Hacía casi tres semanas que no iba al bar, temerosa de buscar exagerado refugio en el relato de Amalia que se había ido convirtiendo en una historia más angustiosa que la suya. Aunque tal vez por eso regresaba a ella. Mientras la escuchaba, se daba cuenta de que su propia vida no era tan mala. Cuando llegó, la oscuridad latía como un ente vivo en medio de los efluvios humanos. Se dirigió al rincón de siempre, tropezando con las mesas, y mucho antes de llegar distinguió el brillo del azabache en la oscuridad. Casi a tientas continuó su avance hasta que se sentó frente a la mujer.
– Te he estado esperando -le dijo la anciana.
Su mirada lanzaba destellos que parecían iluminarlo todo. ¿O acaso esa luz sólo era un reflejo de las imágenes que mostraba la pantalla? Allí estaba el malecón con sus estatuas y sus amantes, sus fuentes y sus palmeras. Ay, su Habana perdida… Cecilia evocó los recuerdos enterrados en su memoria y tuvo una idea delirante. ¿No se decía que la isla estaba rodeada de ruinas sumergidas? ¿Y no afirmaban muchos que esas piedras ciclópeas pertenecían al legendario continente descrito por Platón? Quizás La Habana hubiera heredado el karma de la Atlántida que yacía junto a sus costas… y probablemente su maldición. Si la gente reencarnaba, las ciudades también debían hacerlo. ¿Acaso no sabía que las ciudades tenían alma? Ahí estaba la casa fantasma para demostrarlo. Y si es así, ¿no arrastraban también karmas ajenos? La Habana era como el resto de las tierras míticas: Avalon, Shambhala, Lemuria… Por eso dejaba una impresión indeleble en quienes la visitaban o habían vivido en ella.
– «Habana de mi amor…»
El bolero retozó en sus oídos como una premonición. Observó de nuevo a Amalia. Cada vez que se encontraba con esa mujer le sucedían cosas raras. Pero ahora no quería pensar, sino conocer el final de aquella historia que, por ratos, le hacía olvidar la suya propia.
– ¿Qué ocurrió después que los esbirros se llevaron a Pablo? -preguntó.
– Fue liberado al poco tiempo, cuando los guerrilleros tomaron la capital -murmuró la mujer, jugueteando con los eslabones de su cadena.
– «… si el alma te entregué, Habana de mi amor…»
Escucharon la melodía durante unos segundos.
– Y después que lo soltaron, ¿qué pasó?
Amalia dejó escapar un suspiro.
– Ocurrió que mi Tigrillo siguió siendo el mismo rebelde de siempre.
SEXTA PARTE. Charada china
PONÉRSELA A ALGUIEN EN CHINA: En Cuba, la frase alude a la persona que se enfrenta a una situación complicada o aun grave aprieto. Un estudiante puede comentar que su maestro «se la puso en China» para referirse a las preguntas de un examen muy difícil.
Por extensión, también ha llegado a significar la existencia de una circunstancia tan apabullante que resulta imposible actuar frente a ella.
Debí llorar
La gente se aglomeraba frente a las puertas del hotel Capri, deseosa de entrar al cabaret donde cantaría Freddy, esa intérprete descomunal en voz y en talla. Dos funciones daría ese viernes: una al anochecer y otra cerca de la medianoche. Pero la conmoción no era provocada sólo por la expectativa de escuchar a la cantante, sino por ese estado de excitación que se renovaba a cada segundo desde que el ejército de hombres barbudos se volcara sobre las calles y las haciendas, avanzando como una marea indetenible por la isla.
Varios meses después que tomaran el poder, ya circulaban rumores sobre juicios sumarios, ejecuciones secretas, deserciones de altos funcionarios… Y ya se había anunciado la intervención de grandes compañías. Intervenir: un concepto tan violento que era usado para esquivar frases más explícitas como «despojarlo de sus bienes» o «quitarle el negocio». Tras los pejes gordos vendrán los pequeños, corría el rumor. Algunos empezaban a conspirar por temor a que eso ocurriera, pero sus voces eran aplastadas por la efervescencia con que vivía la mayoría, arrastrada por el vendaval de himnos y consignas.
Con el mismo fervor con que aplaudía cada acto del nuevo gobierno, así entraba la multitud enjoyada al Salón Rojo donde todos esperaban escuchar a la popular contralto… Pero la antigua cocinera no se mostraba feliz.
– Esta gente no respeta, Amalita -le había dicho confidencialmente a su amiga en el camerino-. Y sin respeto, no hay derechos.
Amalia, feliz por haber recuperado a su marido cuando los rebeldes abrieron las cárceles a los antiguos opositores, no le daba importancia a esas quejas. Tras meses de separación agónica, habían vuelto a reunirse. Pablo estaba libre: era su único pensamiento. Y -lo más importante- ya no se metería en asuntos de conspiradera.
– Son rumores inventados por el enemigo -le aseguraba.
Desde hacía algunas semanas, la cantante se mostraba cada vez más inquieta, y en secreto daba rienda suelta a su angustia cuando cantaba:
– «Debí llorar y, ya ves, casi siento placer. Debí llorar de dolor, de vergüenza tal vez…»
Sentada frente a su mesa, Amalia apretó la mano de Pablo. Ah, la fortuna de saborear un bolero cantado con sabiduría, el placer de un cóctel donde el ron se mezcla con las guindas borrachas, el privilegio de morder las frutas de pulpa relajada como el trópico…
Un rumor la sacó de su embeleso. Alguien discutía con el portero, intentando penetrar al cabaret.
– Es tu padre.
La advertencia de Pablo la sobresaltó. Oh, Dios: Isabelita. La había dejado con ellos. Nunca supo cómo llegó hasta él, pero de pronto ya estaba en la acera preguntándole qué le había pasado a su niña.
– Isa está bien -dijo José, cuando logró calmarla-. No estoy aquí por ella, sino por Manuel.
– ¿Mi padre?
Pablo se había quedado de una pieza. Después de aquella «traición» con la que deshonrara a su familia, su padre nunca había vuelto a hablarle; sólo Rosa se comunicaba en secreto con ellos.
– Tu mamá llamó -le dijo José-. Los rebeldes están en el restaurante.
– ¿Los rebeldes? ¿Por qué?
– Manuel estaba ayudando a unos conspiradores.
– Eso es imposible. Mi padre nunca se metió en política.
– Parece que escondió a un amigo en la trastienda por unos días. El hombre ya se fue, pero están registrando el negocio con la idea de encontrar algo.
Sin pedir más explicaciones, Pablo y Amalia se subieron al auto de José. Nadie habló durante el trayecto que los llevó a la parte antigua de la ciudad. Cuando llegaron, el vecindario parecía desierto: nada inusual en el Barrio Chino donde los inquilinos preferían observar los acontecimientos detrás de las persianas. El temor flotaba en el ambiente como una niebla palpable, quizás porque muchos recordaban escenas similares en su patria de antaño, de la cual huyeran una vida atrás. Ahora, como si algún pertinaz demonio los persiguiera, de nuevo se enfrentaban a la misma pesadilla en aquella ciudad que los acogiera con aire despreocupado y alegre.
Pablo saltó del auto antes de que José frenara del todo. Había visto la caja contadora destrozada en plena acera, las puertas del local abiertas de par en par, la oscuridad de su interior… Rosa corrió hacia su hijo.
– Se lo llevaron -le dijo en cantones, con la voz quebrada de angustia.
Y siguió hablando de una manera demasiado atropellada para que Pablo pudiera entendería. Por fin se enteró de que Manuel se hallaba en una camioneta arrimada a la acera, dentro de una cabina con cristales ahumados que impedían ver su interior.
Pablo se enfrentó al hombre de uniforme verde olivo que salía del restaurante con un montón de papeles en la mano.
– Compañero, ¿puedo preguntar qué ocurre?
El miliciano lo miró de arriba abajo.
– ¿Y tú quién eres?