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Un súbito estruendo sacudió los cristales. Amalia quedó inmóvil, sin decidir qué podía ser: un portazo, un trueno o un neumático que había estallado. Sólo cuando vio que algunas personas se detenían para mirar, otras que tropezaban y algunas que corrían dando gritos, se dio cuenta de que ocurría algo realmente grave. Se asomó a la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó a la propietaria de «La cigüeña», que ya cerraba su tienda de canastilla con aire compungido.

– Se suicidó Chibas.

– ¿Qué?

– Hace unos minutos. Estaba dando uno de sus discursos por radio y se pegó un tiro ahí mismito, delante del micrófono.

– ¿Está segura?

– Mi hija lo oyó. Acaba de llamarme por teléfono.

Amalia creía estar soñando.

– Pero ¿por qué?

– Algo que no pudo probar, después de haber dicho que lo haría.

Amalia notó el pánico de la gente y escuchó la conmoción que se elevaba desde cada rincón de la ciudad. Todos corrían y gritaban, pero nadie parecía capaz de ofrecer una explicación de lo sucedido. Pensó en Pablo. ¿Habría ido a la sociedad deportiva o andaría en otros trasiegos? Los silbatos de la policía y varios disparos la llenaron de terror. Fue a buscar su cartera y, en contra de todo juicio, cerró la tienda y salió a la calle. Tenía que encontrarlo. Intentó caminar con calma, pero constantemente era golpeada por transeúntes que corrían en ambas direcciones sin cuidar con quién tropezaban.

Dos cuadras más adelante, una muchedumbre la arrastró en su marcha llena de consignas. Ella trató de buscar refugio en los portales de la acera, pero era imposible escapar de esa masa arrolladora. Tuvo que avanzar al mismo paso, casi a la carrera, sabiendo que si se detenía podía ser aplastada por aquella turba ciega y sorda.

Dos carros patrulleros chirriaron sus neumáticos en medio de la calle y la multitud aminoró su paso. Amalia aprovechó para adelantarse y subirse al umbral de una puerta. Todavía tropezaban con ella, pero ya no corría tanto peligro. Una columna le impedía ver lo que se gestaba en la esquina; por eso no supo por qué muchos comenzaron a retroceder.

Los primeros disparos provocaron una estampida que logró evadir, resguardada en aquel escalón. Sin embargo, el primer chorro de agua la tumbó al suelo. De momento no entendió lo que ocurría; sólo sintió el golpe mientras el dolor le nublaba la visión. Miró sus ropas y vio la sangre. De alguna manera se había herido al chocar contra el borde de la pared.

Una vez más el agua le dio en pleno pecho y la envió contra la columna de cemento, cubierta de carteles que anunciaban el nuevo espectáculo del cabaret Tropicana («el más grande del mundo a cielo abierto»), encima de otro más viejo que proclamaba la apertura del teatro Blanquita («con 500 lunetas más que el Radio City de Nueva York, hasta ahora el mayor del mundo»). Y pensó vagamente en el curioso destino de su islita, con esa obsesión por tener lo más grande de esto o de aquello, o de ser la única en… Un país extraño, lleno de música y dolor.

El agua volvió a golpearla.

Antes de caer inconsciente al suelo, vio el cartel sobre el último éxito musical que narraba un suceso picaresco ocurrido cerca de allí: «A Prado y Neptuno iba una chiquita…».

Cosas del alma

Cecilia tomó el teléfono medio dormida. Era su tía abuela, invitándola a desayunar como Dios manda; y no quería oír excusas, le advirtió. Ya sabía que la había llamado varias veces esa semana. Si necesitaba hablar o pedirle algo, hoy era el día.

Se lavó la cara con agua helada y se vistió a toda prisa. Con el apuro, por poco olvida el mapa. Había tenido una semana llena de trabajo, con dos artículos para la sección dominical, «Secretos culinarios de abuelita» y «La vida secreta de su auto», escritos por ella que no sabía nada de cocina ni de mecánica. Pero durante ese tiempo nunca dejó de pensar en el dichoso mapa. Su tía había desaparecido. Por lo menos, no contestaba al teléfono. Hasta pasó por su casa varias veces con la idea de llamar a la policía si notaba algo raro. Una vecina le informó que Loló salía todos los días muy temprano y regresaba tarde. ¿En qué andaría?

Desde la escalera, pudo escuchar los chillidos de la cotorra:

– ¡Abajo la escoria! ¡Abajo la escoria!

Y también los gritos de su tía, que eran peores que los del pájaro:

– ¡A callar, loro del infierno! O te meto en el clóset y no sales en tres días.

Pero la cotorra no se dio por enterada y siguió lanzando todo tipo de consignas:

– ¡Fidel, seguro, a los yanquis dale duro! ¡Fidel, ladrón, nos dejaste sin jamón!

– ¡Cristo de las utopías! -vociferaba la tía-. Si sigues así, voy a echarte perejil en la cena.

Cecilia tocó el timbre. La cotorra chilló de espanto y la tía del susto, quizás creyendo que los vecinos venían a lincharla. Después se hizo un silencio de muerte, seguido por un martilleo rápido y luego un golpe seco.

«Ya está», pensó Cecilia ilusionada. «Acabó con ella.»

La puerta se abrió.

– Qué bueno verte, m’hijita -la saludó la anciana con su sonrisa más tierna-. Pasa, pasa, no sea que te resfríes.

Mientras Loló colocaba todos los pestillos a la puerta, Cecilia buscó con la mirada.

– ¿Y la cotorra?

– Ahí.

– ¿Por fin la despedazaste?

– ¡Niña, qué cosas se te ocurren! -murmuró su tía, persignándose-. Esos no son pensamientos cristianos.

– Lo que hace Fidelina contigo tampoco es muy cristiano que digamos.

– Es una criaturita del Señor -suspiró la anciana con expresión de mártir-. Yo la perdono porque no sabe lo que hace.

– Oí los gritos y después unos ruidos…

– Ah, eso…

Loló fue hasta un clóset y lo abrió. Junto a varias cajas y maletas, se hallaba la cotorra en su jaula. Al ver nuevamente la luz, lanzó un chillido de deleite, pero su alegría duró un instante. Loló le dio con la puerta en el pico.

– Tuve que arrastrar la jaula, que pesa como diez toneladas. Las patas de hierro traquetean cuando se mueve. Eso era lo que sonaba.

– Ah, qué pena -murmuró Cecilia con desilusión.

– Vamos al comedor. El chocolate ya está servido.

Cecilia la siguió hasta el rincón de donde salía un olor apetitoso y dulzón. Loló se había levantado temprano para buscar los churros recién hechos en una cafetería cercana. A su regreso, los había colocado en el horno para que se mantuvieran calientes y puso a derretir varias pastillas de chocolate español en una cacerola llena de leche. Ahora una jarra llena de chocolate ocupaba el centro de la mesa. Junto a ella, los churros se amontonaban en una fuente de barro que dejaba escapar vaharadas de vapor acanelado.

– ¿Para qué querías verme? -preguntó su tía, sirviéndole.

– Hace tiempo que no te hacía una visita.

– Puedo ser dos veces tu madre, así es que no me vengas con cuentos. ¿Qué ocurre?

Cecilia le habló de la casa fantasma y de las fechas históricas en que aparecía.

– …pero ahora la han visto en un día que no coincide con ninguno de esos eventos -concluyó- y no sé qué pensar.

La muchacha mojó la punta de un churro en su chocolate y, cuando se lo llevó a la boca, una gota oscura cayó sobre el mantel.

– ¡Casi se me olvida! -exclamó.

Salió corriendo hacia la sala, sacó de su cartera el mapa y regresó al comedor para desplegarlo sobre la mesa; pero su tía se negó a mirar nada hasta que ambas acabaron de desayunar. Después de recoger los platos, Loló se dedicó a examinarlo sin que Cecilia le perdiera pie ni pisada. En varias ocasiones la vio fruncir el ceño y quedarse inmóvil observando el vacío para ver o escuchar algo que sólo ella podía percibir, luego movía la cabeza silenciosamente y regresaba al mapa.