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Los muchachos se volvieron. Pablo dio un respingo, pero mantuvo su compostura.

– ¿Qué haces aquí, papá?

– Señor Manuel -preguntó Luis, sin darle tiempo a nada-, ¿no cree usted que deberían sustituir a los jefes en los cuarteles donde ha habido irregularidades?

La sonrisa de Manuel se esfumó. Aquellos muchachos, lejos de estar conversando sobre su futuro sentimental, andaban llenándose la cabeza de problemas.

– Yo no cleo que deban discutil eso -repuso muy serio, en su defectuoso castellano-. Un estudiante debe telminal calela y pensal en familia.

Pablo trató de atajar el discurso de su padre.

– Nos vemos mañana -dijo, poniéndose de pie.

Se despidieron del grupo.

– No sabía que Shu Li y Kei estuvieran metidos en política -le recriminó su padre en cantones apenas salieron del lugar.

– Sólo estábamos charlando un poco.

– De asuntos que no les conciernen y de los cuales no saben nada.

Pablo no replicó. Era inútil discutir con su padre de esas cuestiones. Además, tenía algo más importante en que pensar.

– Se me olvidó darle un recado a Joaquín.

– Llámalo cuando llegues a casa.

– Es que no sé si regresará a la suya, y era importante. Mejor voy ahora.

– No te demores.

Pero el muchacho no regresó a la fonda. Dobló la esquina y buscó un teléfono público. Aún no había terminado de discar, cuando un auto se detuvo junto a él.

– Pablo -lo llamó una voz femenina.

Creyendo que sería Amalia, se acercó al auto, pero se detuvo sorprendido. Era doña Rita. Algo había pasado.

– Acaba de subir, hijo, que no tengo todo el día.

El muchacho entró al auto y el chofer aceleró un poco para alejarse de la esquina.

– ¿Y Amalia?

– No puede venir -dijo la mujer, secándose los ojos con un pañuelo-. Doña Angelita murió anoche y José lo sabe todo.

Pablo sintió que sus rodillas se derretían como azúcar puesta al fuego.

– ¿Cómo? -tartamudeó-. ¿Cómo…?

– Estábamos comiendo en su casa y Amalita tuvo que ir al baño a vomitar… Y hoy por la mañana encontraron muerta a doña Ángela.

– Oh, Dios.

La mujer retrocedió en su asiento. Siempre le había inquietado un poco el joven, pero ahora casi experimentó pavor ante el abismo que se asomaba en sus ojos.

– Amalia me rogó que te buscara -continuó ella-. Su padre se la llevará a Santiago en unos días. Allí planea embarcarla para Gijón con unos parientes.

– Amalia nunca me dijo…

– Ella tampoco lo supo hasta hace dos días.

– ¿Qué le diré a mis padres?

– Eso tendrás que decidirlo más adelante -dijo la mujer-. Pero si quieres volver a verla es mejor que vayas a buscarla a la medianoche.

– Doña Rita, no me entienda mal. Amo a Amalia más que a mi vida y por supuesto que iré con ella hasta el fin del mundo. El problema es que no tengo un lugar donde podamos quedarnos. Tengo dinero para alquilar una habitación por unos días, pero después no sé qué haríamos. Con mis padres no puedo contar. Sería mejor que nos suicidáramos…

– ¿Qué sandeces dices? -chilló Rita con tanta furia que el muchacho se golpeó la cabeza con el techo-. La muerte no resuelve nada. Sólo sirve para darle molestias a los vivos.

– ¿Qué me aconseja?

– Ve a buscarla hoy por la noche… No, hoy no, estarán en el velorio. Mañana será mejor, de madrugada. Vengan directo para mi casa. Ella conoce la dirección.

– Gracias, doña Rita. -Le tomó una mano para besársela.

– No tan aprisa -dijo ella, retirándola con enfado-. Amalia podrá quedarse allí, pero tú te irás a casa de tus padres y seguirás como si nada, para que no se den cuenta. Y te advierto que si no consigues un trabajo y te casas con ella cuanto antes, hablaré con sus padres para que vengan a buscarla.

– Le juro, señora Rita, le prometo…

– No me jures ni me prometas, que no soy santa ni virgen de altar. Haz lo que tienes que hacer y ya veremos.

– Mañana entonces -murmuró él en un sofoco, mientras se bajaba del auto.

Y sólo cuando lo vio perderse entre el gentío, con el traje arrugado y corriendo como quien ha visto al diablo, doña Rita suspiró con alivio.

Ausencia

La noche anterior había olvidado bajar las cortinas y ahora el sol le daba en pleno rostro. Avanzó hacia la ventana, buscando a tientas el toldo que desenrolló con un suave tirón. Luego fue a colar café. Vagamente recordó el mensaje que Gaia le había dejado. Lo había oído desde su cama, cuando se sentía demasiado débil para interesarse por el resto del mundo. Ahora, sin embargo, se acercó a la máquina para escucharlo de nuevo. La muchacha había vuelto a ver la casa. No daba muchos detalles, pero se la notaba excitada.

Con una tostada a medio comer, comenzó a marcar su número. Ni siquiera se preguntó si la otra estaría despierta un domingo a las ocho de la mañana; pero Gaia contestó enseguida, como si hubiera estado junto al teléfono esperando su llamada. En efecto, casi no había dormido. ¿A que no adivinaba dónde había visto la casa? Pues en el terreno vacío de Douglas Road y… Cecilia dejó de masticar. Eso quedaba en la esquina de su casa. Desde su balcón, se veía el lote. Corrió a asomarse con el teléfono pegado a la oreja. No, ya no estaba, por supuesto. Esa casa sólo aparece de noche. ¿A qué hora la había visto? Bueno, era muy tarde, casi la una de la mañana. Pasaba en su auto y pegó un frenazo que debió de oírse en todo el vecindario. No había un alma en la calle, quizás por el frío.

– ¿Cómo supiste que era la casa, desde un auto y con la calle oscura? -preguntó Cecilia.

– Ya la he visto dos veces antes; no es el tipo de casa que abunde en la zona. Además, era imposible dejar de notarla: tenía todas las luces encendidas. Así es que me bajé del auto y me acerqué.

– Pensé que no te gustaban las casas fantasmas.

– No me gustan, pero era la primera vez que la veía tan cerca de otras. Pensé que si pasaba algo podría gritar. Además, sólo iba a espiar desde la acera. Estaba como a diez pasos cuando la puerta se abrió y vi salir a la anciana con el vestido de flores y a otra pareja más joven. El rostro de la mujer me resultó familiar, pero no tengo idea dónde puedo haberla visto. El hombre era alto, con un traje oscuro y una corbata de lunares claros muy anticuada. Ellos ni me miraron; sólo la anciana me sonrió. Por un momento creí que iba a bajar los escalones del portal y me dio un miedo tan horrible que di media vuelta y me metí en el carro.

Con el teléfono prensado entre la oreja y el hombro, Cecilia comenzó a recoger los restos del desayuno.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó.

– ¿Qué importancia tiene…?

– ¿Recuerdas lo de las fechas patrias?

– Ah, sí. Fue el viernes 13… No, ya era pasada la medianoche. Sábado 14.

– ¿Qué ocurrió ese día?

– Pero ¿en qué mundo vives, mujer? 14 de febrero: Día de los Enamorados. ¡San Valentín!

– No -le dijo Cecilia, terminando de colocar la vajilla en el lavaplatos-. Tiene que ser una fecha patria.

– Espera, creo que tengo un listado de efemérides cubanas.

Mientras Gaia buscaba por su casa, Cecilia echó el detergente, cerró la puerta y apretó el botón de encendido. El lavaplatos comenzó a ronronear.

– Lo encontré, pero no dice nada de ese día.

– Entonces la hipótesis no sirve.

– Quizás se trata de algo que no aparece aquí.

Cecilia se sentía molesta. Su descubrimiento de las fechas patrias la había fascinado porque le daba un punto de partida. Ahora el parámetro se había roto: una sola fecha había bastado para echarlo todo abajo.

– Voy a seguir buscando -dijo Gaia, antes de colgar-. Si encuentro algo, te llamaré.

Cecilia fue al baño para darse una ducha. Lisa le había sugerido que hiciera un mapa con las apariciones para ver si hallaba otro patrón, pero lo había olvidado. La hipótesis de los eventos fatídicos parecía tan sólida… Aunque ¿y si Gaia estaba en lo cierto y se trataba de un aniversario menor que no siempre aparecía en los calendarios? ¿Dónde podría hallar más información? Por lo general, los viejos atesoraban esas curiosidades. Su tía abuela tenía un clóset lleno de revistas y periódicos amarillentos.