– Haz lo que la señora te pida, Freddy… Quedas en buenas manos, Amalita.
El taconeo se perdió por el pasillo de mármol negro.
– ¿Por qué inventaste ese cuento? -susurró Amalia.
– ¿Qué querías? -la tuteó Fredesvinda, poniendo a calentar un poco de leche-. ¿Confesar que habíamos sido vecinas?
– ¿Por qué no?
– Ay, Amalita, eres demasiado inocente -la regañó su amiga, que ahora cortaba un pedazo de torta-. Si ustedes no hubieran mejorado de situación, don Julio no les habría invitado a cenar. Decir que fuiste vecina de una cocinera no va a ayudarlos a salir adelante y Pablo necesita cerrar ese negocio…
– ¿Cómo sabes?
– Los criados oímos muchas cosas.
Mientras Fredesvinda hablaba, la niña hurtó un pedazo de torta y volvió a alargar su manita para tomar otro.
– No, Isa -dijo Amalia-. Eso no es para ti.
La niña empezó a gimotear.
– Prueba un poco de panetela antes de irte -dijo la gorda-. Yo le daré la leche y trataré de que duerma… ¡Ay, pero qué mona es!
Comenzó a pasearse con la niña en brazos, tarareando bajito. Cuando Amalia acabó de comer, se dio cuenta de que su criatura se había dormido, arrullada por Fredesvinda que tarareaba algo con su hermosa voz de contralto.
– No sabía que cantaras tan bien. Deberías dedicarte a eso.
– Tal parece que no tuvieras ojos. ¿Quién va a querer contratar a una cantante que pesa trescientas libras?
– Puedes bajar un poquito.
– ¿Crees que no lo he intentando? Es una enfermedad…
El eco de unas voces llegó hasta ellas.
– Acaba de irte -la regañó Fredesvinda-. Una señora no debe quedarse tanto tiempo hablando con los criados. Si la niña se despierta, iré a buscarte.
Amalia caminó por el pasillo, guiándose por las risas. No recordaba si debía doblar a la derecha o a la izquierda. Las voces que retumbaban entre las paredes la fueron guiando hasta el recibidor.
– ¿Qué quieres tomar, Amalia?
Antes de que pudiera responder, dos campanillazos sonaron en la entrada.
– Debe ser él -dijo Julio-. Vivian, sírvele algo a Amalia. Yo iré a abrir.
Pablo se inclinó para buscar más hielo y Amalia probó su licor mientras las voces se acercaban por el pasillo. De pronto, la conversación cesó de golpe. Fue la actitud tensa de Pablo, más que el prolongado silencio, lo que hizo que Amalia se volviera hacia la puerta. Su padre estaba allí, con una expresión de pasmo mortal.
– ¿Se encuentra bien, don José?
– Sí, no… -susurró Pepe como si le faltara el aire.
Un gemido vago e indefinido se escuchó en el pasillo.
– Podemos hacer la reunión otro día -propuso Julio.
– Con permiso -dijo la gorda Fredesvinda, pugnando por sostener a Isabelita que intentaba bajar hasta el suelo-. Señora Amalia, la niña estaba llamándola.
– Disculpe, don Julio -murmuró José.
Y ante la mirada atónita de sus anfitriones, dio media vuelta y salió al recibidor. Casi a tientas buscó la puerta e intentó abrirla, pero se enredó con la cerradura que era muy complicada.
Algo tiró de sus pantalones.
– Tata.
La niña, casi un bebé, se tambaleaba sobre sus pies y contemplaba a aquel señor que no sabía cómo abrir una puerta. José retrocedió dos pasos para alejarse, pero la pequeña no soltaba su pantalón.
– Tata -lo llamó con rara insistencia.
Era su propia mirada y la mirada de su hija. Vencido, casi sin fuerzas, se agachó, la tomó en sus brazos y se echó a llorar.
Era como si el tiempo no hubiera transcurrido, excepto que ahora su padre tenía más canas y sus ojos se llenaban de un brillo diferente cuando jugaba con su nieta. Porque si José había vivido fascinado con su hija, Isabel ejercía sobre él un efecto casi hipnótico. No se cansaba de alzarla en brazos, ni de contarle historias, ni de enseñarle a abrir los estuches de los instrumentos. Amalia aprovechaba cada oportunidad para dejarle a la niña, mientras ella se ocupaba de otros asuntos. Ahora, en la calurosa tarde de esa ciudad eternamente húmeda, la campanilla anunció su llegada a la tienda donde había jugado tantas veces cuando era niña.
– Hola, papi -saludó al hombre inclinado sobre el mostrador.
José alzó la vista.
– Se nos muere -murmuró el hombre.
Su expresión llena de terror la paralizó.
– ¿Quién?
– Doña Rita.
Amalia había dejado a su hija en el suelo.
– ¿Cómo? ¿Qué pasó? -preguntó, sintiendo que sus rodillas no podían sostenerla.
– Tiene un tumor. ¡Y en las cuerdas vocales! -dijo su padre con voz ahogada-. ¡Santo cielo! Una mujer que canta como los dioses.
Por la mente de Amalia desfilaron confusamente las imágenes de aquella Rita que la había acompañado desde su infancia, y le pareció que toda su vida se la debía a aquella mujer: una muñeca de bucles dorados, el chal de plata con que la conoció Pablo, las cartas que llevaba y traía para su amado, el refugio que le brindó cuando ambos se fugaron, el préstamo para su primera tienda…
– Es como una venganza del infierno -sollozó su padre-. Como si el demonio sintiera tanta envidia de esa garganta que quisiera cerrársela para siempre.
– No digas esas cosas, papi.
– La voz más privilegiada que ha dado este país… ¡Nunca habrá otra como ella!
Su padre tenía los ojos rojos, pero ella no quería llorar.
– Tengo que ir a verla -decidió.
– Entonces no te vayas; en cualquier momento entra por esa puerta. Me dijo que pasaría por aquí después del ensayo.
– ¿Va a cantar? ¿Con ese problema?
– Ya la conoces.
Un estrépito detrás del piano los hizo acudir a la carrera. Isabelita había volcado varios estuches vacíos de violín; no se había hecho daño, pero el ruido la asustó y berreaba a más no poder.
– Buenos días, mi gente… ¿Y qué ha pasado aquí? ¿Se acabó el mundo o qué?
Aquella voz inconfundible: la voz que era como una risa espumosa y fresca.
– Rita.
– Nada de besuqueos ahora. Déjame ver a esa criaturita angelical que grita como los demonios.
Apenas la tomó en sus brazos, Isabel se calló.
– Toma el dinero, Pepe -le dijo, buscando en su bolso-. Cuéntalo a ver si está completo.
– Rita.
– Y dale con tanto «Rita… Rita…». Me van a gastar el nombre.
La actriz mantenía su expresión de siempre.
– Amalita -dijo su padre-, vete a tus asuntos que yo cuido a la niña.
– No, papá. Mejor me la llevo.
– Pero ¿no venías a dejarla?
– Pensaba irme de tiendas, pero ya no tengo ganas.
– ¿Por qué no vamos las dos sólitas, como en los buenos tiempos?
Amalia se volvió hacia Rita y notó el pañuelo enrollado en su garganta. Cuando alzó los ojos, supo que Rita había notado su mirada.
– Déjame a la niña -le rogó Pepe-, te la llevaré por la noche.
Amalia comprendió que su padre no clamaba sólo por su nieta, sino por un mundo que se desmoronaba con aquella noticia. Por primera vez notó que su figura comenzaba a encorvarse y descubrió una sombra de susto en sus ojos, una inseguridad que parecía el inicio de un temblor; pero no dijo nada. Le dio un beso a su hija, otro a él y salió con Rita a recorrer La Habana.
Terminaron sentadas en un café del Prado, contemplando a los transeúntes que se paseaban bajo los árboles donde se cobijaban los gorriones y las palomas. Hablaron de mil cosas sin importancia, soslayando el tema que ninguna se atrevía a mencionar. Recordaron sus antiguas escapadas, la primera visita a la cartomántica, el ataque de risa que tuvo Rita cuando se enteró de que su pretendiente era chino… Varias palomas se acercaron a la mesa para picotear las migajas del suelo.
– Ay, mi niña -suspiró la actriz después de un largo silencio-, a veces me parece que todo es una broma de mal gusto, como si alguien hubiera inventado esto para asustarme o hacerme sufrir.