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– Me acuerdo de ella, pero no de lo que dijo.

– Pues yo sí. Te advirtió que tendrías amores complicados.

Amalia no estaba de humor para discutir oráculos.

– Mis padres están furiosos. -Tragó en seco antes de abrir el bolso-. Necesito un favor y nadie más que usted me puede ayudar.

– Pide por esa boca.

– Tengo una nota que le escribí a Pablo…

– Así es que Pablo -repitió la mujer, disfrutando la historia como si se tratara de una golosina.

– Trabaja en El Pacífico. Yo sé que a veces usted va por allí. ¿Podría hacer que alguien le entregara esta nota?

– Con todo gusto. Mira, si es que me están entrando unas ganas tan grandes de cenar arroz frito que creo que me voy corriendo para allá después de la función.

Amalia sonrió. Sabía que aquel antojo de comida china no tenía nada que ver con el apetito y sí mucho con la curiosidad.

– Que Dios se lo pague, doña Rita.

– Calla, niña, calla, que eso sólo se dice ante las acciones nobles y yo voy a cometer una locura. Si tus padres se enteran, perderé una amistad de toda la vida.

– Usted es una santa.

– ¡Y dale con la iglesia! No te irás a meter a monja, ¿verdad?

– Claro que no. Si lo hago, no podré casarme con Pablo.

– Jesús! ¡Pero qué acelerón el de esta niña!

– Gracias, mil gracias -dijo Amalia conmovida, abrazando a la mujer.

– ¿Se puede saber a qué viene tanto entusiasmo?

Pepe y Mercedes se acercaban sonrientes.

– Estábamos planeando una salidita.

– Cuando guste. Para mí siempre ha sido un honor considerarla como de la familia. -Y estrechó las manos de la mujer entre las suyas-. Si me muriera, le entregaría a mi hija con los ojos cerrados.

La actriz sonrió, algo incómoda ante aquella muestra de confianza que estaba a punto de traicionar, pero enseguida pensó «todo sea por el amor» y se sintió un poquito menos culpable.

Un timbre retumbó por los pasillos.

– Nos vemos. -La besó Amalia, y su sonrisa terminó por borrar todo rastro de escrúpulos.

«Ay, qué lindo es enamorarse así», suspiró la actriz para su coleto, como si estuviera en una de sus películas.

«Si te sorprenden -le había advertido Rita-, yo no sé nada.» Así es que cuando le pidió permiso a su padre para ir de compras, supo a qué se exponía.

Los jóvenes ni siquiera fueron al cine, como habían acordado. Pasearon por El Vedado, merendaron en una cafetería y terminaron sentados en el muro del malecón para cumplir con el ritual sagrado de todo amante o enamorado que deambulara por La Habana.

Años más tarde un arquitecto diría que, desde la construcción de la pirámide de Giza, nunca se había levantado otra obra arquitectónica con mayor tino que ese muro de once kilómetros de largura. Era, sin duda, el mejor lugar para ver una puesta de sol. Ningún atardecer en el mundo, afirmaba el arquitecto, tenía la transparencia y la longeva visibilidad de los crepúsculos habaneros. Era como si cada tarde se realizara una cuidadosa puesta en escena para que el Supremo se sentara a recrear su vista con las estrellas que iban surgiendo entre el aura dorada de las nubes y el cielo verdeazul, semejante al paisaje de otro planeta… En esos instantes, los espectadores sufrían una amnesia momentánea. El tiempo adquiría otra cualidad física, y entonces -así lo atestiguaban algunos- era posible ver ciertas sombras del pasado y del futuro que deambulaban junto al muro.

Por eso Amalia no se asombró al ver que el Martinico, tras brincar sin tregua sobre las rocas salpicadas de espuma marina, se quedaba inmóvil ante el extraño espejismo que ella también observó, sabiendo que no se trataba de una imagen real o presente, sino de otra época: cientos de personas trataban de hacerse a la mar sobre balsas y otros objetos flotantes. Pablo también enmudeció ante la visión de una joven con traje escandalosamente corto que se paseaba junto al muro, mientras era observada por el santo favorito de su difunto bisabuelo. No entendía qué hacía allí el espíritu del apak Martí, ni tampoco la tristeza con que miraba a la joven que llevaba en sus andares la huella de la prostitución.

Visiones… Fantasmas… Todo el pasado y todo el futuro coincidían junto al malecón habanero en esos minutos en que Dios se sentaba allí para descansar de su ajetreo por el universo. En otra ocasión los jóvenes se hubieran asustado, pero los testigos de esos atardeceres conocen de sus efectos sobre el espíritu que, por un momento, acepta sin reticencias cualquier metamorfosis. Absortos en la contemplación de tantos espectros, ninguno de los dos pudo ver el automóvil de José, que atisbaba desde lejos la inconfundible figura de su hija.

Una ráfaga volcó los claveles que Rosa acababa de colocar sobre la tumba de Wong Yuang. Con cuidado, volvió a levantar el florero más cerca del nicho para protegerlo del viento, mientras Manuel y Pablito terminaban de arrancar las malas hierbas que rodeaban la losa.

El cementerio chino de La Habana era un mar de velas y varillas encendidas. La brisa se inundaba con el humo del sándalo que subía hasta las narices de los dioses, perfumando esa mañana de abril en que los inmigrantes visitaban las tumbas de sus antepasados.

Durante dos horas, los Wong limpiaron el lugar y compartieron con el muerto algunas porciones de cerdo y dulces, pero la mayor parte de la comida quedó sobre el mármol para que el difunto se sirviera a gusto: pollo, vegetales hervidos, té, rollitos rellenos de camarones… Antes de irse, Rosa quemó algunos billetes de dinero falso. Después abandonaron el lugar, algo más tristes que antes.

Pablo tenía muchas más razones que nadie para sentirse deprimido. Amalia no había vuelto a llamar, ni a escribir. El muchacho husmeó por el vecindario, pero sus habituales rondas sólo arrojaron un par de ventanazos cuando don Pepe lo sorprendió atisbando entre las persianas.

– Me tomaría un té -dijo Manuel, haciéndole señas a un taxi.

– Pues yo tengo hambre -comentó Rosa.

– ¿Por qué no vamos a la fonda de Cándido? -propuso el joven-. Ahí hacen el mejor té y la mejor sopa de pescado de esta ciudad.

Su idea era otra: espiar la casa de la muchacha.

– Muy bien -dijo su padre-. De paso, compraré unos billetes de lotería.

– Deberías apostarle al 68 -le aconsejó su mujer-. Anoche tuve un sueño rarísimo…

Y mientras Rosa contaba su sueño sobre un lugar muy grande lleno de muertos, Pablo se comía las calles con los ojos como si esperara ver a Amalia en cualquier momento. Diez minutos después se bajaban del taxi y entraban a un local que olía a frituras de bacalao.

– ¡Miren quiénes están ahí!

Los Wong se acercaron a la mesa donde conversaba la familia de Shu Li ante tazones de cerdo y arroz.

– ¿Dónde te metes? -cuchicheó Pablito al oído de su amigo-. Te he estado buscando desde hace días.

– La escuela me tiene loco. He tenido que estudiar como nunca.

– Necesito que tu hermana le lleve un recado a Amalia -susurró Pablo, mirando de reojo a la joven.

– Elena ya no estudia con ella.

– ¿La cambiaron de escuela?

– A Elena no, a Amalia…

Pablito se quedó en una pieza.

– ¿A cuál? -preguntó finalmente.

– No sé, parece que se mudaron.

– Eso es imposible -exclamó Pablo, sintiendo que el pánico lo invadía-. He visto varias veces a sus padres.

– Quizás se la llevaron a otra ciudad. Tú me contaste que ellos no querían…

Pablo no pudo escuchar el resto; tuvo que sentarse con sus padres, y pedir té y sopa. Ahora comprendía por qué Amalia había desaparecido. ¿Qué haría para encontrarla? Se devanaba los sesos, imaginando actos de heroísmo que conmovieran a los padres de Amalia. Una vi ti ola dejó escapar los acordes de un pregón: «Esta noche no voy a poder dormir, sin comerme un cucurrucho de maní…». Pablo dio un respingo tan fuerte que su madre se volvió a mirarlo. Fingiendo una leve tos, se cubrió el rostro para ocultar su azoro. ¿Cómo no lo pensó antes?