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– ¿Sabes lo que creo? -dijo de pronto la anciana-. Esa casa puede ser un recordatorio.

– ¿Un qué?

– Una especie de monumento o de señal.

– No entiendo.

– Hasta ahora, la mayoría de esas fechas estuvieron vinculadas con la historia reciente de Cuba. Pero es posible que la casa también quiera mostrar su relación particular con alguien.

– ¿Qué sentido tiene eso?

– Ninguno. Sólo está estableciendo sus coordenadas.

– ¿Me puedes explicar mejor?

– Niña, si es muy simple. Todo este tiempo, la casa puede haber estado anunciando «vengo de este sitio o represento tal cosa»; ahora está diciendo «estoy aquí por tal persona». Creo que la casa tuvo su origen en Cuba, pero también que se encuentra unida a algo o alguien de esta ciudad.

Cecilia no dijo nada. La hipótesis le parecía bastante desconcertante. Si la casa era depositaría de alguna historia individual que había desembocado en Miami, ¿por qué seguía apareciendo sin orden ni concierto en lugares tan disímiles de la ciudad?

Las campanadas del reloj la sacaron de su ensueño.

– Lo siento, m’hijita, pero tengo que ir a misa, y después… ¡Cielos! Mira tú falda.

Una mancha de chocolate se asomaba debajo de su blusa. Loló fue hasta el refrigerador, lo abrió y sacó un trozo de hielo.

– Vete al baño y restriégalo encima.

La muchacha abandonó el comedor.

– Tía, ¿por qué has salido tantas veces esta semana? -preguntó mientras cruzaba el dormitorio-. Pensé que te había pasado algo. No irás a decirme que estuviste metida en la iglesia todos estos días…

No terminó de hablar porque vio las fotos encima de la cómoda. Allí estaba su abuela Delfina, con uno de sus habituales vestidos floreados y su sonrisa de siempre, rodeada de rosas en el jardín de su casa. En otra había un señor que Cecilia no identificó, excepto por la inconfundible cotorra que portaba en una jaula. Cuando vio la tercera foto, sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Entre la ternura y el horror, reconoció a sus padres vestidos de novios: ella, con su cabello recogido y su traje largo; él, con su rostro de actor y aquella corbata de lunares claros que Cecilia había olvidado. Al pie de la foto, una dedicatoria: «Para mi tía Loló, recuerdo de nuestra boda en la Parroquia del Sagrado Corazón de El Vedado, el día…». Y una fecha… una fecha…

– Febrero es el único mes del año en que voy a la iglesia todos los días -dijo la anciana desde la cocina-. Siempre voy a rezar por la memoria de tus padres que se casaron un 14 de febrero para mostrar lo enamorados que estaban. ¡Que Dios los tenga en su gloria!

Me faltabas tú

Cuando Amalia supo que había perdido a su hija -a esa criatura cuyo sexo había predicho Delfina- no lloró. Sus ojos se clavaron en el rostro de Pablo, sentado en una silla del hospital donde ella naciera y donde su abuela sirviera como esclava cuando la hija del marqués de Almendares habitaba la mansión. Todavía los vitrales derramaban sus colores por las paredes y el suelo. Todavía los helechos del patio murmuraban bajo la lluvia, llenando los salones con un olor fresco que recordaba la campiña cubana.

– Esos hijos de mala madre -murmuró Pablo entre dientes-. Mira lo que nos han hecho.

– Tendremos otro -dijo ella, tragándose las lágrimas.

Pablo, con la mirada húmeda y enrojecida, se inclinó para abrazarla. Y fue como si Delfina la hubiera contagiado de su poder sibilino, porque unos meses después volvió a quedar embarazada.

Durante el tiempo que siguió, Amalia pensó mucho en Delfina, que se había mudado de nuevo no sin antes llenarle la cabeza de vaticinios. Sus profecías continuaban produciéndole pesadillas.

Un día en que comentaban el suicidio de Chibas, le había asegurado:

– Su muerte no probó nada y nos dejó con un destino peor. Dentro de unos años, la isla será la antesala del infierno.

Poco antes de irse, la había visitado para pedirle un poco de arroz.

– Los muertos vendrán después del golpe -le dijo.

Al principio, Amalia pensó que se refería a la golpiza de agua que matara a su criatura… hasta que se produjo el golpe de Estado de 1952, encabezado por el general Fulgencio Batista, todo muy civilizado y sin que se disparara un tiro. Los muertos, en efecto, comenzaron a aparecer después. Aquellos vaticinios no terminaron ahí. Peor sería la llegada de La Pelona, un ente mítico que, apoyado por un ejército de diablos rojos, se convertiría en el Judas, el Herodes y el Anticristo de la isla. Hasta las criaturas pequeñas serían masacradas si intentaban escapar de su feudo, aseguró Delfina.

Deseosa de alejar los malos pensamientos, regresó a las puntadas mientras su mente vagaba por otros rumbos. Muchas cosas habían pasado en los últimos tiempos. Su madre, por ejemplo, se había aparecido en la tienda. ¿Lo sabía su padre? Claro que no, le aseguró Mercedes. De ninguna manera podía enterarse. Aferrado a su negativa de no verla después de su fuga y posterior matrimonio, se había vuelto huraño y ni siquiera reía como antes.

A Amalia no le gustaba pensar en él porque invariablemente terminaba llorando. Tenía un marido que la adoraba y una madre que ahora vivía pendiente de ella, pero le faltaba su mejor amigo. Añoraba su cariño de animal viejo y dulce que era irremplazable.

Pablo se afanaba por aliviar la tristeza de su mujer. Desde la adolescencia había conocido el lazo que unía a padre e hija, dos criaturas tan afines como independientes. Ahora nada parecía animarla. Tras mucho pensar, decidió aplicar una de las estrategias que había descubierto cuando quería que ella dejara de preocuparse: le llevaría algún problema -cuanto más complejo, mejor- que requiriera de su intervención directa.

Esa tarde llegó a casa quejándose del trabajo. Ya no daba abasto con las ventas. Además, la fama del negocio era como una tarjeta de presentación social. Una pena que no pudieran asistir a todos los eventos a los que les invitaban. No se lo había dicho para no abrumarla, pero ¿cómo aceptar tantos agasajos si no tenían cómo reciprocarlos? No podían invitar a nadie… a no ser que decidieran mudarse a un sitio más apropiado. ¿Adónde? No estaba seguro. Quizás un apartamento en El Vedado.

Aunque sólo faltaba un mes para el parto, Amalia abandonó sus conversaciones con la gorda Fredesvinda y, periódico en mano, visitó más de veinte apartamentos en dos semanas. Pablo estaba contento, aunque algo confundido. Nunca antes había visto a su mujer tan ansiosa por ocuparse de un asunto. No sabía si su entusiasmo se debía a que deseaba ayudarlo o a algún otro deseo secreto. Sospechó que era esto último cuando un agente de bienes les entregó las llaves de un apartamento.

El día de la mudanza, Amalia se detuvo en la entrada, como si aún dudara que ése fuera su nuevo hogar. El piso era pequeño, pero limpio y con olor a riqueza cercana. Tenía un balcón que permitía ver un trozo de mar y amplios ventanales por donde penetraba la luz. Le fascinaba el baño, cegador en su blancura, y el espejo gigante donde podía verse de cuerpo entero si se alejaba un poco. Recorrió todo el lugar, sin cansarse de tanta claridad y tanto azul. Después de su antigua casona cercana al Barrio Chino y de la modesta vivienda en Luyanó, aquel apartamento la dejaba sin aliento.

Pronto se hizo evidente que los antiguos muebles eran inservibles allí. El lecho parecía un monstruo medieval entre las paredes claras; y el sofá, un horror desteñido bajo el sol que se filtraba por el balcón.

– Así no podremos recibir a nadie -concluyó Pablo, entre contrariado y satisfecho-. Necesitamos muebles nuevos.

Fue entonces cuando él descubrió que amueblar su casa era la verdadera pasión que se ocultaba tras ese entusiasmo.