Se alejaron de la multitud, todavía aglomerada en plena calle. Atrás quedaron los clamores y la voz adolorida de una sirena que buscaba el sitio donde yacía una mujer agonizante. Pero Mercedes no se volvió para mirar atrás. José había venido a cuidar de ella, y esta vez sería para siempre.
Cómo había cambiado su mundo. «Nadie está preparado para perder a sus padres», se decía Amalia. ¿Por qué no le habían advertido? ¿Por qué nunca le aconsejaron cómo lidiar con esa pérdida?
Se meció nerviosamente frente al televisor. Por fuera intentaba ser la misma de siempre, por su hija y por esa otra criatura que pronto estaría allí, pero algo se había roto para siempre en su pecho. Ya nunca más sería «la hija de», ya nunca más diría «mamá» o «papá» para llamar a alguien, ya no existirían dos personas que correrían a su lado, ignorando al resto del mundo para abrazarla, para mimarla, para socorrerla.
Por si fuera poco, Pablo también había cambiado. No con ella. A ella la amaba con locura. Pero una nueva amargura parecía roerle el alma después del arresto de su padre, a quien le hicieron un juicio sumario para condenarlo a un año de prisión. Pablo intentó mover influencias. Incluso habló con varios funcionarios que lo conocían desde su época en el clandestinaje; pero cada solicitud suya chocaba contra un muro insalvable. Sólo tras cumplir su sentencia, Síu Mend regresó a casa maltratado y mortalmente enfermo; tanto que muchos creían que no viviría mucho. Amalia sospechaba que Pablo no se quedaría con los brazos cruzados. Ya había visto aquella misma expresión cuando conspiraba contra el gobierno anterior. Y no era el único. Muchos amigos -que antes celebraran el advenimiento del cambio- venían a visitarlo ahora con actitudes igualmente sombrías. Amalia los había visto susurrar cuando ella volvía la espalda y callarse cuando regresaba con el café.
Intentó pensar en otra cosa, por ejemplo, en la masa de refugiados que huía de la incomprensible ola de cambios. Cientos habían escapado. Hasta la gorda Freddy se había marchado a Puerto Rico…
– ¡Isabel! -llamó a su hija para alejar aquellos pensamientos-. ¿Por qué no vas a bañarte?
Su vientre pesaba una barbaridad, aunque sólo tenía cinco meses.
– Papi está en la ducha.
– En cuanto salga, te bañas.
Isabel ya tenía diez años, pero actuaba como si tuviera quince, tal vez porque había visto y escuchado demasiadas cosas.
Amalia cambió el canal y se meció en su sillón, casi ahogándose por el esfuerzo. Todo le molestaba, hasta respirar.
– Y ahora… ¡La Lupe! -anunció un presentador invisible, con aquella voz engolada que era habitual a principios de los años sesenta.
Procuró olvidar el dolor de su cintura y se preparó para oír a la cantante de la que tanto se hablaba: una mulata santiaguera, con ojos de fuego y caderas de odalisca, que salió al escenario con andares de potra en celo. Era hermosa, reconoció Amalia. Aunque pensándolo bien, las mulatas feas eran una excepción en su isla.
– «Igual que en un escenario, finges tu dolor barato. Tu drama no es necesario. Ya conozco ese teatro…»
Demasiado histriónica, decidió Amalia. O histérica. No quedaba nada de la gracia zalamera de Rita en esa nueva generación… ¡Qué estaba pensando! El olmo nunca daría peras. Jamás habría otra como ella.
– «Mintiendo: qué bien te queda el papel. Después de todo, parece que ésa es tu forma de ser.»
Hubo un leve cambio en el tono de la música, que súbitamente se hizo más dramática. Y de pronto, La Lupe pareció enloquecer: se zafó el moño, sus cabellos se desparramaron sobre el rostro, comenzó a arañarse el pecho y a darse puñetazos en el vientre.
– «Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…»
Amalia no pudo creer lo que veía cuando la mujer se quitó un zapato y atacó el piano con el afilado estilete de su tacón. Tres segundos después pareció cambiar de idea, arrojó el zapato fuera de escena y se dedicó a golpear con los puños la espalda del pianista, que siguió tocando como si nada.
Aguantó la respiración, esperando que alguien entrara con una camisa de fuerza para llevarse a la cantante, pero no ocurrió nada. Por el contrario, cada vez que La Lupe iniciaba otro de aquellos desatinos el público gritaba y aplaudía al borde del paroxismo.
«Este país se ha vuelto loco», pensó Amalia.
Casi se alegró de que su padre no estuviera allí. José, que se había codeado con los artistas más exquisitos, se hubiera muerto de nuevo ante aquel desbarro.
– ¿Puedes cambiar el canal? -gritó Pablo desde el cuarto.
– ¿La has visto? -preguntó Amalia-. Parece una leona enjaulada.
¿Hasta dónde llegaría el delirio? ¿Tanto habían cambiado los tiempos? ¿Se estaba poniendo vieja? Se levantó para apagar el televisor, pero no llegó a hacerlo. Un agudo timbrazo la hizo saltar.
– ¿Qué desean…?
Apenas entreabrió la puerta, cuatro hombres la empujaron. Isabel chilló espantada y corrió a refugiarse en el regazo de su madre.
Desbaratando muebles y adornos a su paso, los hombres registraron el apartamento y descubrieron unas octavillas aplastadas entre el colchón y el bastidor de la cama. Dos de ellos trataron de sacar por la fuerza a Pablo, que se resistió fieramente. En medio de los gritos de madre e hija, lo sacaron del cuarto sangrando y medio inconsciente. Amalia se interpuso entre la puerta y los hombres, y recibió una patada en pleno vientre que la hizo vomitar allí mismo.
Los gritos habían alertado a los vecinos, pero sólo una pareja de ancianos se atrevió a acercarse cuando los hombres se fueron.
– Señora Amalia, ¿está bien?
– Isabel -susurró a la niña, mientras sentía el líquido espeso que se escurría entre sus piernas-, llama a abuelita Rosa y dile que venga enseguida.
A sus pies crecía la sangre, mezclándose con el agua que debía proteger a su bebé. Por primera vez notó que el Martinico la miraba espantado y supo entonces que los duendes pueden palidecer. Además, titilaba con una luz verdosa cuyo significado no logró identificar.
Amalia hubiera querido insultar, gritar, morderse los brazos, desgarrarse la ropa como La Lupe. Hubiera hecho un dúo con ella para escupirle el rostro a aquel que los había engañado, prometiendo villas y castillas con esa expresión de monje franciscano donde sin duda se ocultaba -ay, Delfina- un demonio rojo.
– «Teatro, lo tuyo es puro teatro: falsedad bien ensayada, estudiado simulacro…»
Trató de levantarse, pero se sentía cada vez más débil. Casi al borde del desmayo, entendió por qué La Lupe le gustaba tanto a la gente.
Rosa revolvió el caldo de pescado y le echó un puñado de sal antes de probarlo. En otra época lo hubiera condimentado con trozos de jengibre, salsa de ostras y verduras, y su aroma hubiera ascendido hasta las nubes como el de las sopas que su nodriza preparaba. Echó parte del caldo en un recipiente y salió a la calle.
Desde que Síu Mend muriera, ya no hallaba gusto en cocinar; y menos ahora que no podía dar rienda suelta a esos momentos de inspiración en los que añadir algunas semillas de ajonjolí tostado o un chorrito de salsa dulce determinaban la diferencia entre un plato común y otro digno de dioses. Pese a todo, cada tarde preparaba un poco de alimento que llevaba al doctor Loreto, padre de Bertica y Luis, antiguos condiscípulos de su hijo.
El médico se había mudado cerca, después que su familia se marchara a California. El gobierno le había negado la salida sin explicación alguna, pero él sospechaba que la causa era cierto sujeto con influencias: un antiguo capitán de los guerrilleros que, recién llegado de las montañas, había intentado propasarse con su esposa. La pareja había sufrido un hostigamiento atroz que duró años, hasta que Irene murió de cáncer. Ya el doctor había olvidado el asunto cuando volvió a tropezarse con el hombre, cara a cara, el día en que fue a solicitar el permiso para salir del país. Sus hijos no querían abandonarlo, pero él insistió en que se fueran. Ahora parecía la sombra del rozagante médico que siempre bebía una copa de Calvados tras esas opíparas cenas que ordenaba en El dragón rojo. Le habían prohibido trabajar por «gusano», es decir, por desear irse tras los lujos del imperio, y las ropas colgaban de su cuerpo como trapos mojados.