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Un fantasma… No, un muerto. Recordaba la silueta de un cadáver que avanzaba por un descampado rumbo a la luna, una luna llena y poderosa que se había acercado peligrosamente a tierra. Pablo se estremeció. Ahora lo recordaba bien. El muerto había alzado su mano y, cuando sus dedos rozaron la superficie del disco, empezó a encogerse como un papel que se quema, y al final se transformó en una especie de gato o tigre… Era todo lo que recordaba. A ver, un muerto. El muerto era el 8. Y la luna, el 17. ¿Y el gato? ¿Qué número era el gato? Se acercó al bolitero. Una luna que convertía a un muerto en gato o en tigre. Por supuesto que el hombre sabía. ¿No quería el señor hacer otras combinaciones? Porque el 14, que era gato-tigre, también era matrimonio. Pero matrimonio, en su primera acepción, era el 62. Ya veces las imágenes de los sueños no eran exactamente las que parecían ser. Lo sabía por experiencia… Pero Pablo no se dejó seducir. Jugó al 17814, y se guardó los billetes en la carpeta mientras observaba la hora en el reloj del local. Tendría que apurarse.

Decenas de estudiantes se dirigían a la colina universitaria en su primer día de clases. Grupos de muchachas se saludaban con alharaca, como si hiciera toda una vida que no se vieran. Los jóvenes, trajeados y encorbatados, se abrazaban o discutían.

– Son comunistas disfrazados -decía uno, con el rostro morado de la indignación-. Tratan de desestabilizar el país con todas esas arengas.

– Eduardo Chibas no es comunista. Lo único que está haciendo es denunciar los desfalcos del gobierno. Yo tengo esperanzas en su partido.

– Pues yo no -dijo un tercero-. Me parece que se le está yendo la mano. No puedes estar acusando a alguien todos los días por esto o por lo otro sin presentar pruebas.

– Cuando el río suena…

– Aquí el problema principal es la corrupción y los asesinatos que cometen todos esos pandilleros disfrazados de policías. Esto no es un país, sino un matadero. Mira lo que pasó en Marianao. ¡Y el presidente Grau no ha hecho nada para solucionarlo!

Se refería al último escándalo nacional. Había sido una historia tan espeluznante que hasta los padres de Pablo, nada propensos a comentar sobre política, se mostraron indignados. Alguien había dado la orden de detener a un comandante que se hallaba de visita en casa de otro. En lugar de obedecer, la policía -una caterva de pandilleros oficializados- lo había acribillado a balazos junto a varias personas más, incluyendo la inocente esposa del dueño de la casa.

Pablo estuvo a punto de regresar sobre sus pasos para inmiscuirse en la conversación, pero recordó los consejos de su padre: «Recuerda que vas a la universidad a estudiar, no a mezclarte con alborotadores».

– ¡Pablo!

Se volvió, extrañado. ¿Quién podía conocerlo en aquel sitio? Era Shu Li, su antiguo compañero de escuela.

– ¡Joaquín!

Habían dejado de verse dos años atrás, cuando su amigo se mudó de vecindario y de escuela.

– ¿Qué matriculaste?

– Derecho… ¿Y tú?

– Medicina.

Terminaron de subir la escalinata y cruzaron los portales del rectorado para salir a la plaza central, donde el bullicio era mayor. Cerca de la biblioteca se encontraron con un amigo de Shu Li… o mejor, de Joaquín, porque ninguno de ellos usaba su nombre chino en lugares públicos.

– Pablo, éste es Luis -los presentó Joaquín-. También matriculó medicina.

– Mucho gusto.

– ¿Dónde está Bertica? -preguntó Joaquín al recién llegado.

– Acaba de irse -dijo Luis-. Me dijo que no podía esperarte más.

– Bertica es la hermana de Luis -aclaró Joaquín.

– Esa es una clasificación antigua -dijo Luis, dirigiéndose a Pablo con un guiño-. Ahora es la novia de Joaquín.

– Si no me voy ahora, no llegaré a tiempo -lo interrumpió Joaquín.

Y se despidió de los dos estudiantes de medicina, no sin antes acordar que a la salida irían a tomarse un café.

Fue un día fatigoso, pese a que ningún profesor dio realmente clases. Todo se volvió un inventario de normas de evaluación y exámenes, un repertorio de libros que deberían comprar, y una relación de consejos sobre las actividades universitarias.

A la salida, Luis y Pablo ya eran grandes amigos y habían intercambiado sus direcciones, teléfonos y sus verdaderos nombres en chino. Luis le advirtió que casi siempre su línea estaba ocupada por culpa de su hermana.

– ¿Qué matriculó ella? -preguntó Pablo, mientras aguardaban por Joaquín y Berta.

– Filosofía y Letras… Mira, por allí viene. ¡Y como siempre, Joaquín no ha llegado! Prepárate para la pelea que se avecina.

Pablo miró hacia la esquina, donde acababa de aparecer un trío de jovencitas cargadas de libros. Una de ellas, con rasgos asiáticos, era sin duda la hermana de Luis. La más rubia reía a picotazos, atorándose con su propia risa. La otra, de piel dorada, sonreía en silencio con la mirada clavada en el suelo.

Cuando estaban a sólo unos pasos, la joven de piel dorada alzó la vista y sus cuadernos cayeron al piso. Por un instante quedó inmóvil, mientras sus amigas recogían el reguero a sus pies. Pablo supo entonces que su sueño había sido un mensaje cifrado de los dioses: el muerto, al acariciar la luna, se había transformado en tigre. O lo que es lo mismo: su espíritu extinto, en presencia de la mujer, había recuperado su potencia vital. ¿Y si hacía otra lectura? El 8 -la cifra del muerto- también significaba tigre; el número de la luna -17- podía ser una mujer buena; y la clave del tigre -14-también indicaba matrimonio. Era una fórmula celestiaclass="underline" el orden de los factores no alteraba el producto. Y comprendió que había sido un tigre, y no un muerto, quien se había acercado a Kuan Yin, la Diosa de la Misericordia, cuya silueta brilla como la luna, para rozar un rostro con el que nunca dejó de soñar. Y ahora ella estaba ante él, más hermosa que nunca, tras muchos años de inútil búsqueda.

Tú, mi destino

¿Sería una epidemia, o se trataba de algo que había ocurrido siempre y que nadie notó nunca? Al final Cecilia tuvo que admitirlo: las cubanas estaban muriendo en masa, como las ballenas suicidas.

Primero fue la novia de aquel actor, una muchacha con quien había conversado varias veces. Alguien le contó que, después de una acalorada discusión, ella salió a la calle enloquecida. Decenas de testigos dijeron que no fue culpa del chofer. La joven había visto el auto, pero se lanzó delante de las ruedas… Después fue una amiga con quien solía reunirse cuando ambas vivían en La Habana. Trini era una mujer brillante, una profesora lúcida, una lectora incansable. Muchas veces se sentaban a hablar de literatura y de un libro que ambas veneraban: El señor de los anillos. Cecilia recordaría siempre sus conversaciones sobre el bosque de Lothlórien y el amor que compartían por Galadriel, la reina de los elfos… Pero Trini había muerto. Después de romper con su última pareja, con la que había vivido en alguna ciudad de Estados Unidos, se sentó en un parque, sacó un revólver y se mató. Cecilia no podía entenderlo. No sabía cómo relacionar a la reina de los elfos con un suicidio por arma de fuego. Era uno de esos hechos que le hacían pensar que el universo andaba patas arriba.

Pronto dejó de hacerse preguntas. Y, como si se tratara de un karma compartido, ella también empezó a hundirse en la depresión y finalmente cayó en cama, presa de una fiebre inexplicable. Si intentaba levantarse, se mareaba y los oídos le zumbaban. Alarmados, Freddy y Lauro fueron a su casa acompañados por un médico.