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– ¿Cuándo se estrena su ballet?

– Dentro de una semana.

– ¿No va a extrañar Europa?

– Un poco, pero hacía tiempo que quería volver. Este país es como un hechizo. Te arrastra, te llama siempre… Se lo comenté a mi hija la última vez que hablamos; Cuba es una maldición.

Otro más, pensó Amalia. Porque ella también estaba maldita. Y con un fardo peor que cargar con la sombra de un Martinico por los siglos de los siglos.

– Tal vez lo más difícil del regreso sea alejarse de los hijos -comentó Pepe.

– No para mí. Recuerde que me separé de su madre cuando ellos eran muy pequeños.

– He oído que Joaquinito salió a usted: un músico brillante.

– Sí, pero a Thorvald le dio por la ingeniería, y Anaïs anda obsesionada con la literatura y la psiquiatría… Es una joven diferente a todas. Atrae a la gente como si fueran moscas.

– Hay personas con ángel.

– O con duende -replicó el músico, provocando un sobresalto en Amalia-, como diría Lorca. Pero aquí, entre nosotros, Anaïs tiene un demonio.

– Con permiso -los interrumpió la joven, saliendo de las sombras.

– Ah, la hermosa Amalia -exclamó el pianista.

Ella sonrió levemente y pasó entre los hombres rumbo al comedor, donde otros músicos fumaban frente a las ventanas abiertas… tan abiertas que de inmediato distinguió a Pablo, que se paseaba nerviosamente por la esquina.

– ¿Adónde vas? -la atajó su madre cuando la vio abrir la puerta.

– Abuela me mandó a comprar azúcar.

Y salió sin darle tiempo a nada.

Él la descubrió enseguida: una aparición cuyos cabellos se encrespaban al menor soplo de brisa, ojos como centellas líquidas y piel de cobre pálido. Para Pablo seguía siendo la reencarnación de Kuan Yin, la diosa que se movía con la gracia de un pez dorado.

– Qué bueno que pasaste por aquí -lo saludó ella-. El viernes no podremos vernos. Papi quiere llevarme al estreno de un ballet y no podré zafarme.

– Pensaremos en otra fecha. -La miró unos segundos antes de darle la noticia-. ¿Sabes que mis padres van a vender la lavandería?

– ¡Pero si les va tan bien!

– Quieren abrir un restaurante. Es mejor que un tren de lavado.

– ¿Dejarás El Pacífico?

– Tan pronto como se abra el negocio. Tendremos que buscar otra manera de comunicarnos…

– ¡Amalia!

El grito atravesó las rejas de la ventana.

– Me voy -lo interrumpió-. Ya te diré cuándo podemos vernos.

La expresión de su padre no dejaba dudas: estaba furioso. Su madre la miraba de igual forma. Sólo su abuela parecía preocupada.

– Fui a comprar azúcar…

– Vete a tu cuarto -susurró su padre-. Después hablamos.

Durante media hora, Amalia se comió las uñas elaborando su mentira. Diría que no había encontrado azúcar para el café y que había ido por ella. De pura casualidad se había tropezado con Pablo y…

Alguien tocó.

– Tu padre quiere hablar contigo -dijo Mercedes, metiendo la cabeza por la puerta.

Cuando llegó a la sala, los invitados se habían marchado, dejando cenizas y tazas vacías por doquier.

– ¿Qué estabas haciendo? -le preguntó su padre.

– Fui a buscar…

– No creas que no me he dado cuenta de que ese muchacho anda rondándote desde hace tiempo. Al principio me hice el sueco porque pensé que eran niñerías, pero ya tienes casi diecisiete años y no voy a permitir que mi hija se ande viendo con cualquier gentuza…

– ¡Pablo no es ninguna gentuza!

– Amalita -intervino su madre-, ese muchacho está muy por debajo de nosotros.

– ¿Muy por debajo? -repitió la muchacha, sintiéndose cada vez más ofendida-. A ver, ¿a qué categoría pertenecemos que sea tan diferente de la suya?

– Nuestro negocio…

– Tu negocio es una tienda de grabaciones -lo interrumpió ella- y el de su padre es una lavandería que, por cierto, va a vender para comprar un restaurante. A ver, ¿cuál es la diferencia?

La respiración agitada de Amalia empañaba el silencio.

– Esa gente es… china -dijo finalmente el padre.

– ¿Y?

– Nosotros somos blancos.

Un plato se estrelló con estrépito en el fregadero. Todos, menos Amalia, volvieron sus rostros hacia la cocina vacía.

– No, papá -rectificó la joven, sintiendo que la sangre se le acumulaba en el rostro-. Tú eres blanco, pero mi madre es mulata y tú te casaste con ella. Eso me deja fuera de esa categoría tan exquisita de la que hablas. Y si un blanco pudo casarse con una mulata, no veo por qué una mulata que pasa por blanca no podría casarse con un hijo de chinos.

Y abandonó la sala rumbo a su cuarto. Al estrépito de su portazo le siguió el estallido de un jarrón lleno de flores frescas. Sobre sus cabezas, la araña de cristal comenzó a oscilar con furia.

– Voy a tener que tomar medidas -repuso Pepe.

– Toma las que quieras, hijo -musitó Ángela suspirando-, pero la niña tiene razón. Y perdona que te lo diga, pero tú y Mercedes sois las personas menos indicadas para oponerse a ese noviazgo.

Y con pasitos cortos y trabajosos, la anciana marchó a su cuarto, dejando un rastro de rocío serrano sobre las losas de mármol.

La crema y nata de la sociedad habanera deambulaba por los pasillos del teatro. Toda clase de personajes -hacendados y marquesas, políticos y actrices- se codeaban esa noche en el estreno de La condesita, ballet con música de Joaquín Nin, «hijo dilecto y gloria de Cuba, después de su fructífero exilio artístico por Europa y Estados Unidos», según lo saludara un diario de la capital. Y por si alguien dudara de su pedigrí musical, la posdata de que había sido maestro de piano del propio Ernesto Lecuona bastó para atraer a los más incrédulos.

En medio del bullicio, sólo Amalia, con su traje de tul rosa y el bouquet de violetas sobre su pecho, parecía la estampa de la desolación. La muchacha se aferraba con insistencia a su bolsito de plata mientras buscaba entre la multitud a la única persona que podría ayudarla. Finalmente la vio, perdida en un gentío de galanes.

– Doña Rita -susurró la joven, que se escurrió hasta ella en un descuido de sus padres.

– ¡Pero qué hermosura de niña! -exclamó la mujer al verla-. Caballeros -dijo al público masculino que la rodeaba-, quiero presentarles a esta monada de criatura que, por cierto, está soltera y sin compromisos.

Amalia tuvo que saludar, toda sonrisas, a los presentes.

– Rita -le rogó Amalia al oído-, tengo que hablarle con urgencia.

La mujer miró a la joven y, por primera vez, su expresión la alarmó.

– ¿Qué ocurre? -preguntó, apartándose del grupo. Amalia dudó unos segundos, sin saber por dónde empezar.

– Estoy enamorada -pronunció de sopetón.

– ¡Santa Bárbara bendita! -exclamó la diva a punto de persignarse-. Cualquiera diría que… ¿No estarás embarazada, no?

– ¡Doña Rita!

– Perdona, hija, pero cuando existe un amor como ese que aparentas, todo es posible.

– Lo que ocurre es que a mi papá no le gusta mi novio.

– ¡Ah! Pero ¿ya hay noviazgo por medio?

– Mis padres no quieren verlo ni en pintura.

– ¿Por qué?

– Es chino.

– ¿Qué?

– Es chino -repitió ella.

Por un momento la actriz contempló a la muchacha con la boca abierta y, de pronto, sin poder contenerse, soltó una carcajada que hizo volver los rostros de cuantos se hallaban cerca.

– Si eso le da tanta risa…

– Espera -le rogó Rita, aún riendo y agarrándola por un brazo para que no se fuera-. Dios mío, siempre me pregunté en qué acabaría aquella predicción de Dinorah…

– ¿De quién?

– La cartomántica a la que te llevé hace unos años, ¿no recuerdas?