Un soplo de brisa besó sus mejillas y el calor se hizo menos agobiante. Más allá de los techos, las nubes huían velozmente. Y el cielo era tan azul, tan brillante…
Por mucho que Pablo lo intentó, le fue imposible ver a la actriz… y no por falta de información -¿quién no conocía a la gran Rita Montaner?-, sino porque su ajetreada vida hacía difícil localizarla.
Viendo que las semanas transcurrían, decidió pedir a sus padres que hablaran con don Pepe. Apenados, pero firmes, le aconsejaron que se olvidara del asunto; ya aparecería otra muchacha para esposa. Sus súplicas tampoco surtieron ningún efecto sobre Mercedes, quien le cerró la puerta y amenazó con avisar a la policía si no los dejaba en paz. No le quedó otro remedio que insistir en su afán por encontrar a la actriz.
Después de muchos contratiempos, logró hallarla a la salida de una función, rodeada de espectadores que no la dejaban avanzar y protegida del aguacero por el paraguas de un admirador. A empujones, llegó junto a ella. Trató de explicarle quién era, pero no hizo falta. Rita lo reconoció de inmediato. Era imposible olvidar ese rostro huesudo de mandíbulas masculinas y cuadradas, y esos ojos rasgados que echaban chispas como dos puñales que se cruzan en la oscuridad. Recordaba perfectamente la noche en que deslizara la nota en su delantal de cocina, accediendo a los ruegos de Amalia. Una ojeada le había bastado para comprender por qué la joven se había fascinado con el muchacho.
Para sorpresa de todos, la actriz lo agarró por un brazo y lo hizo subir al taxi, cerrando la puerta ante las narices de los presentes, incluyendo al admirador del paraguas que se quedó bajo la lluvia mirando el auto que se alejaba.
– Doña Rita… -comenzó a decir, pero ella lo interrumpió.
– Yo tampoco sé dónde está.
Más que su desaliento la mujer sintió su angustia, pero no había nada que pudiera hacer. Pepe no había revelado a nadie el paradero de su hija, ni siquiera a ella, que era como su segunda madre. Sólo había conseguido que le hiciera llegar una nota. A cambio, había recibido otra donde la joven le explicaba que se había matriculado en una escuela pequeña y que no sabía cuándo volvería a verla.
– Ven el sábado a esta misma hora -fue lo único que pudo ofrecerle ella-. Te mostraré la nota.
Tres días más tarde volvió a reunirse con Pablo, que guardó la nota como si se tratara de una reliquia sagrada. La mujer lo vio marchar triste y cabizbajo. Hubiera querido añadir algo más para animarlo, pero se sentía atada de pies y manos.
– Muchas gracias, doña Rita -se despidió-. No volveré a molestarla.
– No es nada, hijo.
Pero ya él había dado media vuelta y se perdía en la oscuridad.
El joven cumplió su palabra de no regresar… lo cual fue un error porque, algunas semanas después, Pepe la llamó para que fuera a ver a su hija. El matrimonio y la actriz viajaron hasta un pueblito llamado Los Arabos, a unos doscientos kilómetros de la capital, donde vivían los parientes que cuidaban de su hija. Amalia casi lloró al verla, pero se contuvo. Tuvo que esperar más de tres horas antes de que todos se fueran a la cocina a colar café.
– Necesito que le lleve esto a Pablo -susurró la muchacha, entregándole un papelito arrugado que sacó de un bolsillo.
Rita se lo guardó en el escote, le contó brevemente su conversación con Pablo y le prometió regresar con una respuesta.
Pero Pablo ya no trabajaba en El Pacífico. Un camarero le informó que su familia había abierto un restaurante o una fonda, pero por más que lo intentó, no logró que le dijera dónde estaba; ningún chino le daría esa información, por muy actriz y cantante famosa que fuera. Aquellos inmigrantes cantoneses no confiaban ni en su sombra.
Siguiendo las indicaciones de Amalia, que tenía una idea aproximada del sitio donde vivía Pablo, intentó hallar su casa; pero tampoco tuvo éxito. Envió a varios emisarios para que averiguaran, con el mismo resultado. Las esperanzas de Amalia se esfumaron cuando Rita le devolvió la carta sin entregar.
Pablo jamás se enteró de estas angustias. Durante las vacaciones, y también algunos fines de semana, continuaba atisbando la casa de su novia. Pepe, viendo que no desistía, abandonó la idea de traerla de vuelta. Así transcurrieron meses y años. Y a medida que fue pasando el tiempo, Pablo frecuentó cada vez menos el vecindario hasta que, en algún momento, dejó de visitarlo del todo.
El joven contempló con desgana la ropa que su madre le había preparado para su primer día en la universidad: un traje confeccionado con una tela clara y elegante.
– ¿Ya estás listo? -preguntó Rosa, asomándose en la penumbra del dormitorio-. Solamente falta calentar el agua para el té.
– Casi -murmuró Pablo.
El éxito del restaurante había permitido que se realizara el sueño de Manuel Wong. Su primogénito Pag Li ya no sería el chinito que repartía la ropa, ni el ayudante de cocina en El Pacífico, ni siquiera el hijo del dueño de El dragón rojo. Ya estaba en camino de convertirse en el doctor Pablo Wong, médico especialista.
Pero el joven no sentía ninguna emoción; nada era importante desde que Amalia desapareciera. Su entusiasmo pertenecía a otra época en la que era capaz de imaginar las batallas más intensas, los amores más delirantes…
– ¿Lo despertaste? -susurró su padre desde el comedor.
– Se está vistiendo.
– Si no se apura, llegará tarde.
– Tranquilízate, Síu Mend. No lo pongas más nervioso de lo que debe de estar.
Pero Pablo no estaba nervioso. En todo caso, se sintió rabioso cuando comprendió que Amalia había desaparecido para siempre. Sucesivos ataques de furia y de llanto hicieron que sus alarmados padres localizaran a un reputado médico chino para que lo examinara. Pero aparte de recetarle unas hierbas y de clavarle decenas de agujas que apaciguaron ligeramente su ánimo, poco pudo hacer el galeno.
– Vamos, hijo, que se hace tarde -lo apuró su madre, abriendo la puerta de par en par.
Cuando Pablo salió del cuarto, afeitado y vestido, su madre dejó escapar una exclamación. No había joven más guapo en toda la colonia china. No le sería difícil encontrar a alguna joven de buena familia que le hiciera olvidar a esa otra muchacha… Porque su hijo seguía triste; pese al tiempo transcurrido, nada parecía alegrarlo.
– ¿Tienes dinero?
– ¿Revisaste la carpeta?
– Déjenme tranquilo -contestó Pablo-. Ni que me fuera a China.
Su madre no dejaba de acariciarle las mejillas, ni de sacudirle el traje. Su padre trató de mostrarse más ecuánime, pero sentía un escozor incontrolable en la punta de la nariz; algo que sólo le ocurría cuando estaba sumamente inquieto.
Por fin Pablo pudo librarse de sus zalamerías y salió a la mañana fresca. El vecindario se desperezaba como había hecho siempre desde que él llegara a la isla. Mientras buscaba la parada del tranvía que lo llevaría a la colina universitaria, observó a los comerciantes que colocaban los cajones de mercancías a lo largo de las aceras, a los ancianos que practicaban tai-chi en los patios interiores, a los estudiantes que caminaban hacia sus clases con el sueño aún pegado a los ojos. Era un paisaje apacible y familiar que, por primera vez, calmaba un poco la desazón que lo había acompañado durante los últimos años.
La separación de Amalia le había costado la pérdida de un curso, además del que ya perdiera al llegar a la isla por su ignorancia del idioma. Pero se había graduado con honores en el Instituto de Segunda Enseñanza de Centro Habana. Y ahora, después de tantos esfuerzos, estaba a punto de traspasar los predios del Alma Máter.
El tranvía subió por todo San Lázaro y se detuvo a dos o tres calles de la universidad, cerca de una cafetería. Pablo notó el sigilo con que el comerciante recibía dinero de un transeúnte y comprendió que estaba recibiendo apuestas para la bolita. Debajo del mostrador, con las cajetillas de cigarros, estaba la libreta donde se apuntaba la cantidad y el nombre del apostador… una visión harto conocida para Pablo, pero que puso en funcionamiento un resorte en su memoria. Había soñado algo. ¿Qué era? De pronto le pareció que era importante recordarlo.