Выбрать главу

Entre préstamos y créditos, la mujer consiguió un sofá de piel crema con dos butacones del mismo color y dos mesitas de madera para la sala. En el comedor situó una mesa de cedro que podía alargarse hasta permitir ocho comensales, y sillas de igual material forradas con una tela color vino. Encima colgó una lámpara de cristal ámbar. Además, compró copas, cubiertos de plata, utensilios de cocina… Poco a poco fue añadiendo más detalles: las cortinas de gasa fina, los platos de porcelana para una pared del comedor, el paisaje marino encima del sofá, una fuente de cerámica llena de polímitas…

En menos de dos semanas, transformó el apartamento en un sitio que pedía a gritos la llegada de visitantes que pudieran admirarlo. ¿No era eso lo que Pablo había insinuado cuando se quejó de los viejos cachivaches? Mientras hablaba, desempacó el estuche que acaba de comprar: dos candelabros de plata que vistió con velas rojas. Era el toque final para su comedor.

Esa noche, después de cenar, Rita los llamaba para avisar que estrenaría La médium.

Había sido una función inquietante, llena de sombras que se movían en el escenario. Pero no eran sombras teatrales; no se trataba de esos falsos espectros que doña Rita, en su papel de madame Flora, hacía revivir ante sus invitados para perpetuar su fama de pitonisa con la ayuda de su hija Ménica y de Toby, el muchacho mudo.

La mujer se llevaba la mano a la garganta, asegurando que unos dedos espectrales habían intentado ahogarla, lo cual no era posible porque ella, más que nadie, sabía que todas esas apariciones fantasmales eran puro cuento… Amalia sintió una contracción. Ahora la médium se quejaba ante los muchachos de que uno de ellos había intentado asustarla. Ninguno -juraron ambos- había hecho semejante cosa. Estaban demasiado ocupados moviendo muñecos e imitando voces para espanto de los invitados.

Amalia trató de ignorar los latidos de su vientre. Se quedaría quietecita para ver si se tranquilizaba. En contra de su costumbre, no salió durante el intermedio. Le pidió a Pablo unos bombones y, llena de zozobra, aguardó en su asiento hasta que las luces se apagaron de nuevo. ¿Era la música o ese universo espectral que se asomaba a escena? Madame Flora se volvió hacia Toby hecha una furia. Tenía que ser él quien había vuelto a tocarla; pero el joven mudo no pudo replicar y, pese a las protestas de su hija, lo echó de su casa.

Ay, su niña muerta por aquel golpe de agua… y los diablos de Delfina… y las perlas chinas rescatadas de la matanza… ¿Qué artes mágicas empleaba esa actriz para convocar a su alrededor tantos espectros? Todo podía ocurrir cuando ella actuaba, y ahora su madame Flora resultaba una experiencia sobrecogedora. La médium había enloquecido de miedo. Y una noche, convencida de que aquel ruido era un espectro que deseaba asesinarla, disparó y mató al infeliz Toby que había regresado para ver a su amada Mónica.

Pero Amalia vio lo que nadie más había visto. La mano que Rita se llevaba a la garganta destilaba una claridad rojiza como una luna en eclipse. Sangre… como si hubiera sido degollada.

El público se puso de pie y estalló en aplausos. Pablo apenas logró evitar que Amalia cayera al suelo, mientras un líquido claro y tibio mojaba la alfombra del pasillo.

Y ahora la niña hacía gorgoritos sobre las losas. El Martinico, cansado o aburrido, se había asomado al balcón y jugaba a arrojar semillas a los autos que transitaban tres pisos más abajo. El ruido de la puerta lo sobresaltó. Por puro reflejo, aunque sólo la niña y su madre podían verlo, se esfumó antes de que apareciera el rostro congestionado de Pablo.

– ¡Dios! Qué susto me has dado -se sobresaltó el hombre-. ¿No ibas a las tiendas?

– Estaba cansada. ¿Qué haces aquí?

– Olvidé unos papeles.

Recordó que, dos semanas atrás, lo había sorprendido saliendo del apartamento cuando ella entraba, y que también se había sobresaltado.

– Esta noche se decide el contrato -dijo él-. Debemos estar en casa de Julio a las siete.

La flauta de Pan se había convertido en una cadena de cuatro tiendas que no sólo vendía partituras e instrumentos musicales, sino grabaciones de música extranjera. Julio Serpa, principal importador de discos de la isla, le había pedido que fuera su distribuidor; pero antes tendría que abrir tres tiendas más. Cuando Pablo respondió que no contaba con el dinero suficiente, Julio le propuso convertirse en co-dueño, comprándole el cincuenta por ciento; así Pablo duplicaría su capital y ambos podrían invertir a partes iguales. Pero Pablo no accedió. Eso significaría tener que consultar cada decisión. El empresario aumentó el precio y le ofreció comprar sólo el cuarenta, pero Pablo no quería ser el dueño del sesenta por ciento de su sueño. Le dijo que sólo vendería un veinte. Finalmente el hombre lo invitó a cenar con su asesor, alguien con la suficiente experiencia como para servir de intermediario en casos como el suyo. Deseaba proponerle otro plan que quizás fuese de su agrado.

– Pasaré a buscarte a las siete -dijo Pablo, y besó a su mujer antes de salir.

Amalia acostó a la niña, que se había quedado dormida. Sólo entonces se dio cuenta de que su marido no llevaba consigo los papeles que había venido a buscar.

Amalia quería causar la mejor impresión, pero el lloriqueo de Isabel se había transformado en una rabieta que no la dejaba vestirse.

– ¿No se sentirá mal? -preguntó Pablo, meciendo en sus brazos a la niña que gritaba con el rostro congestionado-. Mejor suspendemos la cena.

– De ninguna manera. Si es necesario, ve solo. Yo me encargaré de…

El Martinico asomó su cabeza tras la cortina y la niña sonrió. Mientras el duende y la pequeña jugaban a los escondidos, la mujer terminó de arreglarse. Los pucheros comenzaron otra vez cuando el Martinico agitó las manos en gesto de despedida, arreciaron cuando la familia salió al pasillo y llegaron a su apogeo frente a la puerta de la mansión.

– Adelante -dijo el empresario, que había acudido a abrirles-. ¡Vivían!

Su esposa tenía una piel de blancura teatral, casi refulgente.

– ¿Quieren tomar algo?

Isabel aún lloraba en el regazo de su madre y, por un instante, los adultos se miraron sin saber qué hacer.

– Ve con Pablo a la biblioteca -sugirió Vivían a su marido-. Yo me ocupo de Amalia y de la niña.

Desde la puerta, Amalia contempló las estanterías de caoba repletas de volúmenes iluminados por una luz cálida y amarillenta.

– Vamos a la cocina -dijo Vivían-, le daremos algo.

– No creo que sea hambre porque comió antes de salir -comentó Amalia mientras caminaban por el pasillo-; y si lo fuera, no sé si tendrías algo apropiado para ella. Todavía no come muchas cosas.

– No te preocupes. Freddy se encargará de eso.

Amalia pensó en la distancia que separaba a su familia de aquella que se permitía tener un cocinero: algo con lo que ella ni siquiera se atrevía a soñar.

Isabel ya no lloraba, quizás por el apetitoso aroma a panetela que inundaba el pasillo… Amalia se detuvo de golpe al ver al cocinero. O más bien, la cocinera.

– ¡Fredesvinda!

La gorda se había quedado pasmada.

– ¡Amalita!

– ¿Ustedes se conocen? -preguntó Vivían con una inflexión diferente en la voz.

– Claro -comenzó a decir Amalia-. Fuimos…

– Yo trabajaba para los tíos de la señora cuando ella todavía era una chiquilla -la interrumpió la cocinera-. Doña Amalita visitaba la casa a menudo.

Amalia no se atrevió a desmentirla porque descubrió una luz de advertencia en los ojos de la gorda.

– ¿Esta es su niña? -preguntó la gorda.

– Sí -contestó Vivían-. ¿Qué podemos darle de comer?

– Acabo de hornear una torta.

– Un poco de leche tibia estará bien -dijo Amalia.