– Pero ¿cómo son las cosas? -insistió Siu Mend, poniendo un poco más de té en su tazón.
– Diferentes -dijo Weng-. Los chinos prosperan en la isla… Algo bueno para los negocios. Por lo menos, es lo que me cuenta tío Yuang.
Se refería al abuelo de Siu Mend, único sobreviviente de aquella migración familiar, que vivía en la isla desde hacía más de tres décadas.
– Háblame de La Habana, tío.
– Yuang asegura que su clima se parece al nuestro -respondió lacónicamente el comerciante, quien no pudo decirle más porque nada más sabía.
A la semana siguiente, en su acostumbrado viaje a Macao, Siu Mend compró un mapa en una tienda de artículos ultramarinos. Ya en casa, lo desplegó sobre el suelo y siguió con un dedo la línea del Trópico de Cáncer que pasaba sobre su provincia, atravesaba el mar Pacífico, cruzaba las Américas y llegaba hasta la capital cubana. Siu Mend acababa de averiguar algo más. No era por casualidad que el clima de ambas ciudades fuera similar: Cantón y La Habana estaban exactamente en la misma latitud. Y aquel viaje límpido y directo sobre el mapa le pareció una buena señal. Un mes después del nacimiento de su hijo, Siu Mend partía rumbo al otro lado del mundo.
Yo sé de una mujer
Suspiró mientras encendía el auto. La mañana resplandecía de sueño y ella se moría de cansancio. A lo mejor era la vejez, que llegaba antes de tiempo. Últimamente se le olvidaba todo. Sospechaba que por su sangre navegaban los genes de su abuela Rosa, que había terminado sus días confundiendo a todo el mundo. Si hubiera heredado los de su abuela Delfina, habría sido clarividente y conocería de antemano quién iba a morir, qué avión se iba a caer, quién iba a casarse con quién y qué decían los muertos. Pero Cecilia jamás vio ni oyó nada que los demás no percibieran. Así es que estaba condenada. Su patrimonio sería la vejez prematura, no el oráculo.
El pitazo de un automóvil la sacó de su ensueño. Se había detenido ante la garita de peaje y la lila de vehículos esperaba impaciente a que ella pagara. Arrojó el dinero en la bolsa metálica que se tragó las monedas de inmediato, y la barrera se alzó. Un auto más entre otros cientos, entre otros miles, entre otros millones. Antes de abandonar la autopista y llegar al parqueo, manejó diez minutos más con la inconsciencia de quien ha hecho lo mismo muchas veces. Otra mañana tomando el mismo elevador, recorriendo el largo pasillo hasta la redacción para entregar algún artículo sobre cosas que no le interesaban. Cuando entró en la oficina, notó un revuelo mayor del acostumbrado.
– ¿Qué ocurre? -preguntó a Laureano, que se acercó con unos papeles.
– La cosa está en candela.
– ¿Qué pasó?
– Qué pasó no, qué va a pasar -dijo el muchacho, mientras ella encendía la computadora-. Dicen que el Papa va a Cuba.
– ¿Y?
Su amigo se le quedó mirando atónito.
– Pero ¿no te das cuenta? -contestó al fin-. Allí se va a acabar el mundo.
– Ay, Lauro, no se va a acabar nada.
– ¡Niña, que sí! Que cada vez que el Papa pisa un país comunista: ¡Kaput! ¡Arrivederci, Roma! ¡Chao, chao, bambino!
– Sigue durmiendo de ese lado -murmuró Cecilia, que recogió unos viejos apuntes para echarlos a la basura.
– Allá tú si no me crees -dijo Lauro, dejando los papeles sobre su escritorio-. Mira, aquí está lo que querías.
Cecilia le echó una ojeada. Era aquel artículo que había pedido el día antes, cuando alguien le sugirió que retomara aquella historia de la casa fantasma que aparecía y desaparecía por todo Miami. No sabía si a su jefe le gustaría el tema, pero llevaba dos días rompiéndose la cabeza para presentar algo nuevo y eso era lo único que tenía.
– No me gusta mucho -dijo el hombre después de escucharla.
Cecilia fue a replicar, pero él la interrumpió.
– No lo digo por el tema. Pudiera ser interesante si le encontraras un ángulo distinto. Pero mejor ve trabajando en las otras historias. Si consigues datos más interesantes sobre tu casa fantasma, la programamos para cualquiera de los suplementos dominicales, aunque sea dentro de seis meses. Pero hazlo sin apuro, como algo adicional.
Así es que terminó dos reportajes que había comenzado la semana anterior, y después se sumergió en la lectura del artículo sobre la casa, tomando nota de los nombres que luego le servirían de referencia para las entrevistas.
Casi al final de la jornada se detuvo para releer un párrafo. Tal vez fuera una casualidad, pero cuando aún vivía en La Habana había conocido a una muchacha que se llamaba así. ¿Sería la misma? Era la única persona que Cecilia había conocido con ese nombre. El apellido no le aclaró el misterio, porque no recordaba el de aquella muchacha; sólo su nombre, semejante al de una diosa griega.
Gaia vivía en uno de esos chalets ocultos por los árboles que cubren gran parte de Coconut Grove. Cecilia atravesó el jardín hasta la cabañita pintada de un profundo azul marino. La puerta y las ventanas eran de un tono aún más luminoso, casi comestible, como el merengue de una torta de cumpleaños. Un sonajero colgaba a un costado de la entrada, llenando la tarde de tañidos solitarios.
El flamboyán próximo dejó caer una llovizna naranja sobre ella. Cecilia se sacudió la cabeza antes de tocar la puerta, pero sus nudillos apenas lograron arrancar algún sonido de aquella madera espesa y antigua. Finalmente reparó en el tosco cencerro de cobre, semejante a los que suelen llevar las cabras, y agitó el cordel atado al badajo.
Después de un breve silencio, escuchó una voz al otro lado de la puerta.
– ¿Quién es?
Alguien la observaba desde una diminuta mirilla en forma de ojo.
– Mi nombre es Cecilia. Soy reportera del… La puerta se abrió sin dejarle terminar la frase.
– ¡Hola! -exclamó la misma joven que recordara de sus años universitarios-. ¿Qué haces aquí?
– ¿Te acuerdas de mí?
– ¡Claro! -respondió la otra con una sonrisa que parecía sincera.
Cecilia sospechó que estaba muy sola.
– Pasa, no te quedes ahí.
Dos gatos se acomodaban sobre el sofá. Uno de ellos, blanco con un lunar dorado en la frente, la estudió entrecerrando los ojos. El otro, multicolor como sólo pueden serlo las hembras de esa especie, salió disparado hacia el interior.
– Circe es muy tímida -se excusó la joven-. Siéntate.
Cecilia se detuvo indecisa ante el sofá.
– ¡Fuera, Poli!, -espantó Gaia al animal.
Finalmente se sentó, después que el segundo gato se refugiara debajo de una mesa.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Gaia, acomodándose en un butacón cercano a la ventana-. Ni siquiera sabía que estabas en Miami.
– Llegué hace cuatro años.
– ¡Dios! Y yo hace ocho. ¡Cómo pasa el tiempo!
– Estoy escribiendo una historia para el periódico donde trabajo y encontré tu nombre en un artículo. La reportera aún tenía tu dirección, pero el teléfono ya no es el mismo. Por eso no avisé que vendría.
– ¿De qué trata la historia?
– Es sobre aquella casa fantasma…
La expresión de Gaia se ensombreció.
– Sí, me acuerdo. Fue hace dos años, más o menos. Pero no quiero volver a hablar de eso.