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Una densa niebla se posaba sobre el valle de Vinales. La quietud y el silencio eran omnipresentes, como si la civilización hubiera dejado de existir. Aguzó el oído en busca de algún ruido familiar, pero sólo escuchó un murmullo indefinible. Instintivamente apretó el azabache que pendía de su cadena y alzó la vista. ¿Era el paso de la brisa o la voz del agua? Algo temerosa, se pegó a Pablo.

El viento helado sopló sobre las elevaciones de la cordillera donde estaba enclavado aquel valle de antigüedad jurásica. Mogotes: así llamaban desde época inmemorial a esas cimas donde habitaban especies únicas de caracoles.

Millones de años atrás, Vinales había sido una llanura poblada de bosques que la mano caprichosa de la naturaleza decidió moldear poco a poco hasta formar aquellas elevaciones redondas. El confinamiento de grupos de moluscos en cada uno de los islotes propició la aparición de especies independientes que, con el tiempo, transformarían el valle en un santuario para futuros investigadores.

Pero Pablo y Amalia no sabían nada de esto. Sus miradas resbalaban sobre las palmas enanas y los mantos de helechos. Entre las orquídeas descubrían colibríes que surcaban el aire como relampagueantes manchas de luz y se detenían a libar su alimento, batiendo el aire con alas furibundas un segundo antes de desaparecer. Era una visión paradisíaca. En silencio y alborozados, los jóvenes disfrutaban de aquellas maravillas; y detrás de ambos, regodeándose con toda esa belleza, también se abría paso el Martinico.

Desde que Ángela abandonara su aldea, medio siglo atrás, el duende no había gozado a plenitud de un bosque o una colina. Ahora se hallaba en plena serranía cubana, paladeando el plumaje de los tocororos, el aroma de las vegas tabacaleras, la silueta de la palma corcho -más antigua que el propio duende-, la roja arcilla de los campos y la cordillera prehistórica que rodeaba el valle.

Una música delicada atravesó la niebla. Amalia alzó la vista como si la hubiera escuchado… para sorpresa del duende, que sabía que el sonido surgía de una dimensión inaudible para los seres humanos. Pero había sido una casualidad -o una premonición- porque enseguida se volvió hacia Pablo y ambos se enfrascaron en un diálogo incomprensible.

A medida que avanzaban, el misterioso sonido se escuchó más cercano. Los jóvenes habían vuelto a guardar silencio, sumidos en sus pensamientos. A su derecha, el Martinico divisó un ave diminuta, casi de juguete: un colibrí negro. Dio un salto para atraparlo, pero se le escurrió entre los dedos. «Dios quiera que siempre sea así», escuchó la voz silenciosa de su ama dentro de su cabeza. «Que podamos amarnos hasta la muerte, hasta después de la muerte.» La melodía se detuvo de golpe. El duende desvió la vista del colibrí que acababa de atrapar y, sorprendido, dejó escapar la joya alada que centelló antes de perderse en la espesura.

Al final del sendero, Pablo besaba a Amalia. Pero no era eso lo que había sobresaltado al duende. Sobre una roca cercana, con sus pezuñas y sus cuernecillos oscuros, el viejo dios Pan sostenía el instrumento de cañas que el Martinico viera años atrás en la serranía conquense.

El duende y el dios se miraron durante unos segundos, igualmente desconcertados. «¿Qué haces aquí?», se preguntaron sin palabras. Y de igual manera, las explicaciones fueron de uno a otro. «Hasta la muerte», resonaron los pensamientos de Amalia. «Hasta después de la muerte.» Y supo entonces que el dios había dejado de tocar su zampona porque él también había escuchado aquel deseo de eternidad.

¿Cómo era posible? Las criaturas de los Reinos Intermedios sólo podían oír los pensamientos humanos si existía un vínculo especial con ellos. Entonces el duende recordó la promesa que hiciera Pan a la abuela de Amalia: «Si uno de tus descendientes necesitara de mí, incluso sin conocer nuestro pacto, podría otorgarle lo que quisiera… dos veces». El dios estaba atado a ella por la gracia de la miel concedida una noche de San Juan. «Sea, pues, para siempre», sintió que otorgaba el dios en su lengua de silencios. «Hasta después de la muerte.»

Pablo y Amalia echaron a andar, precedidos por el dios que avanzaba invisible delante de ellos. El duende los siguió a cierta distancia, demasiado curioso para pensar en alguna travesura. Pronto llegaron al pie de una elevación donde se iniciaba la cordillera. Todo el terreno se encontraba cubierto por la más intrincada maleza, como si nadie hubiera hollado jamás aquel paraje. El dios hizo un gesto que ninguno de los jóvenes vio, pero ambos descubrieron de inmediato la abertura en medio del follaje. Era el comienzo de un sendero en forma de espiral que subía hasta la cumbre. El duende supo que ningún humano de aquellos tiempos lo había cruzado. Se trataba de algo perteneciente a otra época, ideado por criaturas que huyeran de una antigua catástrofe y que se refugiaran en la isla entonces deshabitada, antes de seguir viaje a otras tierras. Ahora, milenios después, Pablo y Amalia repetirían aquel rito que ya nadie recordaba, excepto algunos dioses a punto de morir en un mundo que había perdido su magia…

Se abrieron paso entre las cortinas de helechos, rumbo a las alturas. El rocío colgaba de las hojas, cayendo como lluvia helada sobre sus cabezas. Arriba… arriba… hacia las nubes, en dirección a la morada de las almas, siguiendo el sendero eternamente curvo en torno a la colina. Primero hacia un lado y después hacia el otro. Nunca en línea recta. Sólo así podrían quedar unidos sus espíritus: con aquellos lazos invisibles.

Una voz recitó una frase mágica que ellos no oyeron, sumergidos en un banco de niebla que apenas les dejaba ver. Los salmos, cantados en una lengua antigua, se les antojaron trinos de aves desconocidas… Nada más hubieran podido percibir. Allí estaba la cumbre, en espera de la ceremonia que marcaría sus almas. Ya había ocurrido innumerables veces, y así volvería a ocurrir mientras el mundo fuera mundo, y los dioses -olvidados o no- tuvieran algún poder sobre los hombres.

Arrullados por una liturgia inaudible, Pablo y Amalia se entregaron al más antiguo de los rituales. Y fue como si, de la nada, surgiera un dedo divino que los bendijera. Sobre sus cuerpos descendió una luz… o quizás brotó de ellos. Los rodeó como una gasa y quedó prendida al borde de sus almas como una marca de amor que perduraría por los siglos de los siglos, sólo visible para sus espíritus.

– Este arroz con pollo sabe a gloria celestial -comentó Rita, con ese gesto de sus cejas que podía denotar admiración o zalamería.

– De cerca viene -afirmó José, zampándose un trozo de pechuga-. Mamá aprendió a cocinar en la sierra.

Doña Ángela sonrió a medias. Con sus setenta y tantos años a cuestas, tenía la expresión plácida de quien sólo espera el final. Pero su hijo estaba en lo cierto. La casa de su infancia se hallaba más cerca de las nubes que de la tierra. Por su mente pasó la imagen de la doncella inmortal que se peinaba junto a un estanque y el sonido de la música que inundaba la cordillera; y pensó en cuan próximas estaban aquellas criaturas de esa Autoridad a la que pronto acudiría ella para reunirse con Juanco.

– ¡Niña, mira dónde pones las cosas!

El grito de Mercedes la sacó de su ensueño. Su nieta acababa de derramar un vaso de agua sobre el mantel. Mercedes se lanzó, servilleta en mano, a contener el caudal que amenazaba con extenderse. La cena era casi familiar. Además de los cuatro miembros de la familia y de Rita, sólo asistían un empresario al que le apodaban El Zorro y los padres de Bertica.

Amalia casi se había desmayado al enterarse de que sus padres habían invitado a don Loreto y a su esposa.

– ¿Qué vamos a hacer si nos descubren? -le preguntó a Pablo, mientras tomaban unos granizados-. Son capaces de enviarme otra vez a Los Arabos.

– No pasará nada -la tranquilizó él, acariciándole los cabellos-. Eso fue hace tres meses. No tiene por qué mencionarlo.

– ¿Y si lo hace?