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– No diga eso, Rita.

– Es que no me veo encerrada en una caja, calladita y sin decir esta boca es mía. ¿Te imaginas? Yo que nunca me he mordido la lengua para cantarle las verdades a la gente.

– Y se las seguirá cantando, ya verá. Cuando se cure…

– Ojalá, porque yo no creo que vaya a morirme.

– Claro que no, doña Rita. Usted no morirá jamás.

Llegó a su casa tan deprimida que decidió dormir un rato. Su padre le traería a Isabelita más tarde; así es que aprovecharía esa tregua para olvidarse del mundo durante un par de horas.

Aquellos tacones la estaban matando. Entró a su apartamento y se los sacó en la sala. Un estruendo en el dormitorio la detuvo. Por si acaso, calculó el espacio que había entre la puerta del cuarto y la salida. Con el corazón en vilo, avanzó de puntillas hasta la habitación.

– ¡Pablo!

Su marido brincó del susto.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, señalando tres paquetes atados con un cordel que su marido había dejado caer al suelo.

– Algunos ejemplares del Gunnun Hushen.

– ¿Cómo?

– Del periódico de Huan Tao Pay.

– Me estás hablando en chino -dijo ella, pero enseguida comprendió que la frase era tan literal que resultaba poco afortunada-. ¿A qué te refieres?

– Huan Tao Pay fue un compatriota que murió en la cárcel. Lo torturaron por comunista. Estos son ejemplares de su periódico, reliquias…

Amalia comenzó a recordar aquellas misteriosas reuniones de su esposo, sus regresos a casa en momentos inesperados.

– ¿Era amigo tuyo?

– No, eso ocurrió hace años.

– ¿No me juraste que nunca volverías a meterte en estos asuntos?

– No quería preocuparte -le dijo y la abrazó-, pero tengo que darte una mala noticia. Es posible que vengan a hacer un registro.

– ¿Qué?

– No tenemos tiempo -replicó él-. Hay que esconder los paquetes en otro sitio.

Fue hasta la ventana y se asomó.

– Todavía están ahí -aseguró, volviéndose hacia su mujer-; y no puedo irme de aquí porque ya me vieron subir. No sería bueno que tocaran a la puerta y yo no estuviera. Sospecharían de inmediato.

– ¿Adonde los llevo?

– A la azotea -decidió Pablo, después de un titubeo.

Amalia se puso los zapatos. Pablo le acomodó los paquetes en sus brazos y le abrió la puerta. Los números del elevador indicaron que alguien lo había llamado desde el primer piso.

– Ve por la escalera y no te muevas de allí hasta que vaya a buscarte.

Amalia subió los cinco pisos en menos de dos minutos. ¿Dónde podría esconder aquellos panfletos? Recordó la conversación que escuchara entre un vecino y el encargado del edificio. El tanque de agua que surtía al apartamento 34-B, vacío desde el divorcio de sus ocupantes, tenía un salidero y estaba clausurado. Comenzó a levantar las tapas de cemento hasta encontrarlo y lanzó allí los tres bultos antes de colocar la tapa de nuevo.

Aguardó unos minutos por Pablo, paseándose nerviosa por la azotea, hasta que la espera se hizo insoportable. Entonces se peinó con los dedos, se estiró la falda y tomó el elevador para bajar a su piso.

Cuando vio la puerta abierta, sintió que sus piernas temblaban. Le bastó una ojeada para descubrir la lámpara rota, las gavetas vaciadas sobre el suelo, el clóset en desorden… ¿Y Pablo? La vista se le nubló. Había sangre en el suelo. Corrió al balcón, a tiempo para ver cómo lo metían a golpes dentro de un carro patrullero. Quiso gritar, pero sólo lanzó un grito desarticulado como el de un animal que agoniza. El mundo se oscureció; no cayó al suelo porque unas manos invisibles la sostuvieron. Su novio de la adolescencia, el amor de su vida, iba camino de alguna mazmorra.

Habana de mi amor

A quién podía contarle lo que había descubierto? Lisa ya sospechaba que los fantasmas habían regresado porque estaban encariñados con alguien; Gaia le había aconsejado averiguar más sobre los habitantes de la casa, porque intuía que las fechas significaban algo para ellos; y Claudia le había dicho que andaba con muertos. ¡No en balde! Si estaba metida hasta el cuello investigando la casa donde viajaban su abuela Delfina, el viejo Demetrio y sus padres. Su propia tía abuela había sugerido que las fechas aludían a algo que tuvo su origen en Cuba y que ahora se hallaba en Miami. Todas las teorías contenían un pedazo de verdad.

De pronto Cecilia dejó de pasearse: había una pieza suelta en el rompecabezas. La casa y sus habitantes no podían estar relacionados con ella porque nunca conoció al viejo Demetrio, pese a que la anciana asegurara que se lo había presentado. Quizás aquellos fantasmas no estaban allí por ella sino por Loló, la única vinculada con los cuatro. Sintió un profundo desconsuelo. Había llegado a creer que sus padres intentaban acercarse, pero al parecer su tía abuela… Un momento. ¿Por qué iría su padre en busca de Loló, la hermana de su suegra, en lugar de seguir a su propia hija? Tuvo otra idea desconcertante. ¿Y si los espectros se reunían en familias? ¿Y si existían colectividades de fantasmas? ¿Y si su presencia se hacía más potente debido a esa unión?

Quedó en suspenso ante otra posibilidad. Sacó el mapa y volvió a mirar las fechas. Aunque Loló llevaba treinta años en Miami, las visiones de la casa sólo habían comenzado después que Cecilia llegara a esa ciudad. ¿Era casualidad? Buscó el punto de la primera aparición y marcó la primera dirección donde ella viviera. Después rastreó la segunda. En lugar de contar las calles, decidió medir las distancias en el mapa. Sería más fácil. Fue comparando el espacio entre las sucesivas visiones y los sitios donde había vivido. Cuando acabó, no tuvo dudas. Era la primera vez que hallaba una variante sin excepciones. La casa siempre se acercaba un poco más al lugar donde ella vivía. Repitió la operación con el vecindario de Loló durante los últimos veinte años, pero el patrón no funcionó. La casa estaba relacionada con Cecilia. La estaba buscando a ella.

Ahora, más que nunca, se alegró de no habérselo contado a nadie. Era una locura. Seguía sin entender qué tenía que ver el difunto Demetrio con ella. Suspiró. ¿No acabarían nunca los enigmas de la maldita casa?

Otra vez sentía la punzada de un dolor donde se mezclaban las voces de sus padres con las playas de su niñez. Aquellos muertos que vagaban por todo Miami le traían el aroma de una ciudad que había llegado a aborrecer más que ninguna. Ella era una mujer de ninguna parte, alguien que no pertenecía a ningún sitio. Se sintió más desamparada que nunca. Su mirada tropezó con los videos que Freddy le había traído. No le interesaba verlos, pero su jefe le había pedido que hiciera un artículo sobre la visita papal a Cuba. Con la esperanza de olvidar sus fantasmas, tomó los casetes y se fue a la sala.

El blanco vehículo recorría La Habana. Por primera vez en la historia, un Papa visitaba la mayor isla del Caribe. Y mientras Cecilia escudriñaba la multitud, testigo del milagro, iba rescatando del olvido las aceras por las que deambulara tantas veces. «¿Te acuerdas del Teatro Nacional?», se preguntó a sí misma. «¿Y del Café Cantante? ¿Y de la parada frente a la estatua de Martí? ¿Y del frío que escapaba del restaurante Rancho Luna cuando se abría la puerta en el momento en que uno pasaba?» Continuó enumerando recuerdos, absorta en la visión soleada de las calles. Casi sentía el rumor de los árboles y de la brisa que subía desde el malecón, remontándose por la Avenida Paseo hasta la plaza, y la calidez de esa luz que reavivaba los colores del agreste paisaje urbano. Por primera vez vio su ciudad con otros ojos. Le pareció que su isla era un vergel rústico y salvaje, de una belleza que resplandecía pese al polvo de sus edificios y al cansancio que se adivinaba en los rostros famélicos de sus habitantes.