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Rosa lo encontró en el umbral de su vivienda, y recordó con nostalgia la figura del mambí que también se había sentado en un quicio a esperar por Tigrillo, siempre dispuesto a escuchar algún relato de aquellos tiempos en que los hombres luchaban con honor para que el mundo fuera un sitio más justo… Ahora el anciano había muerto y su Tigrillo languidecía en una prisión.

Veinte años. Eso era lo que había decretado el tribunal por su vínculo con una facción que organizaba sabotajes contra el gobierno. Veinte años. Ella no viviría tanto. Le consolaba saber que existía Amalia. La idea de ocupar un segundo lugar en el corazón de su hijo, frente a esa mujer que veía el mundo a través de sus ojos, era reconfortante.

Saludó al doctor y le tendió el plato. El hombre parecía un anciano, y la impresión de decrepitud aumentaba con sus gestos temblorosos y la ansiedad con que sorbía la sopa. Un perro se acercó a olfatear, pero él lo espantó de una patada.

Rosa apartó la vista, incapaz de soportar aquella imagen. ¿Qué le aguardaba a ella, sola y sin más recursos que una mísera pensión?

Regresó a su casa, cerró la puerta y apagó la única lámpara que iluminaba la sala, pero el resplandor no se marchó. Allí, en la penumbra de un rincón, estaba su madre: la hermosísima Lingao-fa, con sus ojos de almendra y aquel cutis de seda.

– Kui-fa -llamó la muerta, tendiéndole los brazos.

– Ma -murmuró en su lengua de niña y se abrazó a ella.

– He venido a hacerte compañía -susurró el espíritu en un cantones que sonaba a música.

– Lo sé -asintió ella-. Me he sentido muy sola.

Abrazada a ella, disfrutó aquel aroma de infancia -el olor de su madre que le recordaba tantas cosas-. Luego se apartó y fue hasta la puerta de su habitación. Desde el umbral se volvió hacia ella.

– ¿Te quedarás conmigo?

– Para siempre.

Entró en su cuarto, se subió a la cama que había compartido con Síu Mend y tomó la soga que había colgado de la viga más alta. Pronto vería a su marido, al tío Weng, al mambí Yuang, a Mey Ley… En adelante viviría con ellos, escucharía su propio idioma y comería pasteles de luna a toda hora. Sólo lo sentía por el doctor Loreto, tan flaco y tan cansado, que nunca más recibiría su plato de sopa al atardecer.

Amalia observó de reojo a su hija, que caminaba junto a ella con un ramo de flores. En aquel Día de los Difuntos, ambas cumplirían los deseos del hombre encarcelado desde hacía siete años. Hubieran podido ir al cementerio, pero en su última visita Pablo les había rogado que llevaran las flores al monumento erigido en honor a los mambises chinos. Pensaba que era un sitio más apropiado para honrar a su familia. El bisabuelo Yuang iniciaba la lista de antepasados rebeldes. Su padre Síu Mend, que muriera exigiendo lo que le quitaran, le seguía. Y su madre Kui-fa, que había renunciado a la vida abrumada por la tristeza, merecía igual respeto.

La brisa que barría hojas y pétalos arrastró también una música familiar: una ronda infantil que Amalia no escuchaba desde hacía años:

Un chino cayó en un pozo,

las tripas se hicieron agua.

Arre, pote pote pote,

arre, pote pote pá…

Había una chinita sentada en un café

con los dos zapatos claros

y las medias al revés.

Arre, pote pote pote,

arre, pote pote pá…

La mujer miró en todas direcciones, pero la calle estaba desierta. Alzó la vista al cielo, pero sólo vio nubes. La letra, cantada por una vocecita traviesa, evocaba un método de suicidio común entre los culíes que intentaban escapar de la esclavitud lanzándose de cabeza a un pozo. Se lo había contado Pablo, quien lo supo de su bisabuelo.

La música siguió cayendo del cielo durante varios segundos. Quizás lo estaba imaginando. Observó a su hija, una adolescente de cabellos ondulados como su abuela Mercedes, piel rosada como su bisabuela española y ojos rasgados como su abuela china; pero la joven se veía ensimismada. Acababa de detenerse frente a la inscripción grabada en el monumento y, sin que nadie se lo dijera, había comprendido que ninguna otra nacionalidad -entre las decenas que poblaban la isla- podía proclamar algo semejante a lo que revelaba aquella frase.

Su madre la tocó levemente en el codo. La joven despertó de su ensueño y depositó las flores al pie de la columna. Amalia recordó que pronto se cumpliría otro aniversario de la muerte de Rita. Nunca olvidaría la fecha porque, en medio del velorio más concurrido en Cuba -¿o había sido el de Chibas?-, se tropezó con Delfina.

– Este 17 de abril no será el único desgraciado de nuestra historia -le aseguró la vidente-. Habrá otro peor.

– No lo creo -sollozó Amalia, que no podía imaginar nada más terrible que esa tragedia.

– Dentro de tres años, en esta misma fecha, habrá una invasión.

– ¿Una guerra?

– Una invasión -insistió la mujer-. Y si logramos detenerla, será la mayor desgracia de nuestra historia.

– Querrás decir «si no logramos detenerla».

– Dije lo que dije.

Amalia suspiró. ¿Dónde estaría ahora la dulce Delfina? Pensó en el maestro Lecuona, muerto en las islas Canarias; en la gorda Freddy, enterrada en Puerto Rico; en tantos emblemas musicales de su isla que se habían refugiado en tierras ajenas tras la derrota de aquella invasión… Al final se había quedado sola con su hija, mientras Pablo cumplía una prisión de veinte años.

La última criatura que llevara en su vientre había muerto de una patada. Hubiera sido su tercer hijo, de no haber sido por las inclemencias de una historia manipulada por los hombres. La vida era como un juego de azar donde no todos lograban nacer y donde otros morían antes de tiempo. Nada de lo que uno hiciera aseguraba un mejor o peor final.

Resultaba demasiado injusto. Aunque quizás no fuera una cuestión de justicia, como siempre había creído, sino de otras reglas que necesitaba aprender. Tal vez la vida era sólo un aprendizaje. Pero ¿para qué, si después de la muerte sólo había una recompensa o un castigo? ¿O sería verdad lo que decía Delfina, que existían más vidas después de la muerte? Ojalá que no fuera cierto. Ella no quería regresar, si eso significaba comenzar otra charada que se regía por leyes tan ilógicas. Hubiera dado cualquier cosa por preguntar a Dios por qué había decretado aquella suerte para su Pablo, un hombre tan amoroso, tan honesto…

– Mami -susurró la muchacha, señalando al policía que las observaba a cierta distancia.

Debían irse. No estaban haciendo nada prohibido, pero uno nunca sabía.

Isabel leyó de nuevo la frase grabada en el mármol negro; una frase para ser mostrada a los hijos que algún día tendría, cuando ella les contara las hazañas de su tatarabuelo Yuang, la tenacidad de sus abuelos Síu Mend y Kui-fa, y la rebeldía de su padre Pag Li. El recuerdo de su padre le llenó los ojos de lágrimas. Furiosa ante su propia debilidad, arrojó una mirada de desprecio al policía que seguía observándolas y que no pudo entender su gesto. Después echó a andar junto a su madre con la cabeza más alta que nunca, repitiendo como un mantra, con la intención de grabarla en sus genes, la frase del monumento que su futuro hijo jamás debería olvidar: «No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor».

Derrotado corazón