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Dulce embeleso

– Buenos días, vecina -saludó la mujer desde el jardín, sin dejar de revolver la mezcla-. Se me acabó el azúcar. ¿Podrías regalarme dos tazas?

Amalia no se inmutó ante la desconocida que se hallaba en el umbral de su casa, batiendo aquel merengue. Dos días antes la había observado tras las persianas, mientras revoloteaba alrededor de los hombres que trasladaban muebles y cajas desde un camión.

– Claro que sí -respondió Amalia-. Pasa.

Sabía quién era la mujer porque la gorda Fredesvinda, que vivía cerca de la esquina, ya le había hablado de ella.

– Aquí tienes.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó la recién llegada, dejando de batir por un instante.

– Amalia.

– Muchas gracias, Amalia. Te lo devolveré mañana. Mi nombre es Delfina, para servirte.

Sus dedos rozaron la mano que le tendía el cartucho y casi dejó caer el azúcar.

– ¡Ay! Si estás embarazada…

Amalia se sobresaltó. Nadie lo sabía, excepto Pablo.

– ¿Quién te dijo?

Delfina titubeó.

– Se te nota.

– ¿De veras? -preguntó Amalia-. Si sólo tengo dos meses…

– No quise decir en el cuerpo, sino en la cara.

Amalia no replicó, pero estaba segura de que la mujer no había estado mirando su rostro cuando tomó el paquete de azúcar. Sólo sus manos.

– Bueno, hasta más ver. Te mandaré un pedazo de panetela. Así la niña crecerá más golosa.

– ¿La niña…? -comenzó a preguntar Amalia, pero ya la otra había dado la espalda y se alejaba, batiendo su dulce con renovado vigor.

Amalia se había quedado atónita. Con esa misma expresión se la encontró Fredesvinda unos minutos después.

– ¿Qué te pasa?

– Delfina, la nueva vecina…

No terminó el comentario porque no quería revelar su embarazo.

– No le hagas caso. Creo que está un poquito chiflada, la pobre. Ayer mismo, cuando pasaba el periodiquero gritando algo sobre unos peruanos que se asilaron en la embajada cubana de Lima, ¿qué crees que hizo? Puso cara de esfinge y dijo que este país estaba maldito, que dentro de diez años se pondría patas arriba y que, en treinta años, eso que había sucedido en la embajada cubana de Perú ocurriría aquí en La Habana, pero al revés y multiplicado por miles…

– ¿A qué se refería? -preguntó Amalia.

– Ya te dije que está un poco tocada del queso -aseguró la gorda y se llevó un dedo a la sien-. Me enteré que se casó hace poco y que perdió su embarazo en un accidente de automóvil. ¿A que no pudo prever eso, eh?

– ¿Está casada? -preguntó Amalia, a punto de solidarizarse con la loca, después de la noticia.

– Su esposo está al llegar. Vivían en Sagua creo, pero ella se le adelantó para tener lista la casa mientras él cierra un negocio.

– ¿Cómo está, doña Frede? -saludó una voz detrás de ellas.

Amalia corrió para besar a Pablo.

– Bueno, ahí dejo a los tortolitos -se despidió la gorda, bajando hacia el jardín.

Pablo cerró la puerta.

– ¿Conseguiste algo?

– Conseguí todo. Ya no tendré que regresar al puerto.

– ¿Cómo…?

– Vi a mi madre.

Eso sí que era una noticia. Desde que se fugaran, sólo Rita les había prestado apoyo; pero no era mucho lo que podía hacer, excepto ofrecerles consejos.

– ¿Hablaste con ella?

– No sólo eso.

Sacó un envoltorio del bolsillo; y de éste, dos objetos que relucían como perlas a la luz de la tarde. Amalia las tomó en sus manos. Eran perlas.

– ¿Qué es esto?

– Me las dio mamá -respondió Pablo-. Fueron de mi abuela.

– ¿Qué dirá tu padre cuando se entere?

– No lo sabrá. Mamá logró salvar algunas prendas al salir de China. En el barco se las robaron casi todas, pero ella había escondido un collar que le entregó a mi padre cuando llegaron, y estos aretes que nunca le mostró porque pensaba guardarlos para alguna emergencia.

– Deben de valer mucho.

– Lo suficiente para que pensemos en abrir el negocio de que hablamos.

Amalia contempló los pendientes. Su sueño era tener una tienda de partituras e instrumentos musicales. Había pasado su infancia entre grabaciones y quienes las hacían, y esa pasión de su abuelo y su padre la había contagiado.

– De todos modos, necesitamos un préstamo.

– Lo conseguiremos -le aseguró ella.

Abrió los ojos y, aún sin levantarse, vio al Martinico sobre el escaparate de cedro, balanceando sus piernitas que golpeaban la madera de aroma peculiar. Sintió el tirón y se llevó la mano al vientre. Su bebé se movía dentro de ella. Observó la expresión del duende y experimentó una rara ternura.

Desde la cama escuchó los rezos de Pablo, orando ante la estatua de San-Fan-Con. Aquella devoción por los antepasados era una muestra de amor que la hacía sentir más segura. El aroma del incienso le hizo recordar el día en que intercambiaron sus votos matrimoniales. Junto a Rita y otras amistades se dirigieron al cementerio donde reposaban los restos del bisabuelo mambí. Pablo encendió unas varillas que agitó ante su rostro, murmurando frases donde se alternaban el español y el chino. Al final hincó las varillas en el suelo para que el humo se llevara las plegarias… Esa noche, los novios y sus amigos se reunieron en El Pacífico para cenar. La cerveza se mezcló con el cerdo en salsa agridulce, y el vino de arroz con el café cubano. Rita les regaló un contrato con el préstamo deseado y su propia firma como garantía.

Fue así como abrieron la tienda, cerca de la transitada esquina de Galiano y Neptuno. Desde entonces Pablo se levantaba todos los días a las seis de la mañana, pasaba por un almacén donde recogía la mercancía encargada de antemano y, cuando llegaba al negocio, avisaba por teléfono a los clientes interesados. El resto de la jornada se la pasaba vendiendo y apuntando pedidos especiales, y regresaba a casa a las siete de la noche, después de haberlo dejado todo en orden.

– Amor, me voy -dijo Pablo desde el pasillo.

La advertencia de Pablo la sacó de su modorra. Debía vestirse para ocupar el lugar de su marido que hoy iría al puerto a recoger un cargamento importante. Cuando saltó de la cama, el Martinico se esfumó del escaparate para reaparecer a su lado tendiéndole las sandalias que buscaba. La mujer no dejaba de sorprenderse ante aquellos gestos del duende que comenzaran desde su embarazo. Se vistió a toda prisa y desayunó. Poco después caminaba hacia la esquina.

Luyanó era un barrio humilde, habitado por obreros, maestros y profesionales que comenzaban sus carreras o sus negocios, en espera de que el tiempo -o un golpe de suerte- les permitiera mudarse. Amalia disfrutaba de esas callejuelas soleadas y tranquilas. No le importaba viajar medía hora hasta Centro Habana, donde se hallaba su tienda. Era feliz: se había casado con Pablo, esperaba su primer hijo y tenía un negocio con el que siempre soñó.

Abordó la guagua que la dejaría cerca del malecón y, media hora más tarde, zafó el candado de la hoja metálica, abrió la puerta de cristal y encendió el aire acondicionado. Las guitarras y los bongóes colgaban de las paredes. En los mostradores forrados de satén negro, las partituras exhibían sus cubiertas de cartulina y cuero. Dos pianos de cola -uno blanco y otro negro- ocupaban el espacio disponible a la izquierda. A lo largo de los estantes se agrupaban instrumentos de cuerda y de metal dentro de sus estuches. Una vitrola se arrinconaba a la derecha. Apretó una tecla y la voz de Benny Moré llenó la mañana de pasión: «Hoy como ayer, yo te sigo queriendo, mi bien…». Amalia suspiró. El hombre cantaba como un ángel borracho de melancolía.