Cecilia se sentía como si la hubieran lanzado al fondo de un abismo. Le pareció que la tragedia de Amalia también formaba parte de su vida. Mientras vivió en Cuba, su futuro había sido como el horizonte que la rodeaba: un mar monótono y sin posibilidades de cambio. Su refugio eran los amigos, su familia y las familias de sus amigos. Siempre aparecía una mano que le brindaba ayuda o consuelo, aunque esa mano fuera la de otro náufrago como ella. Ahora tenía el universo a su alcance. Por primera vez era libre, pero estaba sola. Su familia se hallaba casi extinta; sus amigos, muertos o dispersos por el mundo. Varios se habían suicidado bajo el peso de una vida demasiado compleja; otros se ahogaron en el estrecho de la Florida cuando intentaban huir en balsa; muchos se refugiaban en lugares insólitos: Australia, Suecia, Egipto, islas Canarias, Hungría, Japón, o en cualquier rincón del planeta donde hubiera un trozo de tierra donde posarse. Porque era un mito que los cubanos hubieran emigrado en masa a Estados Unidos; ella podía mencionar decenas de amigos suyos que vivían en países casi míticos, tan lejanos e inalcanzables como la misteriosa Thule. Las amistades que cultivara con tanto amor a lo largo de su vida se habían perdido en brumas imprevistas. Algunas confusiones que le provocaran un par de enemistades quedarían sin aclarar; los malentendidos seguirían siendo malentendidos por los siglos de los siglos, y las explicaciones permanecerían en la dimensión de lo que pudo suceder y jamás ocurrió… Y mejor no pensar en su país, ese paisaje enfermo y roto, esa geografía arruinada que apenas tenía posibilidades de recuperación. Nada conocido había escapado a la fatalidad. Recordaba cada fragmento de su propia historia, y su corazón se ahogaba de dolor. No existía ninguna escena donde todos hubieran vivido felices para siempre. Por eso terminaba recalando en aquel bar para escuchar las historias de Amalia con la esperanza de que, pese a todo, algo bueno ocurriría al final.
Ese jueves se había ido a la cama muy temprano, pero no pudo dormir. A las dos de la mañana, presa de un irremediable insomnio, decidió vestirse y salir. Mientras conducía, trató de ver el brillo de las estrellas a través del cristal del parabrisas. La negrura del cielo le hizo recordar aquel refrán: «Nunca es más oscura la noche que cuando empieza a amanecer». Y le pareció que si la frase era cierta, como toda traza de sabiduría popular, muy pronto su vida se teñiría de luz.
Entró al bar empujando la puerta y buscó entre las mesas. Era tan tarde que no creyó que pudiera encontrar a su amiga, pero aún estaba allí, mirando con expresión soñadora las fotos que se sucedían en dos pantallas que colgaban a ambos lados de la pista.
– Hola -saludó Cecilia.
– Mi hija y mi nieto llegan dentro de dos semanas -anunció la mujer sin ambages-. Espero que vengas a conocerlos.
– Me encantaría -respondió Cecilia, sentándose frente a ella-. ¿Dónde los vería?
– Aquí, por supuesto.
– Pero los niños no pueden entrar a estos sitios. Amalia mordió un trozo de hielo, que crujió como una cascara seca.
– Mi nieto ya no es tan pequeño.
Dos o tres parejas se movían lentamente en la pista. Cecilia pidió un Cuba Libre.
– ¿Y el esposo de su hija?
– Isabel se divorció. Sólo viajarán ella y el niño.
– ¿Cómo lograron venir?
– Se ganaron la lotería de visas.
Eso era tener suerte. Conseguir una visa en aquella montaña de medio millón de solicitudes anuales era casi un milagro. ¿Cuándo terminaría aquella fuga? Su país siempre había sido una tierra de inmigrantes. Personas de todas las latitudes buscaban refugio en la isla desde los tiempos de Colón. Nadie quiso huir nunca de ella… hasta ahora.
Cecilia notó que la mujer la observaba con fijeza.
– ¿Qué te pasa?
– Nada.
– Hija, no me mientas. Cecilia suspiró.
– Estoy harta de que mi país nunca haya podido ser un país, con todas las oportunidades que tuvo. Ahora no me importa si revienta. Sólo quiero vivir tranquila y saber si puedo planificar lo que me queda de existencia.
– Es tu rabia quien habla, no tu corazón. Y la rabia es señal de que sí te interesa lo que pasa allí.
La camarera trajo el Cuba Libre.
– Bueno, puede ser -admitió Cecilia-, pero daría cualquier cosa por conocer el futuro para no seguir machacándome las entrañas. Si supiera de una vez qué nos espera, sabría a qué atenerme y ya no me angustiaría tanto.
– El futuro no es uno solo. Si ahora mismo pudieras ver el destino de un país o de una persona, eso no significa que dentro de un mes verías lo mismo.
– ¿Cómo dice?
– El futuro que vieras hoy sólo sería realidad si nadie tomara decisiones repentinas o iniciara acciones impensadas. Incluso un accidente puede cambiar la predicción original. Al cabo de un mes, la suma de todos esos sucesos convertiría el futuro en otra cosa.
– Bueno, ¿qué más da? -murmuró Cecilia-. De todos modos nadie puede ver lo que vendrá.
Los camareros limpiaban las mesas que se iban vaciando. Dos parejas más pidieron la cuenta.
– ¿Te gustaría jugar a la charada?
– Nunca juego a la lotería. Tengo mala suerte.
– Me refiero a un oráculo para conocer el futuro.
Cecilia se inclinó sobre la mesa.
– Usted acaba de decir que ninguna predicción es segura. ¿Y ahora quiere oficiar de pitonisa?
Amalia tenía una risa cristalina y suave que se extendió por el bar casi desierto. Era una pena que no riera más a menudo.
– Digamos que, en la situación en que me encuentro, conozco cosas que otros no saben… Pero no nos compliquemos. Vamos a tomar esta charada como una especie de juego.
Sobre la mesa cayeron seis dados. Dos de ellos eran iguales a esos comunes de seis caras, otro par mostraba ocho, y el tercero tenía tantas que era imposible contarlas.
– El destino es un juego de azar -continuó Amalia-. Cierto sabio dijo que Dios no jugaba a los dados con el universo, pero se equivocó. A veces ensaya hasta la ruleta rusa.
– ¿Qué debo hacer?
– Lánzalos.
La mujer miró los números antes de tomar los dados.
– Vuelve a lanzar -le dijo, entregándole los diminutos cubos.
Después de ver los resultados una vez más, recogió los dados y los mezcló de nuevo.
– Otra vez.
Cecilia repitió la operación algo impaciente, pero Amalia no se dio por enterada y le hizo repetir el gesto tres veces más. Al final volvió a guardar los dados en su cartera.
– Busca lo que significan los números 40, 62 y 76 de la charada cubana. Su combinación te mostrará quién eres y qué debes esperar de ti. Después busca el 24, el 68 y el 96 de la charada china. Representan el futuro que nos obsesiona a todos.
Cecilia guardó silencio unos segundos, indecisa sobre la seriedad del juego.
– He oído decir que los números de la charada tienen más de un significado -dijo por fin.
– Busca sólo el primero.
– ¿Cómo voy a interpretar un mensaje de sólo tres palabras?
– Palabras, no: conceptos -aclaró Amalia-. Recuerda que los sistemas de adivinación son más intuitivos que racionales. Busca sinónimos, asociaciones de ideas…
Las escasas luces del local comenzaron a parpadear.
– No sabía que fuera tan tarde -dijo Amalia poniéndose de pie-. Antes que lo olvide, quiero agradecerte que me hayas acompañado todas estas noches en que me sentía tan sola.
– No tiene que agradecerme nada.
– Y también tu interés en mi historia. Si eres parte de lo que dejamos, me iré tranquila. Creo que a Cuba le espera algo mejor.
La mujer se pasó la mano por la frente, como si quisiera apartar un cansancio muy antiguo. Cecilia la acompañó hasta la puerta.
– ¿Y Pablo? -se atrevió a decir por fin-. ¿Ya salió de la cárcel? ¿Cuándo se reunirá con él?
– Pronto, mi niña, muy pronto.
Y Cecilia descubrió en su mirada las huellas de un corazón más triste que el suyo.