– Vamos a la sala. Quiero enseñarte mi colección de música.
Amalia se acercó a una caja de la cual salía una especie de cornetín gigante.
– ¿Has oído a Rita Montaner?
– Claro -dijo Pablo, casi ofendido-. ¿Tienes canciones suyas?
– Y del trío Matamoros, de Sindo Caray, del Sexteto Nacional…
Siguió recitando nombres, algunos conocidos y otros que él escuchaba por primera vez, hasta que la interrumpió:
– Pon lo que quieras.
Amalia colocó una placa redonda sobre la caja y levantó con cuidado un brazo mecánico.
– «Quiéreme mucho, dulce amor mío, que amante siempre te adoraré…» -surgió una voz clara y temblorosa del altavoz.
Durante unos instantes escucharon en silencio. Pablo observó a la muchacha, que por primera vez parecía retraída.
– ¿Te gusta el cine? -aventuró él.
– Mucho -respondió ella, animándose.
Y comenzaron a comparar películas y actores. Dos horas después, ninguno de los dos cesaba de maravillarse con ese otro ser que tenía delante. Cuando ella encendió la lámpara, Pablo se dio cuenta de lo tarde que era.
– Tengo que irme.
Sus padres no sabían dónde se hallaba.
– Podemos vernos otro día -aventuró él, rozando el brazo de la muchacha.
Y de pronto ella sintió una ola de calor que se extendía por su cuerpo. También el muchacho percibió aquella marejada… Ah, el primer beso. Ese miedo a perderse en tierras peligrosas, ese aroma del alma que podría morir si el destino tomara rumbos imprevistos… El primer beso puede ser tan temible como el último.
Sobre sus cabezas la lámpara comenzó a balancearse, pero Pablo no lo notó. Sólo el estruendo de un objeto que se hacía añicos lo sacó del ensueño. Junto a ellos yacían los restos de una porcelana destrozada.
– ¿Ya llegaron? -susurró Pablo, aterrado ante la posibilidad de que el agresor fuera el padre de su amada.
– Es ese idiota del Martinico haciendo de las suyas.
– ¿Quién?
– Otro día te cuento.
– No, dímelo ahora -insistió él, contemplando el inexplicable destrozo-. ¿Quién más está aquí?
Amalia dudó un instante. No quería que el príncipe de sus sueños se esfumara ante aquella historia de aparecidos, pero el rostro del muchacho no admitía excusas.
– En mi familia hay una maldición.
– ¿Una qué?
– Un duende que nos persigue.
– ¿Qué es eso?
– Una especie de espíritu… un enano que aparece en los momentos más inoportunos.
Pablo guardó silencio, sin saber cómo digerir la explicación.
– Es como un espíritu que se hereda -aclaró ella.
– ¿Que se hereda? -repitió él.
– Sí, y maldita sea esa herencia. Sólo la padecemos las mujeres.
Contrario a lo que esperara, Pablo tomó el hecho con bastante naturalidad. Cosas más raras se aceptaban como ciertas entre los chinos.
– A ver, explícamelo bien -pidió curioso.
– Heredé esto de mi papá. El no puede verlo, pero mi abuela sí. Y mami, por ser su esposa, también.
– ¿Quieres decir que cualquier mujer podría ver el duende si se casa con un hombre de la familia?
– Y antes de casarse también. Así le pasó a una de mis tatarabuelas: vio al duende apenas le presentaron a mi tatarabuelo. Se pegó un susto terrible.
– ¿Nada más de conocerlo?
– Sí, parece que el duende puede saber quién se casará con quién.
Pablo le acarició la mano.
– Tengo que irme -murmuró de nuevo, acuciado por un nerviosismo mayor que el provocado por un duende invisible-. Tus padres pueden llegar y los míos no saben dónde estoy.
– ¿Nos seguiremos viendo? -preguntó ella.
– Toda la vida -le aseguró él.
Durante el camino de regreso, el muchacho se olvidó del Martinico. Su corazón sólo tenía espacio para Amalia. Iba saltando feliz y ligero, como si él mismo se hubiera convertido en un espíritu. Trató de pensar en lo que le diría a sus padres por la demora. Tuvo el tiempo justo para inventar una excusa, antes de empujar la puerta entreabierta.
– Papi, mami…
Se detuvo en el umbral. La casa estaba llena de personas. Su madre lloraba en una silla y su padre permanecía cabizbajo junto a ella. Vio el ataúd en una esquina y fue entonces cuando notó que todos vestían de amarillo.
– Akún… -murmuró el muchacho.
Había regresado de la Isla de los Inmortales para enfrentarse a un mundo donde los humanos morían.
Recordaré tu boca
Pese a la advertencia de la cartomántica, Cecilia se negó a abandonar su relación con Roberto. Aunque no podía alejar la aprensión que sentía junto a él, decidió atribuirla a su inseguridad y no a su instinto. Era cierto que todo aquel oráculo la había sorprendido con su exactitud, pero no pensaba actuar siguiendo los consejos de una adivina.
Roberto le había presentado a sus padres. El viejo era un tipo simpático que hablaba continuamente de los negocios que haría en una Cuba libre. Montaría una fábrica de pinturas («porque en las fotos que traen de la isla todo se ve gris»), una tienda de zapatos («porque esos pobres de allá andan casi descalzos») y una librería donde se venderían ediciones baratas («porque mis compatriotas se han pasado medio siglo sin poder comprar los libros que les da la gana»). A Cecilia le divertía mucho aquella mezcla de inversionista con buen samaritano, y nunca se escabullía cuando el hombre la llamaba para contarle de algún nuevo proyecto que se le había ocurrido. Su mujer lo regañaba por aquel afán delirante de pensar en más trabajo cuando ya se había retirado hacía diez años; pero él le decía que su retiro era temporal, un descansito antes de emprender la última jornada. Roberto no participaba de aquellas discusiones; sólo parecía interesado en conocer más sobre la isla que nunca había pisado. Sin embargo, ésa era una manía común en los de su generación, hubieran o no nacido en Cuba, y ella no se detuvo a reflexionar más en el asunto.
Las fiestas de Navidad habían reavivado su relación en las últimas semanas. El ánimo de Cecilia, que siempre se alborotaba durante la época invernal, ahora bullía. Se fue de tiendas, por primera vez en mucho tiempo, dispuesta a remozar su aspecto. Ensayó maquillajes y se compró trajes nuevos.
La última noche del año, Roberto pasó a recogerla para ir a una fiesta que se celebraría en uno de esos islotes privados, llenos de mansiones donde vivían actores y cantantes que se pasaban la mitad del año filmando o grabando en algún confín del planeta. El anfitrión era un antiguo cliente de Roberto que ya lo había invitado otras veces.
Se perdieron un poco por callejas oscuras y frondosas antes de llegar. El patio, con su hierba recién cortada, terminaba en un muelle desde el cual se veían los grandes edificios del centro y un trozo de mar. Gente desconocida iba y venía por las habitaciones, curioseando entre las obras de arte que complementaban la decoración minimalista. Después de saludar al dueño de la casa, abandonaron el tumulto y se acercaron al muelle, se quitaron los zapatos y aguardaron la llegada del nuevo año hablando naderías.
Cecilia tuvo la certeza de que, por fin, sus tribulaciones amorosas terminaban. Ahora, chapoteando con los pies desnudos en el agua fría, se sentía completamente feliz. A sus espaldas había comenzado la cuenta regresiva de la televisión, mientras la costa oriental de Estados Unidos veía subir la manzana luminosa de Nueva York, en pleno Times Square. Los fuegos artificiales comenzaron a estallar sobre la bahía de Miami: racimos blancos, esferas rodeadas por anillos verdes, sauces de ramas rojas…
Cuando Roberto la besó, ella se abandonó con los sentidos borrachos de gusto, saboreando aquel zumo de uvas en su boca como una golosina divina y sobrenatural. Fue una liturgia sensual e inolvidable; última estación de aquel romance.