos de importar artículos religiosos y agrícolas.
– Yo mismo iría -le había dicho el hombre-, pero estoy demasiado viejo para una travesía tan larga.
Por la mente de Siu Mend pasaron lejanos recuerdos sobre la partida de su padre: las noticias confusas, el llanto de su madre… ¿Y si la historia se repetía? ¿Y si no regresaba jamás?
– Las cosas han cambiado en Cuba -aseguró Weng, al notar la zozobra del joven-. Ya los chinos no son contratados como culíes.
Y eso lo decía por su propio abuelo, el venerable Pag Chiong, que durante siete años había trabajado doce horas diarias, sujeto a un contrato que firmara sin saber lo que hacía, hasta que una tarde cayó muerto sobre una pila de caña que intentaba cargar. A pesar de eso, Yuang siguió los pasos de su padre y también partió rumbo a la isla. Años después, su hijo Tai Kok, padre de Siu Mend, quiso reunirse con él y dejó a su hijo y esposa en manos de Weng. Aunque no fue a trabajar como peón, se vio involucrado en una complicada historia de deudas que le costó la vida en una reyerta. Al año siguiente, la madre de Siu Mend murió de unas fiebres y el niño quedó al cuidado del hombre que, aunque era primo de su padre, siempre llamó tío.